Thursday 30 June 2005

Ética y agendas políticas en América Latina

Maquiavelo y la concepción moderna de la política


Cuando leemos las “cualidades” que hacen al príncipe, al gobernante exitoso, en Nicolò Macchiavelli, palpamos a un tiempo su agudeza y su pragmatismo: “(…) un hombre que quiere profesar de bueno en todos los aspectos, sólo logrará su ruina entre tantos que no lo son. Por lo tanto, un príncipe, si quiere conservarse, debe aprender a poder ser no bueno, y valerse de ello o no según la necesidad”[3]. Esta lectura nos arranca una sonrisa. Podremos concordar más o menos con el autor en que tales actitudes ayuden a hacerse del poder o a conservarlo. Pero por ningún lado se nos ocurre pensar que nos esté dictando un código de ética, aquello que todos deberíamos hacer. Más bien nos deja con la impresión de que una cosa es la ética y otra muy distinta la política, y que no conviene mezclarlas, por el bien de ambas. 


El príncipe, dedicada a Lorenzo de Médici a inicios del siglo XVI, conserva todavía hoy un atractivo indiscutible entre muchos lectores, sobre todo si se considera que sus postulados y la concepción filosófica que los subyace, se han ido plasmando en buena parte del pensamiento político incluso hasta nuestros días. Y porque se tiende a pensar que la ética, por una parte, y la política, por otra, son compartimientos separados, inconexos y con frecuencia contradictorios, no extraña que se exprese en conversaciones, discursos y escritos, también en nuestra América Latina, ante tantas irregularidades, engaños, demagogia, corrupción, inseguridad, oportunismo y franca indiferencia de muchos de nuestros políticos hacia el pueblo que los eligió: “¡hace falta ética en la política!”

A la vez, para quienes emprenden el oficio político con miras al beneficio personal o sectario a costa de la sociedad civil, esta concepción del Cinquecento italiano viene de perlas, porque legitima una actuación no “contra-ética”, sino simplemente “a-ética”, fuera de ella. En México nuestros diputados llevan cuatro años peleándose por el poder en el Congreso de la Unión, cada quien para su propio partido, mientras el país pide a gritos una modernización legislativa en el sistema hacendario, en la estructura de sus industrias energéticas, en la asignación del presupuesto, en la desregulación para incentivar la pequeña y mediana empresa. Hace poco un diputado declaró en una entrevista por radio que estaba en contra de la reelección de diputados, porque entonces tendrían que preocuparse por complacer a los votantes (¡a los ciudadanos que los eligen y les confían su representación en el Congreso!). Con pena tengo que decir que el Congreso de mi querido México ratificaba, hace menos de doscientos años, la resolución por la cual se “vendía” a Estados Unidos más de la mitad del territorio nacional (el presidente cautivo, a quien con frecuencia se culpa de esta desgracia, no tenía poder válido de decisión en esos momentos). Estaban los legisladores ocupados en sus riñas partidistas, mientras el país literalmente se desintegraba a sus espaldas[4].

No pretendo tratar ahora el espinosísimo tema de la “guerra” mexicano-estadounidense. Simplemente quería poner ejemplos de cosas que suceden ahora y que sucedieron desde el inicio de México como nación independiente. Posiblemente no estoy hablando de cuestiones totalmente ajenas a otros países de nuestra América Latina. Baste recordar proyectos que por algún motivo nunca prosperaron, como el de una República Centroamericana o aquel de la Gran Colombia. Nuestra pregunta inicial es, pues, si la política y la ética son ámbitos distintos y ajenos -uno quizá del pragmático procurarse y consevar el poder, el otro el de los buenos deseos en un plano ideal-, o si por naturaleza van siempre juntos. En otras palabras, ¿puede válidamente responsabilizarse de una buena o mala actuación a quienes toman las decisiones políticas? ¿Y en caso de que sí, bajo qué aceptables criterios?

La política en su naturaleza: un acercamiento filosófico

Comencemos por un análisis teórico de aquello que la política es de suyo, por naturaleza. Resulta curioso -y también indicativo- que Aristóteles de Estagira comience a hablar de política en el Libro X de su Ética a Nicómaco. Su Política, elaborada a partir del análisis de 158 constituciones de ciudades griegas, ha de encuadrarse en el órgano o estructura total de su pensamiento. Ante todo la pregunta por el ente en cuanto ente o filosofía primera (después denominada metafísica). De ahí el análisis del ente móvil que se da en el universo material (filosofía del mundo físico). Y así cada parte de la realidad, en compartimientos de ese “amor a la sabiduría” que vendría a llamarse filosofía, como punto de partida de todo conocimiento humano. 

El Estagirita desarrolla también, una filosofía del hombre como ente racional (o psicología) -distinto por ello del resto de la naturaleza-. De ahí pasa al análisis filosófico del obrar humano (o filosofía práctica), que en cuanto humano es racional y libre: esto constituye la ética, cuando el análisis se centra en el actuar del hombre con miras a su fin, y la política, cuando el énfasis se hace en la comunidad –polis- que busca también su propio fin. Su planteamiento presenta al hombre como responsable de lo que ha elegido con libertad. Esa responsabilidad aneja, inseparable de la libertad, abre el campo inmenso de la ética, del obrar humano que es libre y que, por último, cualifica su actuación como “buena” o “mala”, según en cada caso haya ido conforme a su naturaleza (humana) o no[5]. La política se encuadra en este contexto, como un paso ulterior, como una aplicación última de esa ética.

Así: “en las cosas prácticas el fin no radica en contemplar y conocer…, sino en realizarlas. Entonces, con respecto a la virtud, no basta conocerla, sino que hemos de procurar tenerla y practicarla”[6]. Para Aristóteles, “toda ciudad es una cierta comunidad y toda comunidad está constituida en función de algún bien (pues todos actúan para alcanzar lo que creen que es un bien)”, y es evidente que todas tienden a algún bien, y “tiende al bien supremo, la comunidad más importante de todas y que comprende a todas las demás: esta es la que se llama ciudad y también comunidad política”[7]. Esa “ciudad” (la polis griega), proviene de la unión de varias aldeas, y cada aldea a su vez se ha formado a partir de un grupo de familias emparentadas entre sí y, por último, cada familia -núcleo primario de esa polis- ha surgido de la unión complementaria del varón y la mujer.

De una manera similar a como la ética investiga aquello que por naturaleza conviene al hombre para hacerlo bueno (es decir perfecto de acuerdo a su potencialidad, a lo que puede llegar a ser), así la política indaga cómo la comunidad de varias aldeas que ha alcanzado el límite de la autosuficiencia y que -por lo tanto- se vuelve final y perfecta -la polis-, aunque surgió para vivir, encuentra su razón de ser en un vivir bien[8]. Dado que la “naturaleza” de algo es su fin, y que la unión de varón y mujer se encamina a formar una familia, la de familias integra una aldea, y la de aldeas hace una ciudad como su fin (social), dice el Estagirita que “la ciudad es una institución natural, y que el hombre es un animal hecho por naturaleza para vivir en una ciudad”[9]. De aquí el famoso zôon politikón que comúnmente se explica como “el hombre es un animal político”, y que difiere mucho de la concepción de Rousseau basada en el puro instinto de conservación y en el análisis de un supuesto y caótico “estado primitivo” en el que los hombres, para no perecer, llegaron a un pacto social artificial, no natural[10].

Nace así la política como una ciencia (y no como “ciencias”, en genérico), que en la actualidad se encuentra en crisis debido -como hace ver el filósofo chileno Rodrigo Ahumada- a tres grandes problemas: el primero consiste en el desconocimiento del vínculo entre antropología filosófica y ciencia política, particularmente en cuanto se refiere a la dignidad intrínseca de la persona humana. El desconocimiento de la noción misma de persona humana ha dado lugar a una ideologización del tema de los derechos humanos, al punto que se los equipara pura y simplemente con ciertos derechos políticos del ciudadano[11], escogidos en cada caso como mejor convenga al interés de un grupo para llegar al poder o mantenerse en él. La misma noción de derechos humanos, agrego yo, descansa en la de una ley natural como señala Maritain[12], cuyo reconocimiento consciente, se manifiesta con elocuencia ya en la Antígona de Sófocles, hacia el siglo V a. C.[13]

El segundo problema que enfrenta la ciencia política a decir de Ahumada, es la cuestión de su estatuto epistemológico. En este ámbito “…se observa habitualmente…un profundo desconocimiento del carácter intrínsecamente moral o ético tanto de la ciencia política como de la actividad política misma. Como si la política fuese una especie de ingeniería social y la actividad política un affaire exclusivamente de tecnócratas”[14]. El tercer problema[15], derivado de este segundo, consiste en el deslinde práctico (el empleo medios para llegar al poder, no para servir al bien de la polis) de la acción política respecto de la ética, como si se tratara de esferas completamente ajenas. Obviamente, se trata de un problema no porque “sería bonito que hubiera ética en la política”, sino por la naturaleza misma de la política, como se ha mencionado antes: la política, de suyo, tiene carácter ético.

¿Cuál ética?

Ahora bien, si ya de por sí es difícil llegar al punto de reconocer que la política es, de suyo, ética, más complicado parece en nuestros días llegar a un acuerdo sobre cuál de las muchas posturas éticas corresponde mejor a la política. El tema se torna bastante espinoso y, evidentemente, polémico. Sin embargo no por ello puede dispensarse. Está en juego no un debate de salón, sino el destino –incluso bastante inmediato- de nuestra Latinoamérica.

Reconocer la diversidad y fomentar la libertad cultural se ha vuelto, en palabras del Dr. Mallo el día de ayer, “un imperativo ético”. En este marco se sitúa la propuesta, nos decía él mismo, de la Alianza de civilizaciones que el nuevo gobierno español[16] ha presentado ante la comunidad internacional. Sólo así puede fundarse la paz. Este planteamiento, valioso en sí, necesita, sin embargo, un presupuesto anterior a fin de lograr su cometido. Para que exista diálogo, como anota Mauricio Beuchot[17], hace falta el respeto de la diferencia en el otro; el reconocimiento, esto es, de que es otro, de que es un “no-yo”. No obstante, al mismo tiempo se precisa, en esta dinámica de comunicación, de un elemento de semejanza, de un campo común, que el filósofo de la Universidad Nacional Autónoma de México denomina terreno analógico. El diálogo implica respeto y diferencia de interlocutores, pero supone antes un lenguaje común. Así pues, para el logro de la paz hace falta precisamente un planteamiento a nivel sapiencial, un lenguaje común, un “puente” como diría el Presidente Betancour. Una postura netamente equivocista –que exalta la diferencia y nada más- conduce a solipcismos y paradójicamente desemboca, al final, en la univocidad (si todos son diferentes, todos se agrupan bajo el común denominador de ser diferentes y, a la postre, todos resultan iguales).

Los derechos humanos derivan de la dignidad de la persona, y esa dignidad mana a su vez, de su ser. La agenda de los “derechos humanos”, que hoy se ha vuelto ya patrimonio de todos, encuentra sus orígenes en el siglo XVI con el pensador español dominico Francisco de Vitoria, considerado por muchos como fundador del derecho internacional[18]. De esos derechos humanos se hablaría otra vez a fines del siglo XVIII con la Revolución francesa, y nuevamente a mediados del siglo pasado[19] de una manera ya más formal, en la Declaración de los Derechos del Hombre. De todas formas conviene siempre tener a la vista qué significan y en qué consisten, pues pueden convertirse en campo muy fértil para el diálogo entre las naciones y los hombres de diferentes países e, incluso, “civilizaciones”. De todos modos volveremos a este punto en el tercer apartado de esta charla, cuando hablemos de la tolerancia. Volvamos por ahora a la pregunta de este apartado: ¿cuál ética?

Mencionaba el día de ayer el Presidente Betancur, con certerísimo diagnóstico, un fenómeno que constituye el drama gnoseológico de hoy en buena parte de las naciones “desarrolladas” y que comienza a invadir nuestros ámbitos académicos latinoamericanos: el frenesí de la especialización y a veces post-especialización (si cabe), de modo que el estudioso va sabiendo cada vez más de menos, de una manera inconexa con el resto de los campos del saber. Se especializan las jergas, se lee y escribe sólo dentro de una parcela de la realidad, al tiempo que se crece en la ignorancia no sólo de las demás porciones, sino de lo demás, del mundo visto en su totalidad. A esto podemos denominar, con el filósofo español Carlos Cardona la dimensión sapiencial del conocimiento[20]. Por falta de esta dimensión que es, en definitiva, “saber del todo”, o sea saber humanista (filosofía, arte, historia y religión), el hombre posee cada día más técnicas pero encuentra menos sentido a su existencia.

Por ello, ante la complejidad de sistemas, posturas, planteamientos políticos (que luego repercuten en los campos social, económico, cultural), he pensado que podría ser útil para los participantes en esta semana de estudios una visión de los fundamentos, de la política como un todo y no en cuanto esta o aquella agenda, este o aquel país, este o aquel momento. Una visión de conjunto –sapiencial- que valga como principio aplicable a distintas situaciones. Lo que en otras palabras estoy lanzando aquí es la idea de que, al margen de esta o aquella postura, pueden hallarse ciertos válidos para todos.

En su plática de apertura de esta semana de estudios, el Presidente Betancur señalaba que la armonía entre los diferentes campos del conocimiento y la de la misma convivencia humana, pasaba por un ámbito común, el de una ética racional. A ese humus, a ese suelo en el que todos podemos apoyarnos para hablar frente a frente como entes humanos en cuanto humanos, me estoy refiriendo cuando hablo de “ética” para nuestras agendas políticas latinoamericanas. Sólo el reconocimiento de una ética con principios universales, hacen posible el diálogo, la convivencia, “los compromisos racionales de los sujetos sociales”, a partir del reconocimiento de la alteridad, de la zubiriana otreidad que nos permite entrar en verdadera comunicación con nuestros semejantes.

Seguramente muchos ya han intuido la respuesta a nuestra pregunta de hace unos minutos: ¿cuál ética? Antes de pensar en respuestas, conviene atender al planteamiento de la cuestión. En el fondo subyace otra pregunta: ¿cuál verdad? Si un determinado curso de acción libre de la persona humana podría ser bueno o malo según diversas perspectivas, cada quien tendría su verdad. No habría entonces verdad sobre algo, sino verdades relativas, o lo que es lo mismo, opiniones. La verdad dejaría de ser la correspondencia de lo que decimos con la realidad objetiva, y pasaría así a ser una afirmación subjetiva, muy personal –por ende muy respetable pero no por ello más contundente- de cada uno. 

Sin embargo esta concepción no es válida en el campo de la ética, ni conforme con las cosas y situaciones reales. Piensen en un ladrón de automóviles en la vía pública. Si quisiéramos irnos por “la verdad que cada uno tiene”, podríamos empezar por la percepción de la persona que hubiera visto al ladrón de lejos, la del policía que intentara perseguirlo con esa información, la del dueño del coche robado, la del ladrón mismo (para saber sus motivos), la de su madre acerca de su hijo… Lograr justicia se haría imposible. Hay cosas que dependen de quién las diga, y se llaman opiniones; y hay cosas que son de cierto modo, independientemente de quien las diga. El “cada quien dice su verdad” tiene un límite. No todo es relativo. ¿O podría decirse que es “relativo” el que “todo sea relativo”? Como dice el filósofo alemán Josef Pieper, “la verdad es la manifestación propia y el estado de evidencia de las cosas reales. En consecuencia, la verdad es algo secundario, que se sigue de algo más. La verdad no existe por sí misma. Primariamente y en precedencia le están las cosas existentes, lo real”[21].

En el campo de la ética, el bien y el mal objetivos existen -y esto es experiencia consciente de todas las culturas en todos los tiempos-. Que haya habido represión durante el régimen de Stalin o canibalismo entre ciertos grupos aborígenes, no prueba que el derecho natural y, en definitiva, el bien y el mal objetivos, no existan, sino más bien que existen. Por eso nos indignamos cuando alguien parece ignorarlos con su actuación.

Por lo tanto, al momento de entrar en la discusión de “¿cuál ética?” se ha perdido ya la brújula. Existen, independientemente de las bases teóricas que las originan, ciertos puntos de acuerdo práctico que derivan en una deontología concreta, en principios que pueden califican las acciones como buenas o malas. Y si bien un completo acuerdo teórico sería imposible a nivel mundial, un acuerdo práctico -que no es convención (amasijo de opiniones) sino convergencia (reconocimiento de lo que todos ven)- sí ha sido y es factible[22] cuando hay apertura, tolerancia y verdadera disposición de diálogo y voluntad de acuerdo. Por lo tanto, para no perdernos, para que tenga sentido y validez hablar de ética en la política, hay que hablar de la ética y no de posturas[23].

Elementos para el fin político: el bien común en América Latina

Dice el Prof. Gabriel Chalmeta que “casi todas las concepciones políticas que la historia ha reconocido, pese a sus divergencias en otros puntos, reconocen que el bien humano es un bien de naturaleza social o común. Este reconocimiento general corresponde a un dato evidente y por ello difícilmente olvidable”. Más adelante especifica: “la cooperación entre los hombres hace posible a todos una vida mejor (buena en mayor medida) que cualquier otra que se viva valiéndose únicamente de la propia actividad, a saber, sin establecer relaciones de coordinación y de colaboración con otros”. Y recuerda, en franca alusión al hobbesiano homo homini lupus, una frase de Tomás de Aquino: homo homine naturaliter amicus.[24] Ha llegado el momento de hablar, al menos a manera de grandes lineamientos, del contenido esencial de las agendas políticas.

Una vez que hemos desvelado en la primera parte el carácter ético de la política, y que hemos mostrado en la segunda cómo se ha de hablar de ética y no de posturas, queda por señalar algunos principios fundamentales del objetivo al que a los integrantes de la comunidad política –aquí le llamaremos “bien común”- corresponde aspirar legítimamente y exigir de los actores políticos a quienes encomiendan el gobierno de esa comunidad. Es decir de algunos principios indispensables de esa ética que decimos debe iluminar la política, porque así le corresponde.

Un primer elemento que las agendas políticas en Latinoamérica han de contemplar, consiste en fomentar un ámbito subsidiario: la participación al máximo de la sociedad civil en la política, como depositante de la autoridad en el mandatario (el que recibe el mandato por parte del pueblo para gobernar). Cuando se acaba la “vegetación subsidiaria” en un país, quedan individuos aislados, desligados de los demás, sin ninguna cohesión social, fácilmente absorbibles por un Estado que puede usarlos como medios y no como fines en sí[25]. La subsidiariedad conserva y acrecienta la promoción de la persona y la llama por su nombre y apellidos. Sin ella, el fenómeno de la globalización termina en individuos completamente aislados, sin arraigo, por un lado; y por otro en el dominio de los grandes imperios supranacionales (algunas enormes compañías, ciertos organismos estatales o internacionales, que ejercen poder sobre “masas” –televidentes, consumidores, ciudadanos en abstracto- y no de personas con una historia, unas circunstancias, un tiempo, unas relaciones y un ideal concretos e irrepetibles).

El ámbito de la subsidiariedad comprende las sociedades intermedias. La más importante sin duda, la familia, se erige en lugar de encuentro, de aceptación incondicional del otro en cuanto otro, del desarrollo primero de la amistad y, en fin, como lugar de historia y de concatenación generacional. Conforman sociedades intermedias también los grupos, asociaciones, realidades territoriales locales y, en general, todas las expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional y político, a las que las personas dan vida espontáneamente. Ese conjunto de relaciones entre individuos y sociedades intermedias que se realizan gracias a la subjetividad creativa de los ciudadanos, integran la sociedad civil. Una consecuencia de la subsidiariedad es la participación, o la serie de actividades mediante las cuales el ciudadano, como individuo o asociado a otros, directamente o por medio de los propios representantes, contribuye a la vida cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que pertenece. La participación se ha de emprender libremente, de modo responsable y con vistas al bien común. Bajo esta perspectiva se vuelve deseable y benéfico para la población, siempre y cuando existan los órganos adecuados de vigilancia y control de los actos de gobierno, la alternancia en el poder de grupos de distinta formación ideológica, a través de partidos políticos distintos con la estructura y la presencia necesarias[26].

Un segundo elemento a considerarse en las agendas políticas es la solidaridad, que otorga particular relieve a la intrínseca sociabilidad de la persona humana, a la igualdad de todos en dignidad y derechos, al camino común de los hombres y de los pueblos hacia una unidad cada vez más convencida. Expresa la interdependencia –ya planetaria- entre todos los hombres y todos los pueblos, y lucha por reducir las desigualdades entre países desarrollados y aquellos en vías de desarrollo, así como toda forma de explotación, de opresión y de corrupción que afecta a cualquier Estado. La solidaridad como principio busca renovar las relaciones entre personas y pueblos mediante la creación o modificación de leyes, reglas de mercado y ordenamientos. Consiste en una determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, por el bien de todos y cada uno. A la opresión opone la justicia; a la explotación, el servicio; al adormecimiento en el egoísmo personal, la entrega generosa al otro buscando su bien objetivo. La solidaridad traza así, un pasaje que va de la simple justicia –el mínimo necesario en toda sociedad civil- al vastísimo campo del amor entendido como el esfuerzo por querer el bien del otro en cuanto otro[27].

Un tercer elemento que no puede pasar por alto ninguna agenda política que en el futuro se elabore en Latinoamérica es el aprecio por el valor esencial de la persona humana. Esto, como es obvio, comienza por permitir que viva, darle oportunidad de existir. La mayor riqueza de cualquier país es su gente. Nuestro Continente Americano y, en especial, nuestra Latinoamérica, cuenta con la riqueza de su niñez y su juventud. Un país donde nacen y crecen niños es un país con esperanza hacia el futuro. La Europa de la que, por otra parte, tanto tenemos que aprender, se está extinguiendo por el decrecimiento poblacional. Si sostiene sus números es sólo gracias a la inmigración. Se ha señalado con frecuencia que el crecimiento de la población es un flagelo que impide el progreso: pues bien, si habría que discutir esto, la afirmacion contraria es innegable: la falta de población conlleva a que una nación fenezca. Sentido común. Latinoamérica está a tiempo de considerarlo. Obviamente el aprecio por la vida humana no se queda en el optimismo por la existencia de más niños, sino también en la necesidad de un estado de derecho y de un clima de seguridad civil que les permita crecer, educarse y trabajar.

Un cuarto punto consistiría en la práctica coherente del principio de la tolerancia. Ella mira al respeto de todas las tradiciones culturales, incluyendo la propia, que ha dado una configuración especial a los pueblos de América Latina (la religión, la lengua, las costumbres), y que se originó a partir de lo más granado del Siglo de Oro en España y de la aportación valiosísima de Portugal. Tolerancia implica diálogo. Y el diálogo requiere en primer lugar saber quién soy para entrar en comunicación con un tú. Una cara de la tolerancia es el respeto a lo distinto. La otra cara de una tolerancia auténtica es la identidad bien sabida de cada actor. Y esa identidad latinoamericana se halla en un sustrato cultural bastante definido: un pasado histórico similar, una lengua, una religión, un paisaje y una concepción parecida de la vida, un modo de ser cálido, picante a veces, un conocimiento y conciencia profundos del significado del rito, de la fiesta, de esos momentos en que se detiene la vida ordinaria para celebrar. En suma, hoy en día sobra el acento en la diversidad -ya bastante machacado-. 

Hay que recordar aquello que permite llamar por un solo nombre (Latinoamérica) al Gigante que habita igual en la mexicana Barranca del Cobre que en el argentino Bariloche, en el peruano Machupichu o en la colombiana Cartagena de Indias: su identidad. Es mucho lo que une y acomuna, y esa identidad es, por su parte, algo diverso, algo que nos distingue de otros bloques culturales, geográficos, lingüísticos y raciales, algo por lo tanto rico en el sentido más pleno de la palabra y, que sin duda, merece ser valorado, sopesado, estudiado y preservado. Una tolerancia coherente, tolera no sólo diversidad, sino también identidad: sabe reconocer el valor de otros porque es consciente del propio valor; llama a cada distinto por su nombre porque sabe que su propia identidad tiene un nombre. Aparte de estos cuatro elementos habría muchos otros que aquí apenas si se enuncian entre líneas. Pero la especificación detallada de esos contenidos recae en los pensadores y actores políticos en cada país y en cada región.

Baste como conclusión la invitación a despertar y redescubrir nuestra identidad latinoamericana y proteger nuestro patrimonio cultural, subordinando la economía y la política a la dimensión sapiencial, a esa sabiduría que sabe distinguir sin romper, que sabe unir sin confundir, que tiene su expresión práctica en la ética y que nace de las fuentes de la sabiduría natural –la filosofía-, accesible a todo hombre por su capacidad de raciocinio. Una visión de conjunto en la que puedan caber economía, política, sociología, lengua, ciencia, religión, arte y cultura. Reconocer el carácter ético de la política es devolverle pies y cabeza, es situarla en contexto, es recordar sus principios, es ponerla al servicio del hombre y no encima de él. La ética en la política no sólo es posible, sino necesaria. Muchas gracias.

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[1] Ponencia presentada en la Semana Grandes temas de nuestro tiempo, dentro del Diplomado Conocimiento vital del Caribe. Fundación Carolina Colombia – Universidad Tecnológica Bolívar. Centro de Formación, AECI, Cartagena de Indias, Colombia, 29 de junio de 2005.

[2] Licenciado en Economía (Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, México), Diplomado en Humanidades clásicas (Centro de Humanidades y Ciencias, Cheshire, Estados Unidos), Bachiller en Filosofía (Universidad Regina Apostolorum, Roma, Italia), Maestro en Ciencias de la familia (Instituto Superior de Estudios para la Familia, Monterrey, México), Maestro en Estudios humanísticos (Centro Panamericano de Humanidades, Monterrey, México).

[3] Maquiavelo, Nicolás. El príncipe. Tercera reimpresión. Losada. México, 1998. pp. 114-115.

[4] Véase, por ejemplo, Borrego, Salvador, América peligra (500 años de azarosa historia de 1419 a 1998). Décima novena edición. Tipografías editoriales. México 1998, pp. 171.

[5] Aunque existen divergencias respecto a la posibilidad de tomar el pensamiento de Aristóteles como un “sistema” (véase por ejemplo Lledo Íñigo, Emilio “Introducción a las éticas”, en: Aristóteles. Ética nicomáquea. Ética eudemia. 6ª reimpresión de la 1ª edición. Gredos. Madrid, 2003. pp. 7-122), frente a quienes hablan de un verdadero corpus aristotelicum (como Larroyo, Francisco, “Estudio introductivo. La metafísica griega hasta Aristóteles”, en: Aristóteles. Metafísica. 14ª edición. Porrúa (Sepan cuántos). México, 1999. pp. xiii-lxii), no cabe duda, en cualquier caso, de que la politica, para el filósofo griego del siglo IV a.C., culmina el camino de la filosofía práctica que ha comenzado en la ética, como bien apunta Tomás de Aquino en el prólogo de su Comentario a la política de Aristóteles (De Aquino, Tomás/De Avernia, Pedro. EUNSA. Navarra, 2001. pp. 31-35) y, en suma, el mismo Aristóteles como se indica más abajo.

[6] Aristóteles. Ética a Nicómaco. Libro X, 1179a-1179b. Sexta reimpresión. Gredos. Madrid 2003. p. 401.

[7] Aristóteles. Política. Libro I, 1252a. Istmo. Madrid, 2005. p. 95.

[8] Aristóteles, Política, Libro I, 1252b, p. 98.

[9] Ibidem, 1253a, p. 99.

[10] Rousseau, Jean-Jacques. Du contrat social. Ou Principes du droit politique et autres écrits autour du Contrat social. Le livre de poche. Paris, 1996. p. 53-55.

[11] Ahumada, Rodrigo. La concepción ética de la política. Scire universitaria. Madrid, 2004. p. 20.

[12] Maritain, Jacques. Los derechos del hombre. Cristianismo y democracia. Palabra. Madrid, 2001, p. 54.

[13] La postura de la joven protagonista, al comienzo de la obra, aunque peligrosa, es correcta. Antígona está en la verdad. Tiene razón cuando apela a aquello que hoy podríamos llamar un “derecho natural”, para enterrar piadosamente a su hermano, aunque pase por encima del decreto legal (“positivo”) de su tío Creontes.

[14] Ahumada, Rodrigo, o. c., p. 21.

[15] Ibidem, p. 22.

[16] Llegado al poder en marzo de 2004.

[17] Véase, por ejemplo,: http://www.ensayistas.org/antologia/XXA/beuchot/beuchot2.htm [Publicado originalmente en (Revista de la UNAM), 567-568 (abril-mayo, 1998): 13. Edición de Nora María Matamoros Franco]

[18] Entre otros, Martín, Francisco, en Historia de la Iglesia (II. La Iglesia en la Época Moderna). Palabra (Colección Pelícano). Madrid, 2000, p. 85.

[19] Votada por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948.

[20] Cardona, Carlos. Ética del quehacer educativo. 2ª edición. RIALP (Biblioteca del Cincuentenario). Madrid, 2001. pp. 20-23.

[21] Piepper, Josef. An Anthology. Ignatius. San Francisco, 1989. p. 161. [Traducción del inglés mía.]

[22] Véase « Autour de la nouvelle Déclaration Universelle des Droits de l’Homme (Introduction aux textes réunis par l’Unesco, juillet-août 1948)» en: Maritain, Jacques, Christianisme & democratie suivi de Les droits de l’homme. Desclée de Brouwer. Paris 2005, pp. 219-224.

[23] Esta conclusión implica una fuerte fundamentación antropológica y metafísica previas, que no se detallan aquí por razones obvias de espacio y tiempo, pero que no faltan en la bibliografía que aquí se cita.

[24] Chalmeta, Gabriel. La justicia política en Tomás de Aquino. Una interpretación del bien común político. Eunsa. Pamplona, 2002. pp. 155-156.

[25] “La esencia del Estado es lo universal en sí y por sí… Su obra…, considerada en relación con el extremo de la individualidad como multitud de los individuos, consiste en una noble función. Por una parte, debe mantenerlos como personas…, y luego promover su bien…, que tiene un lado universal: proteger la familia y guiar la sociedad civil. Pero por otra parte, debe reconducir a ambos –y la entera disposición de ánimo y actividad del individuo, como aquel que aspira a ser un centro por sí- a la vida de la sustancia universal, y en este sentido, como poder libre, debe intervenir en las esferas subordinadas y conservarlas en inmanencia sustancial.” Cursivas mías. En: Hegel, G.W.F. Enciclopedia de las ciencias filosóficas. 7ª edición. Porrúa (Sepan cuántos). México, 1997. pp. 270-271, parágrafo 537.

[26] Jiménez Paniagua, José Ricardo. Alternancia y gobernabilidad. En: Ganadores del cuarto certamen de ensayo “Francisco I. Madero”, Alternancia y gobernabilidad. Instituto Federal Electoral. México, 2000. p. 58.

[27] Véase respecto al amor el tratamiento serio que de él se hace en: Melendo Granados, Tomás. Educación, familia y trabajo. Loma Editorial. México, 1995. pp. 150-167.

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