Thursday 2 August 2007

Luces en la obscuridad

Tiempos de penumbra
Mitos y realidades de la Edad Obscura

"Por espacio de mil años estuvo unida a la mayoría de los pueblos del continente, gracias a su credo mágico e invariable; nunca jamás se había visto una organización tan extendida y tan pacífica. Y una unidad de este género exigía, como era enseñanza de la misma Iglesia, una fe común exaltada por sanciones sobrenaturales más allá de los cambios y efectos corrosivos del tiempo; de aquí que los dogmas, definitivos y bien definidos, fueron arrojados como una concha sobre la mente adolescente de la Europa medieval. Y dentro de esta concha se movió con estrechura la filosofía escolástica yendo de la fe a la razón, y viceversa, en un frustrante circuito de proposiciones fuera de toda crítica y de proposiciones indiscutibles. En el siglo XIII toda la cristiandad se despertó y se vio estimulada por las traducciones de Aristóteles hechas por los árabes y los judíos; pero el poder de la Iglesia fue suficiente para asegurar la transformación mágica de Aristóteles en un teólogo medieval, gracias a Tomás de Aquino y otros más… Tarde o temprano el intelecto europeo se liberaría"(1).


El párrafo no está tomado de algún texto próximo a la Ilustración en el siglo XIX. Tampoco introduce el estudio del tema de la Edad Media en un manual de historia. Se trata –aunque parezca increíble-, de una mención de paso, dentro de un capítulo sobre Bacon, en un manual de Historia de la filosofía publicado en 1998. Después de dedicar poco más de 120 páginas a Platón y Aristóteles, el autor salta directamente a Francis Bacon y a Spinoza, a quienes dedica otras 120 páginas. Sin afán de polemizar, esta referencia sirve para que quede de manifiesto un hecho, bastante actual todavía, en historia del pensamiento: que existe quien considera que entre los siglos VI y XIII no se produjo nada que valga la pena recordar; que en un lapso que equivaldría a más de la edad de la América colonizada (de 1492 para acá), no hubo más que penumbra y sombra en el terreno intelectual. Una obscuridad auspiciada y celosamente guardada por una institución temible y reprobable: la Iglesia católica. Por eso se la ha denominado como Edad Media y a la época que siguió se la denomina como Renacimiento.


Sin embargo la Edad Media, especialmente a partir del período de la Escolástica, tiene muy poco de obscura, incluso si se la considera en el campo del pensamiento. Y parece por lo menos inexacto el presentar a la Iglesia como inhibidora de la cultura o culpable del oscurantismo, cuando constituyó más bien el baluarte del saber durante siglos, protegiendo primero la cultura de la antigüedad de los bárbaros venidos del norte de Europa y desarrollándola y enriqueciéndola después, al grado de que palabras tan comunes en el mundo académico de hoy como escuela, universidad, cátedra, doctor, se remontan a su originadora y promotora en esa época: la Iglesia católica, y a una época: la Edad “Media”.

Llamar media a esta época, equivale casi a decir “lo que quepa entre antigüedad y modernidad”. Se trata de una simplificación aventurada. Pero denominarla oscura denota, en el mejor de los casos, ignorancia. Es desconocer todo mérito a Averroes, Avicena, Avicebron, Tomás de Aquino, Buenaventura, Duns Scoto, Pedro Abelardo, Maimónides, Boecio y Agustín de Hipona. A veces la discusión histórica se mezcla con las opciones religiosas de los historiadores: no se trata aquí de hacer una apología de la Iglesia católica, como tampoco de enjuiciarla a priori. El centro de la cuestión es reconocer los logros de esa época en el campo del pensamiento, como también sus dificultades y limitaciones. Que la Iglesia coincida con la fuente y promoción de la cultura en aquella época, debe llevar a que se analicen las situaciones y los hechos con la misma objetividad con la que se analizaría cualquier otra época, sin prejuicios hacia un lado o hacia otro.

El producto más alto de la cultura medieval, como ya se anticipó arriba, es la universidad, fuente de ebullición intelectual, de discusión, de rigor lógico y seriedad intelectual. De la cultura grecorromana perduran el arte, el pensamiento, la visión de la ciencia, el derecho. La Edad Media prácticamente acoge de la Antigüedad todo menos el politeísmo. El mismo término de clásico para referirse a la Edad Antigua es medieval (“digno de ser visto en clase”).

Con frecuencia –como queda patente en la cita al inicio de este apartado- ciertos autores señalan no sólo a la Iglesia católica, sino incluso a la religión (judía, cristiana, islámica) como una causa de regresión al mito del que con tanto trabajo Tales, Anaxímenes, Anaximandro y los demás filósofos griegos, habían librado al pensamiento durante centurias. Sin embargo parecería a la luz de los hechos que la religión sirve a los pensadores de esta época como un detonador de la actividad especulativa que hace crecer la ciencia en todos sus campos y que prepara, paulatinamente, el desarrollo que tendrá a partir del siglo XIV.

Entre otras cuestiones, los pensadores en esta época se preguntan: la herencia filosófica y científica de Grecia, ¿cómo se relaciona con la revelación?; ¿es posible que se concilien y complementen?, ¿se contradicen? ¿Qué nos dice la razón común a todos los hombres de tal o cual problema para que se acepte o rechace como verdad?

Así, comenta Tomás de Aquino al inicio de su Suma contra gentiles:

"Algunos de los gentiles, como los mahometanos y paganos, no están de acuerdo con nosotros en aceptar algunas partes de la Escritura, de donde podamos convencerlos; aunque con los judíos convenimos en el Antiguo Testamento, y con los herejes en el Nuevo. Mas aquéllos no aceptan ni uno ni otro. Por ello es necesario que acudamos a la razón natural, a la que todos deben asentir, aun cuando en lo referente a Dios la razón tenga algunas deficiencias. Pero al mismo tiempo que mostraremos la verdad que hemos alcanzado con nuestra investigación, indicaremos los errores que quedan excluidos en dicha verdad, y cómo concuerda la fe de la religión cristiana con dicha verdad demostrada"(2).

Maimónides, por su parte, en su Guía de los perplejos, intenta conciliar aristotelismo con judaísmo, y probar la existencia de Dios a partir de los principios extraídos de Aristóteles. Su pensamiento debe algo al de Avicena y Averroes, y es conocido por el Aquinate (3).

De cualquier manera, la actividad intelectual en la Edad Media, si bien es cierto que puede contemplarse bajo el contexto de una época fuerte mente influida por el cristianismo en Europa (tanto que diversos autores hablan de cristiandad cuando se refieren al período), dista mucho de limitarse a una pura discusión de asuntos teológicos, y menos aún a un irresponsable “bautizo” de los autores clásicos, como algunos han querido ver. Patrístistica y escolástica distan mucho de ser un intento de beatificar a Platón y a Aristóteles, forzándolos a decir aquello que nunca dijeron, o situándolos como “pseudoapóstoles” cristianos. Más bien, podría decirse que la Edad Media se caracteriza por no descartar de entrada (como sucederá más tarde en la Edad Moderna) a Dios ni la discusión sobre Él y lo que Le atañe. En la Edad Media aún se deja estar a la teología en la sala de la discusión intelectual.

Tomás de Aquino (por citar un ejemplo, que para nada se pretende presentar como el modelo ni menos el único pensador de esa época), además de los escritos sobre temas teológicos compendiados en la Summa (Dios Uno y Trino, Creación, movimiento libre del hombre hacia Dios, Cristo, camino de vida eterna [4]), escribe opúsculos y “cuestiones disputadas” acerca de temas como los principios de la naturaleza (acto, potencia, materia, forma…), el ser y la esencia, la eternidad del mundo, la unidad del entendimiento, la verdad, el oficio de maestro, el bien, el alma, las criaturas espirituales (5), así como tratados sobre temas más bien políticos las leyes, la justicia y el gobierno. (6)

Juzgando respecto a esta época de la historia humana, Hirschberger opina:

"Un barco puede navegar sobre una corriente llevando una carga preciosa. La nave puede hacer agua, las olas asaltarla, las aguas dañar el cargamento. La mercancía puede también transportarse sin daños, incluso se puede cargar algo en la ruta. Así sucedió con la filosofía, que había llegado de la antigüedad y en la corriente del pensamiento medieval fue llevada hasta las puertas de la edad moderna. Hubo pensadores medievales en los que la carga filosófica iba a flor de agua de la religión. Tales son san Agustín, san Buenaventura y el Cusano. Sin embargo, aún en esos casos se puede distinguir lo que es pensamiento peculiarmente filosófico, y quien conozca a fondo a estos homines religiosi no podrá negar que filosofaron excelentemente. Otros pusieron empeño en conservar la carga intacta y en seco, como Santo Tomás de Aquino. Hasta qué punto se logró esto, lo han de decir en cada caso particular. En todo caso la edad media tomó decididamente partido por la libertad de espíritu. Era doctrina constante que el hombre debe seguir su conciencia personal aun cuando sea errónea… Al estudiar los textos medievales queda uno pasmado de la sagacidad, la exactitud, la lógica y la objetividad de este pensamiento." (7)

Voces de Arabia 

La importancia del pensamiento musulmán en el desarrollo de la filosofía occidental

Los párrafos anteriores dan pauta para mencionar un elemento insoslayable en el estudio de la época: el “factor” árabe. Los siglos anteriores a la Escolástica europea, en que lo que quedaba de la civilización grecorromana y lo que había logrado consolidarse de la civilización cristiana, intentaban avivar el fuego para que no muriera la hoguera del saber en el mundo occidental de entonces, habían constituído en otras partes del mundo siglos de inmenso desarrollo humano, social, económico e intelectual para una la civilización de la Media Luna. Los árabes habían alcanzado un período de esplendor, coincidente con la expansión del islam a través de un mundo que había sido o cristiano o pagano. Tal esplendor –superior en esos años al de la cultura de los países cristianos- se refleja en la profusión y erudición de sus sabios, en la conservación, traducción y propagación de los escritos de la Antigüedad que, después de la clausura de la Academia en Atenas (por orden de Justiniano), los sabios griegos llevaron a Siria y luego a Persia, y que al caer bajo la dominación musulmana viajan, a través del norte de África, hacia occidente, hasta llegar al Califato de Córdoba, donde culmina la edad de oro de la especulación filosófica islámica y judía. (8)

Es en España donde buen número de los escritos de Aristóteles se traducen al árabe y de éste al latín. En latín ingresan a las universidades europeas y sirven como elemento enriquecedor de la especulación filosófica y teológica en las universidades fundadas por los cristianos. En la España de aquella época, bajo Alfonso el Sabio, las tres grandes religiones monoteístas conviven en tolerancia y diálogo. El mismo Tomás de Aquino, sin la interlocución con Averroes, Avicena, Avicebrón, y –a través de ellos- Aristóteles, no sería quien fue desde el punto de vista intelectual y de las aportaciones que realiza a la discusión científica de su tiempo.


La Escuela como centro de un mundo
Aspectos generales de la Escolástica

Primero una nota acerca del término. Escolástica proviene del vocablo latino scholasticus, es decir, que enseña en una escuela. Así era llamado, más específicamente, el que enseñaba las artes liberales (Trivium y Quadrivium) en las escuelas monacales. “Escolástico” vino a designar, después, al maestro que seguía ciertas orientaciones filosóficas y adoptaba ciertos métodos. Aunque también existió esa manera de proceder entre judíos y musulmanes, es más común identificar “escolástica” con “escolástica cristiana”. Las orientaciones filosóficas en cuestión se determinan en gran parte por la elaboración de comentarios y sistemas filosóficos y teológicos que se hallan “dentro” de los dogmas católicos, pero sin que tales dogmas ni la teología correspondiente determinen siempre y unívocamente las reflexiones propiamente filosóficas.

Según Gilson, la escolástica no es una simple continuación de la patrística desde el punto de vista religioso: la misma elaboración filosófica a la que se someterá la verdad religiosa no es más que la prolongación de un esfuerzo que se une con la filosofía griega y llena los siglos precedentes. Para Santo Tomás, como para Abelardo y San Alberto Magno, la filosofía se basta a sí misma, y lo sabido no necesariamente se identifica con lo creíodo. La escolástica ha persistido más allá de la filosofía medieval, incluso hasta la Época contemporánea. Sin embargo, la escolástica constituye el ingrediente filosófico más importante de la Edad Media. (9)

Aunque no existe un acuerdo contundente acerca del inicio y el fin de este período, quizá podría situarse la Escolástica de Carlomagno al Renacimiento, aproximadamente del siglo VIII al XVII. Hay quienes denominan este como el “período de las escuelas”. Para Saranyana (10), la “Edad Media filosófica” comenzaría en 768, cuando Carlo Magno asume al poder, y terminaría hasta el siglo XVII (al concluir las guerras de religión en 1648). Para Zubieta (11) no existe desde el punto de vista filosófico ningún hecho concreto que permita fechar el inicio de la modernidad a no ser por el nacimiento del que ha sido considerado como el primer filósofo (ya netamente) moderno: Descartes (en 1596). La escolástica se divide en tres fases: la primera escolástica (siglos IX al XI, la alta escolástica (siglos XII y XIII) y la baja escolástica o decadencia (siglos XIV a XVII).

Sin embargo, más importante aún que la “periodización” de esta época, es anotar sus elementos característicos. La escolástica no es un sistema filosófico, sino un espíritu, un método, una forma de hacer filosofía, dentro de una pluralidad de puntos de vista acerca de diversos temas. Basten pocos ejemplos para ejemplificar: San Buenaventura y el Beato Duns Scoto creían a todos los seres compuestos de materia y forma; Santo Tomás no lo veía así en el caso de los seres (puramente) espirituales. Santo Tomás mantenía que en cada ser vivo existe sólo una forma sustancial; San Buenaventura y el Duns Scoto hablaban de múltiples formas substanciales en un solo individuo; para San Buenaventura la creación temporal del mundo tenía demostración raconal, para Santo Tomás no repugnaba a la razón ni un origen eterno del mundo ni uno temporal; para Avicena, el ser sobreviene accidentalmente a la esencia, para Santo Tomás el ser actualiza la esencia; para Santo Tomás esencia y ser se dividen realmente, para Duns Scoto la distinción es sólo de razón.

Hacia el año 800, Carlomagno ordena la apertura de escuelas en todos los obispados y monasterios de su Imperio (Sacro, romano-germánico), y establece en su propia corte la Academia Palatina. A finales del siglo XI, gracias la primera Cruzada, se incrementa el intercambio económico entre Oriente y Occidente, y va despuntando la clase burguesa, propulsada por el comercio. Se van erigiendo escuelas urbanas y ya para el siglo XIII se han fundado importantes universidades (por ejemplo la de París hacia 1200), mediante la agrupación de maestros y alumnos pertenecientes a las escuelas catedralicias de Notre Dame, en cuatro facultades: teólogos, artistas (posteriormente filósofos), decretistas y médicos. En los estatutos (otorgados en 1215 a esa misma universidad) se establecían los grados de bachiller, mediante examen ante un tribunal de maestros; después de dos años en el que debía leer y comentar algunos textos asignados e intervenir en cuestiones disputadas organizadas por la universidad, se obtenía el grado de maestro en Artes. En la facultad de teología se pasaba por un proceso parecido: primero por un estudio de la Biblia, de donde se terminaba como bachiller bíblico, posteriormennte por el estudio de los Padres de la Iglesia, típicamente sintetizados en las Sententiae de Pedro Lombardo; así se obtenía el grado de bachiller sentenciario. Completado el ciclo el estudiante que se demostrara capaz podía obtener una licentia docendi, que lo capacitaba para enseñar en cualquier centro de la cristiandad (10).

La enseñanza en las universidades se impartía bajo dos formas: la lectio y la disputatio. Al principio se aplicó la primera de estas formas al estudio e interpretación de la Sagrada Escritura: el texto se leía y se comentaba a la luz de la autoridad de los Santos Padres. De la lectio surgieron también la glosa (más breve) y el commentum (comentario de textos sagrados, de obras clásicas o de sententiae). También de la lectio derivaron después las quaestiones (preguntas del maestro o de los estudiantes sobre lo leído) y las disputationes (sobre esos mismos temas). Además se celebraban –por lo general dos veces al año- quaestiones quodlibetales (“sobre cualquier tema”), en las que el maestro enfrentaba problemas que se le plantearan. El maestro en este caso requería gran presencia y una competencia casi universal. Tenía derecho a prescindir de las preguntas que estimara inoportunas o indiscretas, pero no podía abusar de este recurso. Debía responder a las preguntas y objeciones de los que asistían, fueran ocasionales o adversarios, le formularan; también podía exponer o refutar tesis que le interesaran (11).

La Escolástica conviene ser considerada en su justa medida. Tuvo méritos y limitaciones. Se situó en un contexto de fuerte religiosidad. Bebió de las fuentes de la antigüedad, como se habían podido conservar en Occidente primero, y como llegaron a través de traducciones indirectas (del árabe, por España) primero y directas (del griego, sobre todo por Italia) después. Un período en el que el pensamiento dejó en espera algunos aspectos del conocimiento, eminentemente los que tenían que ver con las ciencias físicas, las matemáticas, etc., pero que desarrolla hasta un nivel hasta entonces nunca antes logrado, una síntesis de saber “profano” y religiones –al menos en cuanto se refiere a las monoteístas-. Un período en el que surgen las universidades, fuentes de conocimiento, focos de irraciación de cultura y en el que la actividad científica se revoluciona gracias al intercambio de maestros y alumnos, y sobre todo de ideas, entre Oxford y Salamnaca, París y Nápoles, Colonia y Bolonia. Una época donde se eleva la especulación, sostenida por un rigor lógico y una seriedad en la argumentación (aunque durante la decadencia este aspecto degenerara en ergotismo). Una edad en la que algunas áreas del saber no se investigaban por considerarse ya zanjadas en la Escritura o en la autoridad de algún maestro clásico (el caso de las teorías de Aristóteles acerca de la composición del cielo sirve como ejemplo).

En definitiva, una época que va tratada como cualquier otra anterior o posterior, que va criticada en sus fallos y exaltada en sus aciertos, pero que no puede negarse u omitirse por una especie de capricho intelectual.


Dos alas de un mismo vuelo
La pretensión de armonía entre fe y razón en el pensamiento tomista

Tema privilegiado de esta época, como ya se ha anotado en párrafos anteriores, es de las relaciones que existen entre la fe y la razón, entre la teología y la filosofía, entre el conocimiento natural y el revelado. Ante todo, surgen dos preguntas cruciales: 1ª ¿Es posible hablar de un conocimiento natural autónomo y de un conocimiento revelado válido?; 2ª En caso de que sí, ¿cuál de ellos es más importante?, supuesto un conflicto, ¿cuál debe ceder?, ¿puede considerarse uno como instrumento (del otro)?

Estas cuestiones no eran quizá nuevas, pero definitivamente cobran una atención creciente a medida que la teología se va consolidando como la avanzada más audaz del cristianismo (se omitirá el necesario abordaje de esta cuestión bajo las perspectivas del Islam y el judaísmo dados los modestos alcances de este trabajo, no porque no debieran analizarse también) en el terreno del conocimiento. No por nada Santo Tomás comienza (Quaestio prima) su Summa theologiae precisamente indagando la posibilidad, la necesidad, la licitud y, en fin, el objeto y alcance de una sacra doctrina (4). Sin menospreciar de ningún modo las aportaciones de los numerosos autores medievales que estudiaron el tema, por razones de brevedad se limita aquí el trabajo a ver cómo afronta la cuestión uno solo de los maestros medievales, Santo Tomás de Aquino.

En opinión de Tomás Melendo (12), el cristianismo, aunque propiamente es una religión y no una filosofía, contiene un repertorio de verdades que confieren respuesta a las cuestiones más arduas planteadas por los clásicos. Para él, la contribución del cristianismo a la filosofía (de Occidente) ha sido la de más alcance en toda la historia de la humanidad. Los contenidos revelados confirmarían y otorgarían su pleno valor a descubrimientos que los pensadores precedentes habían aventurado de una manera más o menos clara y cierta, como lo relativo al espíritu, las relaciones alma y cuerpo, o la existencia de un más allá después de la muerte. Por otra parte habría dado vida a nuevas categorías, apenas vislumbradas antes, como la creación ex nihilo, la realidad de la persona, la comprensión de Dios como Ser y Amor y la del hombre como realidad destinada a la entrega, y otras. Estas contribuciones, sin embargo, no implicarían ruptura con el mundo griego, sino una complementación en aquello a lo que el puro pensamiento “natural” no habría podido llegar sin la revelación.

Exisitiría, de acuerdo con Melendo, una continuidad recíproca entre razón y fe, habría provocado un crecimiento no sólo de la teología sino de la filosofía que madura en su seno. Y esto primeramente en cuanto a la concepción misma de la filosofía, que a partir del medioevo se percibiría como participación de una sabiduría superior (el justo conocimiento que Dios tiene de sí y que en lo posible revela a los hombres). Cuanto procede de Dios (todo) constituiría tema virtual del amante de la sabiduría. Ese Dios se erigiría en destinto terminal del ser humano, y en principio unificador de todo su saber y su vida. En segundo lugar, la filosofía del ser, que permitiría articular de forma más perfecta los distintos saberes filosóficos y resolver cuestiones que a los pensadores griegos se presentaban como aporías. Por ejemplo establecer el contenido de la felicidad. El pensamiento de Santo Tomás permitiría también esclarecer la diferente valoración entre el bien técnico y el bien moral, sin abandonar por ello los terrenos de la filosofía primera de Aristóteles, por cuanto acción técnica y operación ética no son sino distintas modulaciones del mismo acto de ser.

Para Santo Tomás, Dios, Verdad absoluta, que no puede engañarse ni engañarnos, es el autor tanto de la naturaleza (o “revelación natural”), cuanto de la fe (o “revelación sobrnatural). Lo que llega a través de una de esas fuentes no puede negar lo que se comunica a través de al otra. Resultaría absurdo que Dios, Verdad y Bondad infinitas, que ama al hombre hasta el abismo de entregarse a la muerte por él, hubiera puesto en la inteligencia de éste la capacidad de descubrir, al contacto con el mundo creado, “verdades” que no sólo no apoyaran, sino que contradijeran lo revelado por la Verdad que ha de conducir al hombre hasta su destino definitivo.

Según Fabro (13), Santo Tomás fue el primero en concebir la teología como “ciencia” en sentido riguroso. Los conceptos filosóficos asumidos por la teología trascenderían el significado de los sistemas históricos (platónico, aristotélico…) a los que pertenecen, y obtendrían una evidencia y seguridad superiores en cuanto que han sido elevados a un orden superior (por ejemplo en los conceptos de naturaleza, persona, relación, causa). La neta distinción tomista entre fe y razón, en comparación con la escuela agustiniana, resulta también de la polémica suscitada por el texto aristotélico acerca de la eternidad del mundo. Santo Tomás niega a los averroístas su pretensión de una demostrabilidad racional de la creatio ab aeterno y confuta el error de un mundo eterno puesto en causa, y declara de manera categórica que el principio temporal del mundo es un artículo de fe. Con esta distinción entre razón y fe, Santo Tomás abría la posibilidad al desarrollo de la teología como ciencia. La originalidad de la obra de Santo Tomás está en el proyecto, audazmente realizado, de manejar los principios aristotélicos en el clima de la revelación cristiana, de haber reflexionado sobre el dogma según el sano naturalismo de Aristóteles.

¿Logra, pues, el Aquinate, esa pretendida armonía entre fe y razón, entre filosofía y teología? Una fuente importante a este respecto lo constituye el Magisterio de la Iglesia. Y antes de continuar conviene que se aclare en qué sentido. En el plano del pensamiento, la Iglesia católica, no tiene una corriente filosófica “oficial”, sino que más bien indica lo que en un sistema filosófico puede ser incompatible con la fe (13). Es conciente de que en su seno se agrupan miembros de esa misma Iglesia, deudores de diferentes tradiciones culturales y diversas orientaciones filosóficas (que luego repercuten en el campo teológico). Y sabe, además, el peso que su palabra a nivel de Magisterio puede tener para inclinar “la balanza” de las corrientes hacia un lado u otro.

Ese Magisterio, hechas las precisiones que se mencionan en las líneas precedentes, con frecuencia ha invocado a Santo Tomás de Aquino como una buena referencia en el tratamiento de diversos temas, entre otros el de las relaciones entre fe y la razón, entre filosofía y teología. Acudamos al texto más reciente del Magisterio eclesiástico al respecto, intentando, al margen de la autoridad que tiene para el creyento, descubrir los motivos –también los de orden racional, filosófico- que han llevado a lo largo del tiempo a pensar en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino como “novedad perenne”:

Un puesto singular en este largo camino corresponde a Santo Tomás, no sólo por el contenido de su doctrina, sino también por la relación dialogal que supo establecer con el pensamiento árabe y hebreo de su tiempo. En una época en la que los pensadores cristtianos descubrieron los tesoros de la filosofía antigua, y más concretamente la aristotélica, tuvo el gran mérico de destacar la armonía que existe entre la razón y la fe. Argumentaba que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por tanto, no pueden contradecirse entre sí… Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede contribuir a la comprensión de la revelación divina. La fe, por tanto, no teme la razón, sino que la busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón. Aun señalando con fuerza el carácter sobrenatural de la fe, el Doctor Angélico no ha olvidado el valor de su carácter racional; sino que ha sabido profundizar y precisar este sentido. En efecto, la fe es de algún modo “ejercicio del pensamiento”; la razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente. (13)

Más adelante Juan Pablo II añade:

"Precisamente por este motivo la Iglesia ha propuesto siempre a Santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología... El Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad universal, objetiva y trascendente, alcanzó “cotas que la inteligencia humana jamás podría haber pensado”. Con razón, pues, se le puede llamar “apóstol de la verdad”. Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad de la verdad. Su filosofía es verdaderamente la filosofía del ser y no del simple parecer."(13)

Sin ningún ánimo de “canonizar” ninguna filosofía, como el mismo Papa advierte en su Encíclica, y sin cerrar las puertas a los progresos que surgieron y seguirán surgiendo después de Santo Tomás, parecería que el Magisterio eclesiástico, sea a través de sus obispos reunidos en Concilio y presididos por el Vicario de Cristo, sea por medio de diversos Papas a partir de la muerte del Doctor communis, lo han visto como modelo a seguir por los pensadores de todos los tiempos, al punto de nombrarlo patrono de los intelectuales católicos. De todos modos, no es esta parte, el argumentum auctoritatis el que interesa para efectos de este trabajo, sino el resaltar las razones que ofrece el Magisterio (y que se sintetizan bastante bien en las últimas dos citas) para señalarlo como punto de referencia para todos los pensadores.

REFERENCIAS

(1) DURANT, Will. Historia del a filosofía. Diana. Octava impresión. México, 1998.
(2) AQUINO, Tomás de. Suma contra gentiles. Porrúa. Cuarta edición. México, 1998. Página 2.
(3) COLLINSON, Diané. Fifty Major Philosophers. Routledge. Sexta reimpresión. Nueva York, 1998.
(4) AQUINO, Tomás de. Suma de teología. Biblioteca de Autores Cristianos. Reimpresión de la cuarta edición. Madrid, 2001.
(5) AQUINO, Tomás de. Opúsculos y cuestiones selectas. Edición Bilingüe. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2001.
(6) AQUINO, Tomás de. Tratado de la ley. Tratado de la justicia. Gobierno de los príncipes. Porrúa. Sexta edición. México, 1998.
(7) HIRSCHBERGER, Johannes. Breve historia de la filosofía. Herder. Décimo tercera edición. Barcelona, 1998. Página 86.
(8) GAMBRA, Rafael. Historia sencilla de la filosofía. Minos. Cuarta reimpresión de la quinta edición. México, 2003.
(9) FERRATER MORA, José. Diccionario de filosofía. Ariel Filosofía. Primera reimpresión. Barcelona, 1999.
(10) SARANYANA, Josep-Ignasi. Historia de la filosofía medieval. Eunsa. Tercera edición. Pamplona, 1999. Páginas 28 y 29.
(11) GOÑI ZUBIETA, Carlos. Historia de la filosofía. Casals. Barcelona, 1999.
(12) MELENDO, Tomás. Introducción a la filosofía. EUNSA. Primera edición. Pamplona, 2001.
(13) FABRO, Cornelio. Introducción al tomismo. Rialp. Madrid, 1999.
(14) JUAN PABLO II. Fe y razón. Ediciones Paulinas. Séptima edición. México, 1999. Página 52 y siguientes.

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