Las divisiones de América
Yo siempre he pensado que nuestra América es una. En algunos países –sobre todo anglosajones- cuando se estudia geografía se divide nuestra extensa tierra en dos “continentes”: Norteamérica, que incluye Alaska, Canadá y Estados Unidos; y “Sudamérica”, que comienza en la frontera sur de California y se extiende a Arizona, Nuevo México y Texas. Otras clasificaciones geográficas, quizá más sensibles a lo “geográfico”, hablan de Norteamérica (Estados Unidos y Canadá), América Central (de México a Panamá) y Sudamérica. Como además llaman a Estados Unidos de América, simplemente “América”, la confusión para los niños de educación elemental crece y sus profesores, para distinguir, terminan llamando al Continente Americano “Las Américas”.
En los países de habla hispana se ha privilegiado más la distinción entre Canadá y Estados Unidos, por un lado, e Iberoamérica por el otro. Sin incurrir en barbaridades geográficas (se reconoce América como un continente), sí se separa con un término aquella parte que guarda especiales nexos con la “Iberia” –donde se incluyen España y Portugal-. Otros, hablan de Norteamérica, Hispanoamérica “y Brasil”.
Una clasificación más, al parecer propugnada por países europeos a los que preocupaba un protagonismo excesivo de España en este asunto, fue la de Norteamérica (angloparlante) y Latinoamérica. Esta nomenclatura ha tenido una difusión amplia por dos motivos: en primer lugar no restringe a uno el idioma que hablamos los latinoamericanos, y en segundo lugar porque hace fácil para los anglosajones el denominar a ese grupo extraño a su cultura -pero extrañamente similar entre sí- con un vocablo sencillo. Así en Estados Unidos se ha venido a llamar a los americanos de raigambre no anglosajona simplemente “latinos”.
Etiquetas incómodas
Sin embargo esas clasificaciones y subdivisiones reducen terminológicamente lo que en realidad es mucho más grande. Que Chihuahua, Sonora, Baja California, Nuevo León y Tamaulipas sean “Sudamérica” me resulta irrisorio, absurdo. Además no se resuelve el problema de que ambos “continentes” están unidos por tierra. Sería un caso inusual de geografía.
Lo mismo en el caso de una Norteamérica que deja fuera a México, situado en buena parte bastante al norte del continente como para considerarlo parte de América Central. Y si, por otro lado, se deja a México fuera de Centroamérica este “continente” se vuelve bastante pequeño y, otra vez, unido por tierra de norte y sur, salvo por el canal de Panamá. Sólo en esa fracción continental se podría hablar de división (si bien artificial) en distintos "continentes". ¿Pero qué pasaría con los panameños? ¿Aquellos al norte del canal formarían parte de “Norteamérica” y los situados al sur, de “Sudamérica”? ¿Y qué pasaría con las numerosas islas que forman parte de América, serían ellas también distintos “continentes”?
La clasificación que habla de Iberoamérica y, con mayor razón, la que enuncia una Hispanoamérica, denota parte de la realidad, pero a veces un poco forzada. Portugal y Brasil entran casi con calzador en el primer caso, y quedan fuera en el segundo. Y Brasil es un gigante en todo sentido, un líder bastante notable como para obviarlo.
Por último nos queda el término “Latinoamérica”, que parece en muchas ocasiones sacarnos del apuro. En principio se define como la parte del continente que comienza con la frontera norte mexicana y corre hasta Argentina y Chile. Sin embargo el término no deja de ser impreciso, más aún cuando se lo encoge a “latino”. “Latino” en estricto sentido de la palabra se refiere a un habitante de la región italiana de Lacio. O por extensión quizá a aquellos pueblos que estuvieron subyugados por el Imperio Romano y cuyas lenguas (romances) vinieron a derivarse del latín. Entonces “latinos” serían tanto los rumanos como los italianos; los franceses como los portugueses. Y si se completa como Latinoamérica bajo el entendido de que se quiere dar a entender el grupo de pueblos que hablan lenguas derivadas del latín, entonces hay que incluir dentro de la clasificación a Quebec, a la mitad de California, a más de la tercera parte de Texas y a otros centros urbanos en Estados Unidos y Canadá donde se hablan francés, español, portugués e italiano.
Y no hemos mencionado la “Amerindia”. Esos grupos situados en una superficie de más de 15,000 km de largo, con lenguas propias, que habitaban América incluso antes de que Roma se fundara en Europa. Grupos cuyos orígenes podrían estar en la Asia del norte y que cruzaron por lo que hoy es el estrecho de Bering y luego viajaron hacia el sur; o que llegaron navegando desde islas del Pacífico en sucesivas oleadas: no se sabe con certeza. Ellos también llegaron un día a nuestra tierra común, como –hay quienes lo aseguran- los escandinavos vikingos, y los europeos y los africanos después. Y cuando hablamos de una América “hispana”, “francesa”, “portuguesa”, “inglesa” o “latina”, los dejamos fuera de toda clasificación y memoria histórica. Todavía hoy viven y mantienen en la medida de lo posible sus tradiciones y sus familias lingüísticas: la aleutiana-esquimal, la na-dené (atapasca), la algonquina, la hoka-siux, la uto-azteca, la otomí, la mixteca y la zapoteca, la chibcha, la arawak, la maya-zoque, la quechua, la aymará, la tupi-guaraní, la ge, la pana, la guaicurú, la araucana, la chon… Y quedan fuera de clasificación porque no son europeos de origen. Pero son americanos como el resto.
Un continente análogo
Que sea difícil encontrar consensos, que el español se parezca más al portugués que al inglés, que históricamente se hayan dado invasiones, descaradas intromisiones, injusticias territoriales y guerras intestinas en el continente desafortunadamente no se puede negar. No sólo ha habido diferencias lingüísticas, sino también religiosas. El famoso Batallón de San Patricio venía desde Irlanda para apoyar a Estados Unidos en la guerra de los años cuarenta del siglo XIX contra México. Cuando sus integrantes se percataron de la situación -el país protestante invadiendo al católico injustamente-, no pudieron sino advertir una gran similitud entre esta y la lucha de otro país protestante (Inglaterra) atacando a uno católico (la propia Irlanda). Por eso los soldados irlandeses volvieron sus armas contra el país del norte y murieron luchando a favor de México. Desde entonces ese heroico Batallón tiene un lugar muy especial en el corazón de los mexicanos.
Pero, de nuevo, América es distinta ya. Aunque aquí vive la mayor parte de los católicos del planeta, sería muy difícil denominarnos como continente católico, o siquiera hablar de Argentina, Brasil o México como "países católicos", pues hay quienes viven ahí y no profesan esa fe; o de Estados Unidos (cuyo número de católicos sigue de cerca a los de Brasil y México), como "país protestante". Aquel dicho de la Europa Moderna, de que el pueblo tenía la religión que adoptara su rey, suena anacrónico.
En resumen, así como resulta muy difícil e impreciso dividir a América por grupos lingüísticos, también lo es separarla por religiones. Y lo mismo pasaría si tratáramos de clasificarla con base a los orígenes de la inmigración. ¿Dónde quedarían los miles y miles de africanos que bajaron un día de los barcos para trabajar las plantaciones de los europeos en América toda (norte, centro, sur)? ¿Y los asiáticos que en los últimos dos siglos se han asentado en distintos puntos del continente?
Hoy nuestra América es una. No me refiero a un conjunto monolítico de misma raza, misma lengua o religión. Eso no existe y está claro. Pero sí tenemos una historia, una geografía, una cultura común. El que no todos provengamos del mismo pueblo europeo (o asiático, o africano u oceánico) o pertenezcamos al mismo grupo lingüístico o religioso, no significa tampoco que no tengamos nada en común, que seamos irreconciliablemente distintos. Y lo importante es que, si encontramos esos puntos en común, el potencial de América es inmenso, desde la perspectiva cultural, política, económica y social. Querer la unidad posible, no significa plegarse al imperialismo de un presidente ni a los caprichos dictatoriales de otro. Querer la unidad posible es atender no a abstracciones históricas o ideológicas, sino al americano de hoy, en Bolivia, en Chile, en Canadá. Es buscar en un pasado común la razón para la cooperación presente. Es aprovechar el potencial de nuestros jóvenes, escritores, intelectuales, científicos. Es relacionarnos, sí, con Europa, pero también con África -de ese mismo lado del Atlántico- y con Asia y Oceanía -del lado del Pacífico-. Es conocer la belleza de Cuba pero también la de Paraguay, la de Perú y la de El Salvador, la de Argentina y la de Colombia. Es reunir a nuestros jóvenes y ponerlos a dialogar, a perfilar proyectos, a compartir su alegría, a cantar y soñar juntos.
América hoy alberga a los países de habla española y de habla portuguesa más poblados del mundo, y al segundo de habla inglesa y más rico del orbe; al segundo país más grande de la tierra en extensión geográfica; a una de las colosales economías emergentes llamadas “BRIC” (Brasil, Rusia, India, China). América podría ir más allá de la cooperación regional (Cono Sur, Mesoamérica, Norteamérica). Sin posiciones unívocas (pensar que todos somos una cosa sin diferencias). Sin posiciones equívocas (creer que nadie tiene que ver nada con los demás). Una América análoga, que como archipiélago abarque islas distintas con una vocación común; que no olvide las grandes heridas históricas pero que esté abierta a la reconciliación; que entienda sus debilidades pero también su potencial enorme; que no niegue las rivalidades internas pero que sea capaz de hacer un frente común en el concierto mundial.