Thursday, 29 September 2011

El amor como sentido del hombre en Carlos Cardona

Prefacio

El presente estudio tiene como propósito presentar a un pensador que murió hace apenas doce años, y que por varios motivos pudiera considerarse un “hereje” para la ortodoxia que dictan las corrientes filosóficas en boga hoy. No se trata, todavía, de un filósofo reconocido ampliamente, ni de uno muy popular: su discurso es profundo y a veces resulta arduo de leer. Sin embargo —es la opinión que se mantiene aquí— su pensamiento es sumamente valioso. Va directamente al núcleo de los problemas más intrincados de la filosofía actual, y, sobre todo en el ámbito de la metafísica, aporta vías de solución que merecen un atento análisis.


El tema del amor no queda exento. Su situación en los campos ético y antropológico llega a la total confusión o, peor, al sinsentido y la cosificación. Y el fondo del problema es —eso creemos aquí— de índole metafísica. Por eso se emprende una descripción del pensamiento de Cardona al respecto, en tres momentos: primero, la fundamentación del amor en el acto de ser, segundo en la explicación de toda la realidad a través del amor, y tercero, su importancia como sentido del hombre. Como conclusión se valora suscintamente el aporte de Cardona al tema.

Introducción: Carlos Cardona y su tiempo

Carlos Cardona mereció para sí, por su trabajo en el campo intelectual, un adjetivo que él usaba para los grandes filósofos: el de pensador esencial [1]. Fuera de un reducido círculo de alumnos y amigos, pocos supieron de él durante su vida, que no duró más que sesenta y tres años. Escribió sólo siete libros (uno de ellos de poemas)[2], y aunque colaboró en diversas publicaciones, su obra no es muy extensa ni abarca un gran número de ámbitos del saber. Según Melendo[3], en ciertos momentos de su vida, debido a la cantidad de trabajo que tenía, sólo pudo dedicar una hora diaria a la redacción de sus libros. Y sin embargo es intensamente profundo.


Su estudio gravitó siempre en torno a la metafísica. Aunque murió cinco años antes de la aparición de la Fides et ratio, publicada en 1998, se insertó —perfecta y como anticipadamente— en su espíritu. Parecía, en efecto, haber intuido que el atasco del pensamiento contemporáneo, precipitado finalmente hacia el nihilismo después de los fallidos experimentos modernistas; y que la incapacidad patente de comunicación entre la fe y la cultura, e incluso entre la filosofía (como sabiduría) y las ciencias particulares; que ese atasco, pues, se originaba en la casi extinción de la metafísica y su expulsión del campo del conocimiento. Tenía muy clara su misión intelectual y, aunque avanzaba con lentitud, sabía muy bien a dónde quería llegar:


"Precisamente lo que propugno es una filosofía que no sea una 'especialidad', sino el saber de todo hombre que viva humanamente. En efecto, desde hace bastante tiempo la enseñanza de la filosofía aparece como una especialidad más, de escaso interés y utilidad por otra parte: como un apéndice cultural o erudito. Esta recuperación, ya lo he dicho, se nos presenta como una tarea de bastantes años, y además como un logro que ha de ser conjunto, mancomunado. Y en eso estoy: primero, en el establecimiento de esa metafísica fundamental, tratando de hacer un claro en el laberinto de las filosofías de la inmanencia; y luego, intentando hacerla conocer y practicar."[4]

Una metafísica que se había ido degenerando desde la Escolástica tardía, ya decadente, que olvidó, a la muerte de Santo Tomás, un aspecto esencial, insoslayable [5] de su planteamiento, el hallazgo del acto de ser:


"Es la noción metafísica de acto de ser, intensivo y emergente, y su articulación mediante la noción de participación trascendental, lo único que puede remitirnos la recuperación de la unidad del ente y de su dinamismo intrínseco. Hay que recordar que la unidad es propiedad trascendental del ser y que, por tanto, en la medida en que el ente es, es uno. Sólo Dios es uno por esencia, de manera que todo en Él es uno e idéntico. Pero todo lo creado, en la medida en que participa del ser, participa de esa unidad, y de esa identidad. Todo en mí es también uno e idéntico (en el sujeto, en mi persona, que es mi todo), pero por participación. La Diremtion, el dirimirse originario de la creación passive sumpta (en su término pasivo), la descomposición real (esencia y acto de ser, substancia y accidente, esencia y potencias, ente y acción) se hace simultáneamente composición real, en virtud del acto de ser, de cuya riqueza intensiva brota, como de su fuente intrínseca única, la multiplicidad unitaria. Hay menos unidad donde hay menos acto de ser. Y hay menos acción donde hay menos acto de ser."[6]

El acto de ser fue perdiendo su color, ese carácter “intensivo y emergente” y fue contrayéndose hasta quedar petrificado en puro concepto, para convertirse en existentia. Ya los primeros modernos —y Descartes manifiestamente [7]— comenzaron la construcción de sus sistemas inmanentistas bajo este entendido. El ser como acto primero y fundamental del ente, una de las mayores aportaciones de Santo Tomás de Aquino a la filosofía, quedaba sepultado así en el olvido[8]. Un olvido del ser que, siglos más tarde, Heidegger denunciaría atinadamente, aunque sin posibilidad —desde el encierro inmanentista del que no pudo salir— de ofrecer solución[9].


En la Fides et ratio Juan Pablo II pedía atender a la metafísica e invitaba a filósofos, profesores e investigadores, a explorar este campo y encontrar en él una fundamentación sólida del hombre y de la ética[10]. La metafísica, punto de encuentro entre el esfuerzo extremo de la razón natural por escudriñar los cimientos radicales de la realidad y el denuedo máximo de la razón sobrenatural por desentrañar los misterios de la Revelación, resultaba, pues, el camino de salida del atasco modernista en el que se encuentra el pensamiento humano:


"La consecuencia más lamentable de esta situación es la desintegración de la humanidad de la persona: sus conocimientos teoréticos y prácticos… siguen permaneciendo… en compartimientos estancos, incomunicados entre sí e incapaces de dirigir y regular de modo inteligente la totalidad de la conducta. Ese lamentable resultado se ha querido subsanar, durante los últimos siglos, mediante la fe religiosa. Pero de una parte se originaba así una penosa fractura interior entre los conocimientos naturales de la cultura de la persona y los que su fe le proporcionaba: resultaban dos mundos aparte, incomunicados y heterogéneos. No raramente eso concluía en una verdadera esquizofrenia…"[11]

Una situación, por lo demás, que el pensador catalán llegó a estudiar y desvelar en toda su crudeza de manera palpable, en una serie de reducciones falsificadoras que resumía así:


"(…) la verdad se entiende como certeza (primado de la exactitud…)... el bien entendido como placer (entronización del egoísmo, porque el placer es radicalmente individual y subjetivo); la eternidad es vista como temporalidad ilimitada (y sobreviene la obsesión por la salud, como secularización de la salus aeterna); la libertad es concebida y querida como irresponsabilidad (y así se legitima la inmoralidad); la contemplación viene a ser simplemente acción (que será la undécima tesis marxiana sobre Feuerbach, y que abre paso al culto a la tecnología); la trascendencia se resuelve en inmanencia (y se institucionaliza la irreligiosidad, al menos como “verdad social o común”); el ser se disuelve en el aparecer (y se establece el predominio de la sensualidad y de la ficción); el valor se reduce a utilidad (lo que hace del dinero la medida real y efectiva de cualquier trabajo); etc. El resultado global —que encuentra también su intento de justificación “científica”— es que el hombre pasa a ser visto como un animal bastante evolucionado."[12]

¿Pero, cuál es la causa de tal situación? Cardona creía que buena parte estaba en una filosofía mal hecha [13], que en vez de enlazar cultura, teología, ciencia y vida cotidiana, las había incomunicado. Al mismo tiempo, la ciencia humana buscaba por su parte la emancipación de la filosofía, de esa filosofía que poco a poco había perdido mordiente y que, al final, era una triste caricatura, poco más que simple lógica. Puesto que ninguna ciencia (particular) es sabiduría, ninguna podía abarcar la realidad como un todo —al modo como, en su respectivo campo, lo hacen la filosofía o la teología—. Una solución de remiendo consistió entonces en reducir la realidad a ciertas categorías manejables bajo la disciplina que iba a gobernar a las demás. Si, por ejemplo, se trataba de la matemática, todo aquello que no pudiera cuantificarse sería “no científico”. El resultado fue no la explicación de la realidad, sino un empobrecimiento del que aún no sale el pensamiento contemporáneo:


"Desde el amanecer de la Modernidad, diversas ciencias sectoriales se han querido arrogar la condición de scientia princeps (la matemática, la física, la psicología, la historia, la sociología, la economía…), sin lograr su objetivo. Y no lo han logrado al excluir grandes sectores de la realidad, que de esa manera permanecían enigmáticos y abandonados a la doxa, a una opinión subjetiva, sentimental e incomunicable. Entre esos sectores —esenciales para la persona— estaban la ética y otros más trascendentales aún."[14]

¿Qué sectores podrían ser “más trascendentales aún”? Seguramente se estaba refiriendo a la antropología, que funda la ética, pero no sólo: también y principalmente a la metafísica, de la que parte la antropología (filosófica). No hay que olvidar tampoco la teología, que en cuanto disciplina científica ha sufrido la erosión profunda que sobre la ciencia ha traído la Modernidad. Una Era que ha tenido el “mérito” de derribar la conexión entre teoría y praxis, entre sentido y acción. Ya Kant había afirmado que ser, evidentemente, no es un predicado real, sino simplemente la cópula de un juicio [15]; y había decretado que llegar a la existencia de Dios por la observación del mundo era imposible, y sólo —y tal vez— se alcanzaría mediante una prueba ontológica sacada de simples conceptos de la razón[16]. Lo teórico, por otra parte, se devaluaba cada vez más en favor de lo práctico, como si fueran opuestos, y como si el escoger uno conllevara excluir al otro, muy lejos ya de su significado primigenio y vital para el desarrollo de la cultura[17]. El hombre de hoy puede hacer muchas cosas, pero cada vez sabe menos por qué. La erosión metafísica ha sido tan fuerte, que hoy ya no sólo está en riesgo el sentido de algunas actividades, por ejemplo del trabajo, sino el de la vida misma, el de la existencia humana. Cardona describe la situación como “dramática”:


"Paradójicamente ha sido la Modernidad la que ha establecido la ruptura y la incomunicación entre la teoría y la praxis, y lo ha hecho con un fin “práctico” (adueñarse del mundo material) y con un medio “teórico” (la razón cuantificadora y matemática). Sus resultados materiales son patentes, y lo es igualmente su inanidad propiamente cognoscitiva. Para el hombre realmente humano eso resulta dramático, y le sume en el agnosticismo de una vida sin sentido, donde no hay más aspiración que el placer (sensual, en definitiva). A la vista del fracaso globalmente humano de la operación, hemos de desandar ese camino sin salida."[18]

El pensamiento inmanentista, buscando un fundamento del ser, de la realidad toda, que no sea Dios (y menos un Dios creador), termina en la autofundamentación del sujeto, que sólo es posible a nivel lógico —no puedo autofundarme yo que no me he creado—. La desembocadura de ese camino es la nada y, si se es consecuente hasta el final, el sinsentido:


"Mientras la opción del ser es una apertura incondicionada, de plena disponibilidad para el Ser —incluyendo, por tanto, la posibilidad de una Revelación—, la opción de inmanencia, la reversión total sobre el propio pensamiento, sobre el ser del pensamiento que pongo al pensar, cierra la apertura a lo recibido y abre la espiral hacia la nada. Porque —y esto se sabe desde el realismo— yo no me sostengo a mí mismo en el ser. De mí mismo, el fundamento, el origen es sólo la nada. La creación es precisamente la posición del ser ex nihilo et subiecti, por una potencia infinita que no necesita educirlo de algo preexistente, que lo causa del todo. Nuestra independiencia ontológica está sólo en la nada: ahí ya no necesitamos fundamento extrínseco alguno, sencillamente porque ya no somos. Sólo hay dos independiencias absolutas: la de Dios y la de la nada. La primera es positiva, consecuencia de plenitud de ser. La segunda es puramente negativa y de razón."[19]

Debe incluirse a Dios de nuevo en el pensamiento filosófico. Para Cardona, Dios sí cuenta, y habla de Él con bastante desenvoltura, un desenfado que sorprende en una época en la que la ortodoxia intelectual dicta que se abstraiga de toda discusión seria todo aquello que no se pueda medir ni pesar. Cardona, al tiempo que se atreve a entrar en esa esfera tan connatural a la metafísica como es la de lo inmaterial —o incorpóreo— [20] (aunque igualmente lo es la de lo material), lo hace con cuidado, midiendo cada palabra, encadenando cada razonamiento con gran pulcritud intelectual. Se trata de un planteamiento serio, vigoroso, en un plano objetivo, con pretensión de verdad y no sólo de opinión. Esto hay que aclararlo por la difusión que el vocablo “amor” tiene y por los distintos usos que se le da en el lenguaje (y que han llegado a desfigurar su significado hasta que se han hecho necesarios los adjetivos para que se sepa de qué se habla)[21].


Sin embargo, por los temas que aborda —sobre todo si no se atiende a la forma como los sustenta—, a Cardona se pudieran dirigir —sin conceder que sean ciertas— algunas acusaciones. Por ejemplo que quizá haya rebasado el ámbito filosófico y se haya adentrado en el teológico. O que sostenga que detrás de cada postura filosófica (incluso de un entero “sistema”), existe una opción intelectual que la subyace[22]. Incluso que afirme que no hace falta dejar de ser cristiano para —válidamente— hacer filosofía[23], y que si bien en filosofía no vale el argumento de fe como prueba, el hecho de que alguien crea no lo invalida a priori en lo que diga dentro del campo filosófico. Dice por ejemplo:

"Podemos y debemos hablar clara y directamente de Dios, en un ámbito de estricta teología natural, de metafísica del ser. Para esa metafísica —que es la de Santo Tomás de Aquino, pero no ciertamente la de la Escolástica decadente y del racionalismo subsiguiente—, Dios no es simplemente un Ser supremo, una especie de primum inter pares dentro de una serie causal. Para la metafísica del acto de ser, Dios es el mismo Ser Subsistente o Acto Puro de Ser; personal, infinito, absoluto, esencialmente bueno y verdadero y libre. Sólo esta noción de Dios puede fundar una ética objetiva, universalmente válida siempre… El cristiano debe tener el valor inteligente (sin arrière—pensées) de hablar de Dios. Y el metafísico debe saber del ser lo suficiente para poder hablar también filosóficamente de Dios. El abstracto y desvaído “Dios de los filósofos” es el Dios del racionalismo: y de ninguna manera el Dios al que la inteligencia natural, bien conducida, puede llegar. Y es Dios el único porqué definitivo de toda norma ética."[24]

Un Dios, según esa atribución, tristemente concedida a los filósofos, concebido como esencia de la realidad o, a lo más, como Espíritu Absoluto. [25] Sin embargo, a tales acusaciones Cardona afirma que el pensamiento cristiano tiene mucho que decir acerca del hombre y de todo lo que le concierne vitalmente. El cristianismo, en sus pensadores, sabe de humanidad con la experiencia acumulada de siglos. Por eso debe comunicar aquello que sabe, máxime cuando se trata del origen y el destino último de la persona humana:


"El pensamiento cristiano —y no me refiero aquí a las declaraciones del Magisterio de la Iglesia, sino al pensar propiamente cristiano de cualquier persona— no ha dejado de elevar constantemente su enérgica protesta ante esa degradación teorética y práctica de la persona humana. Ha insistido en la componente espiritual del hombre, en su alma inmortal y en su destino eterno, trascendente, personal, irreductible a una mera función material. (…) la persona, antes y más que informada y capacitada para tal o cual quehacer utilitario (instrucción versus domesticación), debe ser educada, es decir, ayudada a educir de las virtualidades de su espíritu la bondad que le corresponde como interlocutor personal de Dios personal. (…) el objetivo fundamental de la Universidad, y más aún de los centros de enseñanza media…, debe ser educar, formar hombres íntegros, personas: tarea que no se puede cumplir sin la cooperación de la inteligencia y de la libertad de cada uno. Para eso hay que apelar a la persona… Se trata…de solicitar la inteligencia —y no sólo ni primordialmente la razón cuantificadora— y la libertad personales, de desarrollar sólidas virtudes intelectuales y morales. Virtudes que, para ser tales, han de estar armónicamente ordenadas al fin del hombre, de la persona, han de estar integradas entre sí y dirigidas al bien."[26]

Dice Kierkegaard que el cristianismo es el único fenómeno histórico que ha querido ser punto de partida del individuo para su conciencia eterna, para —en relación con un evento histórico— lograr que la trascienda. Ha puesto delante del hombre “…un nuevo órgano: la fe; un nuevo presupuesto: la conciencia del pecado; una nueva decisión: el instante; y un nuevo maestro: Dios en el tiempo” [27]. Se trata de un evento que defnitivamente ha revolucionado al mundo y partido la historia. Y el pensador cristiano, lejos de poder (ni querer) imponer su criterio a nadie, hoy lucha por su derecho fundamental a expresar libremente aquello que cree (y a ser tolerado, lo cual no siempre es fácil)[28].


De cualquier manera, Cardona siempre escribió (salvo cuando intervenía en publicaciones de carácter teológico) como metafísico, como filósofo; y aunque se sabía católico al momento de escribir[29], no por ello saltaba el trabajo necesario desde el ámbito filosófico en que se movía para ir encontrando —mediante la razón natural— el camino, y lo seguía hasta donde diera de sí. En realidad, el hecho de ser cristiano no presentaba para Cardona ninguna dificultad para un pensar serio, perfectamente válido:


"Y aún podríamos añadir: ¿por qué el pensador cristiano que abandona el realismo (es preciso el abandono porque nadie nace inmanentista), si no abandona después el cristianismo, siente al menos —el fenómeno es general e innegable— enormes dificultades para conciliar su razón y su fe? Mi intento…, tiene precisamente por objeto tratar de encontrar una explicación a estos interrogantes: explicar por qué “el cristianismo profesa con tranquilo pudor lo que en el vocabulario filosófico se llama realismo” (Jacques Maritain. Le paysan de la Garonne. Desclée de Brouver. París, 1966, p. 149)."[30]

Y aquí conviene una consideración a una pregunta que podría surgir cuando se lee una tesis que habla de ser, ente, participación, orden al ser y temas parecidos. ¿Por qué Cardona? ¿No debía hacerse el estudio sobre un “clásico”? ¿No habló ya Santo Tomás de estos temas?, ¿no los han tocado también —y con evidente profundidad Gilson o Fabro en el siglo XX? Aunque una justificación de la originalidad de Cardona y de su valía específica para la filosofía del siglo XX (en el que él vivió) tomaría una tesis en sí misma, aquí se anotarán algunos motivos para mostrar que sí se ha ponderado la cuestión.
El hecho de que Cardona siga muy de cerca a Santo Tomás, no constituye impedimento para que se le estudie, porque no se queda en una simple repetición. Se dispone —e invita a otros— a ir más allá que él, a pensar el propio tiempo y lo ocurrido en los siete siglos que nos separan de él [31]. Cardona vive en la época contemporánea y conoce a los clásicos, a los medievales, a los modernos y a los posmodernos. Cita a Aristóteles y también a Vattimo. Conoce perfectamente los escritos de Kierkegaard y Heidegger. Estudia a fondo a Descartes (a quien dedica uno de sus estudios)[32] y a Nietzsche (a quien trata extensamente la segunda parte de su libro póstumo). Vive en el mundo de hoy[33] y rescata lo mejor de la tradición filosófica de Tales de Mileto a la fecha. Cuando critica, dice por qué. Cuando señala un error, propone la solución. Cardona no puede ser “un clásico” porque sus obras apenas se empiezan a estudiar y conocer. Por la densidad y profundidad de su pensamiento, está en ciernes la extracción de todas las consecuencias de su postura. Aunque concuerda en muchos puntos con Santo Tomás y, por lo demás, con Kierkegaard, Gilson y Fabro, y en algunos con Heidegger, Nietzsche, Scheler y otros, no se agota en ellos[34]. Y curiosamente, aunque los temas que aborda podrían pensarse “elevados”, su trabajo intelectual se inspira en situaciones muy concretas del hombre actual y se orienta a servirle:


"(…) hay que decir que la filosofía, como actividad humana que es, tiene finalidad: se ordena al bien de la persona humana y ese bien, en definitiva, es la plenitud del amor, que es el fin del hombre, el fin para el que Dios ha creado al hombre. Y eso es lo que la filosofía —la persona humana cuando filosofa— pretende saber, y saberlo bien, para poder lograrlo. Nada más y nada menos que para eso ‘sirve’ la filosofía: ahí tuvo su origen, y ahí ha de conducir."[35]

Por eso afirma que la filosofía está en continuidad con el conocimiento espontáneo (no en contra, ni aparte), y puede armonizarse perfectamente no sólo con las ciencias que estudian campos específicos del saber, sino también con la fe:


"Hay que enseñar filosofía haciendo ver que sirve por sí misma, que es sencilla en su dificultad, que (contra lo que afirma Heidegger) está en continuidad con el conocimiento espontáneo y con la sencillez del hombre bueno, y también —hacia arriba— con la fe. Respetando el misterio del ser, la filosofía es perfectamente inteligible, y es lo más “práctico” de todo, en cuanto que ayuda a vivir como personas, siempre abiertas a la verdad total e inagotable, en constante “admiración”, sin preclusiones gratuitas y arbitrarias." [36]

No todos tienen un título de filosofía y a veces no todos los que tienen el título filosofan, pero todo hombre se plantea a lo largo de la vida las grandes cuestiones e intenta inteligentemente respondérselas: Dios, el alma, el mundo, la muerte, la eternidad, el mal, el amor [37]. Y de estas cuestiones busca no cualquier respuesta, sino la verdadera. El hombre, en este sentido, ama la verdad, y por eso es —quizá a nivel espontáneo, aunque íntimamente de acuerdo con su naturaleza— filósofo en su significado primigenio.


A ese hombre se dirige Cardona e intenta servirlo. Y lo hace hoy. Su valor como pensador —en las décadas siguientes se irá constatando— queda patente. Y su misión intelectual, de la que tenía clarísima conciencia y a la que dedicó el tiempo de que disponía para esta tarea, se le escapaba entre escrito y escrito, entre una idea y otra, en libros, conversaciones, cartas y artículos. Aquí está uno de esos textos:


"Lo primero que debemos hacer es recuperar la filosofía —lo que Aristóteles llamaba la filosofía primera, la metafísica—, devolverla a la vida real del hombre, de la persona, sacándola de la abstracción, donde lleva ya demasiado tiempo hipostasiada, en forma de “Sistema”, al que hay que adorar y al que hay que sacrificar la vida de los “individuos”: diversas experiencias políticas, más o menos recientes, ofrecen de esto ejemplos dramáticos. Hay que devolver a la filosofía su esencia, que es el amor a la sabiduría, al saber del ser, al saber de lo que realmente es. Ésta es la perspectiva propia de la metafísica del ser, que tiene su origen en la vida misma de la persona, y a esa vida se ordena. A esa metafísica no le interesan nada las coherencias formales y el “espíritu de sistema”, que —como muy bien afirma Lukacs— nace sólo con la modernidad. Le interesa el saber de lo que es, y le interesa fundamentalmente para ordenar los actos de cada hombre a su fin: por tanto, como algo educativo."[38]

Lo que sigue, pues, es un estudio de su concepto del amor como sentido del universo, de toda la realidad, desde el punto de vista metafísico, a lo largo de los escritos de Cardona, principalmente sus libros. Un estudio completo de Cardona requeriría acudir a sus fuentes: Santo Tomás y Kierkegaard, Cornelio Fabro y Étienne Gilson —por mencionar algunos de los más importantes—. También conllevaría estudiar a sus interlocutores (ya propios —contemporáneos— o del pasado, con quienes dialogó a través de la lectura y análisis de sus escritos), entre los cuales descuellan en importancia Heidegger, Descartes, Nietzsche y una cierta “corriente tomista” que, o no conoció todas las obras de Santo Tomás (como lo hizo, y a fondo, Cardona) o las leyó en traducciones poco precisas [39]. Con ellos dialogó Cardona en sus escritos, a ellos se dirigió, de manera sumamente respetuosa y atenta en el sentido más literal de la palabra: los leyó al detalle, en el idioma original en que habían escrito; buscó el significado de lo que querían decir, escudriñó sus situaciones personales y su época intelectual. Con frecuencia reconocía en ellos el logro que habían tenido, como en Heidegger el haber denunciado el olvido del ser en el pensamiento Occidental[40]. Cuando se aventuraba a disentir de un pensador, lo hacía con conocimiento de causa y después de haberlo estudiado atentamente. Como se decía párrafos atrás: de lo que nunca se podrá acusar a Cardona es de haber sido superficial.


Y sin embargo, aunque para elaborar esta tesis se hayan repasado los libros del autor, uno por uno, lo mismo que la mayoría de sus artículos y entrevistas, aquí sólo se estudia un tema muy específico, el del amor como sentido de la realidad. Uno de los retos de esta tarea es mostrar el pensamiento de Cardona —y, concretamente, su idea en torno al tema de que se ocupa esta tesis— según su propia intención, y evaluar si logra el objetivo, si convence filosóficamente, si parece bien fundado, o no. Dado que existe poco escrito acerca de él, y con base en una cierta justicia elemental que lleva a tratarlo en su pensamiento como él trató a otros pensadores —incluso a aquellos de quienes discrepaba abiertamente— se ha procurado acudir a buen número de citas textuales para ir extrayendo de ellas las ideas centrales en torno al tema.


No se pretende aquí abarcar el pensamiento de Carlos Cardona en su conjunto, ni sintetizarlo. Se busca únicamente presentar, dentro de la riqueza de su itinerario intelectual, su postura sobre un elemento que da la clave de su concepción de la realidad en su conjunto (del “universo”): el amor. Un tema que en él resulta central, clave para entender su pensamiento. Si se logra por lo menos una descripción acertada al respecto, se habrá cumplido la meta.


Para Cardona, el amor no era sólo un tema aislado de antropología, sino incluso el mismo punto de partida del ejercicio de filosofar, de ese amor por saber (la verdad) que significa la filosofía:


"Ante el ser en su totalidad no podemos adoptar una actitud desinteresada, fríamente académica. La verdad total ejerce sobre nosotros una atracción amorosa, que el ser fragmentario e inmediato que alcanzamos suscita en promesa, como respondiendo a la sedienta mirada con que lo miramos."[41]

Obviamente, el adoptar una actitud que no sea “desinteresada, fríamente académica”, no significa “acientífica” o poco seria, aunque sí humana. Porque el hombre se mueve por amor, y no sólo por simple curiosidad. El problema preliminar del saber es, así, no gnoseológico sino ético, de buen amor. Se trata de una pregunta por el bien:


"Ante las sombras que la filosofía antimetafísica ha venido arrojando sobre la verdad del ser, el hombre de hoy se pregunta angustiado por el bien: qué es el bien; porque la vida, tanto en su vertiente individual como en la social, exige imperiosamente un sentido. De ahí “un nuevo protagonismo de la ética en el conjunto del pensamiento de hoy”. A mi juicio, esa afanosa búsqueda actual de un mínimo de normatividad ética fundamental —en el marasmo de la confusión sobre la verdad del ser, en que nos hallamos— denuncia con dramática evidencia el carácter ético del comienzo mismo del filosofar. Como he escrito en otro lugar, y es para mí una convicción muy arraigada y una reiterada afirmación, lo preliminar en el saber no es el problema gnoseológico: es un tema ético, de buen amor, que es como puede empezarse a saber bien."[42]

Pues en cierta manera, si bien es cierto que sólo se ama aquello que se conoce, también resulta innegable que el motor del conocimiento, una vez que se ha hecho el primer contacto, es el amor. Y eso que se conoce en “el primer contacto” —antes, digamos— de que se empiece a amar, se conoce demasiado poco, y sólo se conocerá totalmente si el amor conduce a ello:


"Sólo el amor permite el verdadero conocimiento: la inteligencia, el intus legere, leer dentro: en cuanto que el amor me identifica con el otro, me coloca en su lugar: que es justamente lo que llamamos “comprensión” y conocimiento exhaustivo o total. “La sabiduría infusa no es causa de la caridad, sino más bien efecto suyo” (Sto. Tomás, S. Th. II—II, q. 45, a. 6 ad 2). Y lo mismo hay que decir del conocimiento sapiencial natural, la metafísica: es efecto del amor, no su causa. Y éste es el conocimiento perfecto, el “conocimiento afectivo de la verdad” (Sto. Tomás, S. Th. II—II, q. 162, a. 6 ad 1), el “conocimiento con amor” que, en la teología trinitaria de San Agustín, es el que da origen al Verbo (expresión perfecta del conocimiento que Dios tiene de sí). De modo que el amor es cognoscitivo, no sólo por imperio extrínseco sobre el intelecto, sino porque construye la identidad intencional en que el conocimiento consiste (S. Gregorio Magno, Hom 27 in Evang.): realiza la “información” espiritual, por la que yo soy intencionalmente conocido." [43]

Aquello que motiva la empresa de pensar es el amor. Cuando el amor —dirá Kierkegaard— ha pasado felizmente por la reflexión infinita ha llegado a ser religioso (abierto a Dios); y la libertad se gana con esa reflexión infinita [44]. El amor se vuelve el motor para conocer y, el buen amor, condición para el conocimiento verdadero:


"Para conocer bien, sobre todo hay que tener en el alma un buen amor: un amor che nella mente mi raciona, dice Dante. El conocimiento —el espontáneo como el científico en general y el metafísico en particular—no tiene por objeto un ente “ideado”, sin consistencia real, ni intrínseca capacidad de suscitar amor. Su objeto verdadero es lo que tiene acto de ser y, en ultimidad, el Acto Puro de Ser, que es Dios. Y Dios es Amor. Ésta es la verdad que, en definitiva, la filosofía busca, lo que ha de movernos a filosofar y a hacerlo bien."[45]

Interesa a este estudio presentar por qué Cardona dice que el amor es el sentido de toda la realidad y cómo lo argumenta metafísicamente. Se esperaría que en una época en la que se lucha contra toda clase de intolerancia, se abren todos los temas a discusión y se evita discriminar a nadie por sus características raciales, costumbres morales o preferencias políticas; se esperaría, pues, que en tal época lo que un filósofo que se profesa católico dice en filosofía, tenga también su lugar en la medida en que lo que diga sea verdad [46]. Se trata de recuperar el significado primigenio de la filosofía como amor a la sabiduría[47], a la verdad de las cosas. Dirá Cardona que en toda elaboración del pensamiento existe siempre, en algún punto inicial del camino del pensador, un momento de elección en el que se realiza una opción intelectual. Este tema, por lo demás interesantísimo, aquí no se aborda —al menos directamente—, pero valga para traer a la cuenta que al inicio de toda filosofía se encuentra un amor —una decisión de la voluntad para andar en una cierta dirección—. Y para apoyar tal argumento no acude Cardona, como se pensaría, a la tradición “voluntarista” del pensamiento cristiano (ahí se coloca, según ciertas etiquetas, al Beato Duns Scoto y a San Agustín), sino al mismísimo Santo de Aquino, no pocas veces clasificado dentro de los “intelectualistas” (a lo que Cardona ofrece reparos justificados)[48].


De cualquier manera, Cardona en todo momento mantiene la pretensión de estarse moviendo en el campo de la filosofía (de la razón natural), de que sus argumentos valen también para el que no posee la fe.


Al hablar del amor como sentido del universo sigue un proceso como el que realizan los grandes pensadores, los esenciales (entre los que tal vez algún día esté —si bien su ambición no era destacar por la “originalidad” o la moda de sus conceptos, sino mostrar la verdad como un servicio concreto a los hombres[49]—): la reductio ad fundamentum, típica de la buena metafísica: llegar a las explicaciones radicales[50]. Así pues, Cardona opera en su análisis metafísico de la realidad una reductio ad amorem, que se mostrará más adelante en estadios sucesivos.


La distribución de los capítulos intenta mostrar la secuencia lógica (y ontológica) que el razonamiento del autor sigue en una especie de “corte transversal” de sus escritos (pues nunca escribió un libro exclusivamente del tema que trata esta tesis), para mostrar cómo llega a esa conclusión (que en cambio sí menciona en diversas publicaciones)[51]. Aunque Cardona procuró expresarse de la manera más accesible que los temas abordados permitían, resultaba imposible que antes de cada idea importante presentara todo el razonamiento detrás de ella, máxime si estaba abordando otro tema. Y el calado de los temas que estudiaba en ocasiones, por más sencillamente que quisiera presentarlos, requerían de un conjunto de términos más complicados. En otras palabras, para entender (aunque sea a un nivel elemental y en un solo tema, como es el caso de este trabajo) a Cardona, se requiere leerlo completo. Muchas de sus frases tomadas de un libro no se entienden en todo su significado sin conocer los demás. En ocasiones pudiera parecer que una afirmación suya está dando un “salto” lógico, poco fundamentado[52], y sin embargo resulta que ha mostrado ya esa fundamentación en otro lugar y acá recoge solamente la conclusión para continuar el razonamiento. Y cuando se encuentra la argumentación de esa conclusión en alguno de sus escritos, el razonamiento no sólo es lógico ni contundente, sino “amarrado a morir”; se recibe la impresión de estar frente a uno de esos nudos en los cuales se confía para dejar una embarcación firmemente atada al muelle: sólidos y fuertes.


Dicho lo anterior, de todos modos la naturaleza del trabajo no permite un cotejo exhaustivo de las citas y los libros. El propósito principal de la tesis consiste en exponer, de la manera más diáfana posible, el pensamiento del autor estudiado en torno al amor bajo una perspectiva metafísica, como una primera aproximación.


Se está a punto pues, de comenzar un itinerario que llevará hacia la afirmación del autor acerca del amor como sentido de toda la realidad, de todo cuanto existe o, más precisamente, de todo lo que es y, en especial, de aquello que es con mayor dignidad ontológica: la persona. Pero antes de entrar en materia, conviene conocer un poco más de cerca la obra completa de Cardona.

Capítulo 1: El fundamento metafísico del amor

 1.1. El amor como itinerario intelectual

Antes de adentrarnos en el tratamiento del tema objeto de este trabajo, conviene, aunque sea de forma somera, tener un panorama general de la producción y el itinerario intelectual de Carlos Cardona. Para ello se utilizan como guía los comentarios y recuerdos que de él guardan Carlos Pujol [53], Tomás Melendo[54], Eudaldo Forment[55] y Juan Pegueroles[56]; los escritos de Rafael Tomás Caldera[57] y Marco Porta[58]; y por último la lectura personal de todos sus libros y buena cantidad de sus artículos.

1.1.1. La etapa de estudios: poeta y filósofo


¿Quién era Carlos Cardona? Carlos Pujol, uno de sus amigos durante buena parte de su vida, lo recuerda en los años de juventud:
Venía de Gerona y hablaba con desenfado juvenil del saber, pero sobre todo hablaba de poemas, como los que formaban un librito suyo, mecanografiado en cuartillas, que había titulado Esa locura del mar. Le gustaba como metáfora la palabra locura, como si quisiera ensanchar la vida por dentro (la nuestra entonces nos parecía más bien estrecha y apretada), la universidad daba cierto desahogo mental, pero nada como el horizonte de los versos. [59]

Ya en sus escritos poéticos, Cardona refleja de algún modo el rumbo que llevará toda su vida, una vida en la que se entremezclarán el aspecto intelectual y el existencial:


"Dime, amor,
si ya la lluvia dejó su acento
perfilando la montaña,
si ya la cúspide cedió su paso
a la nieve de siempre,
a la más buena,
si ya volvió a cantar
la gaviota en el mar llano,
dime, amor, ¿vendrás?
¿Vendrás prendiendo sonrisas
en las hojas que prendiendo
tu presencia río abajo
me saludan tu llegada
y se llenan de la mía?
Tú ya sabes cómo quiero
que me vengas:
sobre el agua.
Yo ya sé cómo quieres
que yo vaya:
sobre el agua.
Sobre el agua que maltrata
sus tendones, sobre el agua
que sus músculos enrecia.
Sobre el agua,
¿vendrás, amor?
Dime, amor: ¿vendrás?"[60]

Y aunque la vena poética estará siempre allí, como parte de su personalidad, seguirá los derroteros del pensamiento en el arduo camino de la filosofía. Estudia dos licenciaturas y dos doctorados en filosofía:
Conocí a Cardona a finales del año 70… Mucho más tarde, de manera directa o por medio de amigos comunes, fui sabiendo que había nacido en Tiana (Barcelona), en 1930; que, a la vez que el bachillerato, cursó los estudios de Perito Mercantil y de Maestro industrial; que ganó las oposiciones al Cuerpo Técnico de Telecomunicación; que inició la carrera de Filosofía y Letras, en la Universidad de Barcelona, mientras trabajaba en una gestoría; que en esa Facultad se licenció con la tesina La metafísica del bien común, años después publicada por Rialp [61]; que ya entonces era apasionado lector y autor de poemas, que dejarían honda huella en su vida y en sus escritos filosóficos; que bastante más adelante obtuvo el doctorado, en la Universidad de Navarra, con la tesis Metafísica de la opción intelectual[62], hoy en su segunda edición; que en el año 1954 se había trasladado a Roma, donde logró una nueva licenciatura en Filosofía, en la Universidad de Santo Tomás in Urbe; que algo después se doctoró, ahora en la Universidad de Letrán, con la tesis Estudios balmesianos de espacio—temporalidad…[63]

En Metafísica del bien común intenta desentrañar, de la mano de Santo Tomás de Aquino, el significado profundo y último (…metafísico) del bien. En otras palabras, ¿qué significa la definición aristotélica recogida por el Doctor Angélico como id quod omnia appetunt [64]? Pasa en la primera parte a desentrañar el concepto de bien común comenzando por la bondad, la comunidad, la unión de ambos (bien común) y su primacía social. En la segunda parte estudia la “dinámica” o camino en la ordenación del universo hacia el fin —que conlleva el bien propio de cada persona y la difusión del bien hacia los demás. Cardona llama modestamente su trabajo, a lo más una introducción al bien común en la doctrina de Santo Tomás[65]. Pero es ya un estudio más bien profundo y bastante serio.
La situación política y social en el tiempo del santo era, por supuesto, distinta a la de los años sesenta cuando Cardona escribe. Sin embargo, el análisis metafísico del tema resulta en cierta manera perenne, casi independiente del tiempo y, por lo tanto, aplicable a cada época. El filósofo catalán tiene, desde su primera obra, conciencia de que Santo Tomás puede ser una magnífica referencia, un punto de apoyo, pero también una invitación para que los pensadores de cada momento de la historia realicen su propia reflexión y profundicen en la verdad de lo real[66]. Lo estudiará durante más de veinte años, llegando a leer toda su obra:
Porque la indagación de Cardona fue de principio a fin, en el más substancioso sentido de la palabra, una meditación metafísica, articulada toda ella en torno a un proceso helicoidal que va del ente a su ser para elevarse desde él al Ipsum Esse subsistens… y rehacer y volver a rehacer, cada vez desde una posición más alta, preñada y fecunda en consecuencias, el entero proceso. De ahí su predilección y su amistosa familiaridad con la doctrina de Tomás de Aquino, en cuyo estudio se fue progresivamente concentrando después de distintas incursiones en amplios sectores de la filosofía, y en diversas corrientes de pensamiento, clásicas, modernas y contemporáneas. Tras más de veinte años de lectura atenta y sistemática de toda la producción del filósofo de Aquino —«desde sus grandes tratados a las obritas más breves y circunstanciales», como comentó alguna vez—, Cardona llegó a la madura convicción de que los principios en ella contenidos (participación y actus essendi, según acabo de comentar y, en el ámbito antropológico, la cogitativa), convenientemente actualizados y potenciados y enriquecidos en contacto con la filosofía posterior, constituían un punto de arranque ineludible para la reconstrucción de la Seinsmetaphysik y, con ella, para devolver vigor y pujanza a una civilización a la que varias centurias vividas en el «olvido» de ese mismo ser había acabado por sumir en la desorientación autorreferencial más profunda.[67]

Y mantendrá siempre, hasta su última obra, una unidad de pensamiento increíblemente compacta, como la de alguien que sabe a dónde va y marcha lenta pero firmemente:
«Una de las primeras características que impresiona al lector de las obras de Cardona es su homogeneidad, resultado evidente de una sólida continuidad de pensamiento, que no depende de curiosidades ocasionales, sino que persigue con constancia y determinación una clara finalidad. El arco cronológico de sus publicaciones supera los treinta años, comenzando en los inicios de los sesenta; se advierte que tales obras están ligadas entre sí por un hilo lógico coherente y que cada una es fruto de una larga sedimentación de estudio y reflexiones. De hecho, llegan a ser publicadas después de un largo período de gestación, que sólo en parte depende de la limitada disponibilidad de tiempo de su autor» (Marco Porta, La metafisica sapienzale di Carlos Cardona. Il rapporto tra esistenza, metafísica, etica e fede, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2002, p. 24). [68]

1.1.2. Se delínea una misión intelectual
Quiere en su vida, con determinación, poniendo todos los medios, contribuir a la rehabilitación de una metafísica del ser, con base en Santo Tomás de Aquino y en contacto con los problemas y planteamientos del presente:
Y a esa tarea de rehabilitación dedicó lo más granado de su esfuerzo intelectual. El resultado es una obra homogénea, no excesivamente dilatada, pero centrada en todo momento en lo fundamental: con una densidad y penetración difíciles de exagerar… aun cuando hayan pasado inadvertidas a buena parte de sus lectores, incluso a aquellos de los que podría esperarse un mayor discernimiento. [69]

En la Metafísica de la opción intelectual, plantea la posición del acto filosófico primero como una opción intelectual, es decir una elección del pensador que se adentra en la aproximación del saber. Cardona sitúa esta elección en el campo de la libertad y, por lo tanto, del amor. Deshecha por tanto aquella idea algo romántica (¿algo ilustrada?) del pensador completamente imparcial, que observa y conoce en la total ausencia de cualquier resonancia e influjo de su ser hombre en la tarea. Es probablemente su libro más conocido y —anotará Melendo— también polémico:
La Metafísica de la opción intelectual tal vez sea su escrito más conocido, y el que despertó más adhesiones… y polémicas. No reclama, por tanto, excesivos comentarios. Contra las absurdas pretensiones de un racionalismo presuntamente aséptico —y sin confundir lo que corresponde a cada una de nuestras facultades superiores—, Cardona aborda en sus páginas el estudio del estatuto teorético de la libertad humana en la adquisición de la verdad. Así lo expresa en un breve artículo, a propósito de un aforismo de Nietzsche: «“Poco a poco se me ha ido poniendo de manifiesto qué es lo que ha sido hasta ahora toda gran filosofía: a saber, la autoconfesión de su autor, y una especie de memoires no queridas y no advertidas; e igualmente que las intenciones morales (o inmorales) han constituido en toda filosofía el auténtico germen vital del que ha brotado siempre la planta entera. De hecho, para aclarar de qué modo han tenido lugar propiamente las afirmaciones metafísicas más remotas de un filósofo, es bueno (e inteligente) comenzar siempre preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él) llegar?” (F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, af. 6). Esto lo advertí con claridad muchos años antes de leer a Nietzsche, y antes también de leer a Kierkegaard: lo vi en los hombres que trataba, antes que en los libros que leía, y me esforcé por encontrar una legitimidad, un estatuto teorético a la función de la libertad en el pensamiento, contra la pretensión generalizada —y bien afincada en los ámbitos académicos— de razones puras y pensamientos incontaminados» (Carlos Cardona, “El hombre desorientado: más allá del bien y del mal”, en Servicio de Documentación Montealegre, núm. 479, p. 5). Y, en diálogo profundo y fructífero con los principales representantes de la filosofía moderna y contemporánea, comenzando con Descartes (aunque desde perspectivas bastante distintas, las consideraciones de Cardona sobre Descartes han sido hoy confirmadas, entre otros, por Charles Taylor. Cfr., por ejemplo, Charles TAYLOR, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona 1996, cap. 8), manifiesta rotunda y egregiamente la necesidad, para el recto ejercicio de la labor del entendimiento, de un buen amor: una atracción hacia lo verdadero, que se identifica con el ente en cuanto bueno; es decir, con lo que tiene el ser derivado de un supremo Acto de amorosa Libertad creadora y que por todo ello reclama de la criatura una respuesta asimismo amorosa, también en el plano intelectual. [70]

A final de cuentas la metafísca y la ética no pueden separarse, y existe una decisión ética en la raíz misma del acto del conocimiento, una actitud fundamental en el acercamiento a la realidad, y una intención humana en el ejercicio intelectual:
Por el contrario, cuando ese amor primordial se curva sobre sí mismo, la voluntad humana, ajena a la solicitación de lo bueno—en—sí, se engolfa categóricamente en el puntiforme bien privado, en el particular bien—para—mí, valorado justo en cuanto mío, y no en cuanto bueno…, deja de ser libre, se «cosifica» y «cosifica» cuanto la rodea. De resultas, la inteligencia acaba por perder también el natural impulso que la encamina hacia la realidad —hacia el ens, primum cognitum, provisto de su constitutivo acto de ser—, y cierra definitivamente el camino que habría de guiarla hacia aquel Fundamento —el Ipsum Esse subsistens— donde el entero universo creado encuentra su resolución y su verdad. «Nuestro conocimiento comienza por el ente, mediante los sentidos; atraído por su bondad real (que los entes poseen en sí mismos pero no por sí mismos y, en último término, tampoco para sí mismos), conoce su Principio y se conoce a sí mismo y conoce el orden de la realidad a su Fin. El riesgo de nuestro conocimiento en orden a nuestro destino eterno, es proporcionado a la capacidad de nuestra libertad. La rectitud moral en el quehacer intelectual tiene mayor importancia si cabe cuando se trata de los principios. La rectitud primaria de la voluntad está en amar a Dios como último fin del hombre y en ordenar todo lo demás a Él. Cuando no existe este buen principio y la voluntad humana se quiere a sí misma como lo primeramente querido, es posible que llegue a deformar el conocer en su misma naturaleza y un error en el principio invalida todas las consecuencias. El principio inmanentista que afirma el propio conocimiento como origen del ser, es una actitud teórica correlativa a la de la voluntad que se quiere a sí misma como lo primero» (Carlos Cardona, Olvido y memoria del ser, EUNSA, Pamplona 1997, pp. 500—501). El ajustado análisis de ese complejo movimiento personal de voluntaria elección entre lo exclusiva y reductivamente humano, por un lado, y el universo y el propio hombre en cuanto dotados de un ser que remite al Absoluto, por otro, es lo que Cardona califica como metafísica de la «opción intelectual». «En el libro que estamos comentando, Cardona pasa revista a «algunas expresiones históricas de la “cadencia atea del cogito” [C. Fabro]. Su intento no es tanto el de seguir paso a paso las distintas formas que ésta adopta, también porque no estima posible ordenarlas en el interior de un “sistema” plenamente organizado y coherente, sino más bien el de encontrar en los varios sistemas que se suceden aquellas posiciones o manifestaciones que tienen como base común una opción intelectual inmanentista. Con otras palabras, el filósofo catalán no intenta ofrecer una demostración histórica del error de los distintos sistemas mediante una suerte de reductio ad unum, de reducción a un solo sistema en el que, a partir del principio de inmanencia, se pueda demostrar mediante una especie de cadena de silogismos lo absurdo de las conclusiones. Por el contrario, se propone esbozar una introducción filosófica a la historia de la filosofía moderna desde la perspectiva derivada de la filosofía del ser y, en particular, de la metafísica del acto de ser» (Marco Porta, La metafísica sapienzale di Carlos Cardona. Il rapporto tra esistenza, metafísica, etica e fede, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2002, pp. 94—95). [71]

Esto se muestra, en grado manifiesto, en la opción de inmanencia que han tomado numerosos pensadores a partir de Descartes y durante prácticamente toda la Modernidad. Pero, ¿por qué puede importar? Porque se trata de un problema que afecta al hombre, a todos (ahí están la gloria y la tragedia de la filosofía):
«Pero el tema capital de la filosofía es un problema humano, del hombre en su ser entero, extraño a esa aséptica atmósfera de la “filosofía pura”, partidaria de metafísicas amorales y de morales ametafísicas, que ha acabado disolviendo la moral al quitarle el fundamento metafísico, después de haber disuelto la metafísica al quitarle el impulso moral. El corazón no es nunca ajeno a la verdad» (Carlos Cardona, Metafísica de la opción intelectual, Rialp, Madrid, 2ª ed. 1973, p. 136). [72]

Que no sea ajeno el corazón a la verdad, por otra parte, no es un descubrimiento para nada reciente. Ya en el Symposium Platón —por boca de Sócrates que a su vez cita a Diotima— señala que por el camino recto del amor se va pasando de contemplar las bellezas sensibles y después las ciencias, hasta llegar a la “ciencia por excelencia”, la de lo bello mismo, que contempla la “belleza divina” [73]. El amor, entonces, moverá no sólo al amante sino también al filósofo (que, diríamos, se vuelve un tipo particular de amante). En otras palabras, explicará Pieper, a la base del ejercicio filosófico se hallará un impulso, la cautivación que provoca la belleza y que de algún modo es insaciable hasta que se llegue no simplemente a la Bondad o al Ser ni a nada más sino a Dios como personificación de la belleza[74]. Como estos aspectos conciernen a todo hombre —aquello que lo cautiva y mueve existencialmente— deben tratarse esos problemas en profundidad. Pues para Cardona la filosofía y el filosofar se enderezan al bien del hombre, y así se justifican. Por eso desde su primer libro hasta el último, su interés es servir al hombre por medio de su reflexión y su actividad especulativa:
Actitudes corroboradas en una carta de octubre del 87, cuando empezaba a dar forma mental a su Olvido y memoria del ser…: «Este verano he ido acometiendo la lectura crítica —sacando fichas y anotaciones— de las obras de Heidegger. […] Como nada me apremia, y el tema es complejo y de bastante trascendencia, voy poco a poco, “que el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas”. En la línea ya marcada por Fabro, pienso que se puede ir aún algo más al fondo, y además —eso Fabro ya no lo ha acometido— verlo en su aspecto vital y práctico. El ser como tiempo es hoy, para muchísima gente, todo un modo de vivir, un criterio y la substancia de una “cultura” radicalmente inmanentizada en la finitud.[75]

Y en cada una de sus obras, el interés es siempre el hombre concreto, con quien convive cada día, a quien puede servir por medio de su pensamiento. Cardona es profundo en sus obras porque quiere ir a fondo, quiere hacer verdadera metafísica. Pero no lo es por afán erudito, ni menos polémico [76]:
Carlos Cardona nunca filosofó por una especie de interés erudito o académico, de carácter histórico o especializado, sino por la necesidad, que sentía improrrogable, de responder a las instancias más vivas del hombre y de la sociedad en la situación contemporánea.[77]

Y también, como hará ver Caldera, esta actividad filosófica, siendo humana, incluye y envuelve personas. Implica diálogo e interés sincero en el otro. La figura del filósofo encerrado en alguna lejana cabaña, elucubrando complicadas teorías con el fin de deslumbrar a un número de discípulos “iniciados”, de pronto se vuelve caricatura:

Después de señalar que para Cardona el ejercicio filosófico se ordena al bien del hombre, que, en definitiva, es la plenitud del amor, añade: desde semejante perspectiva «el diálogo, esencial a la filosofía, deja de ser ejercicio vano, confrontación —erudita o escéptica— de opiniones, para ser activa búsqueda de la verdad en comunión de propósito». Y prosigue: «Lo importante no será entonces la publicación, el congreso o la reunión académica sino sólo en la medida en la que —al margen de toda vanity fair de intelectuales— sean verdadero diálogo. ¿Sorprenderá acaso que quien ha puesto en primer término la verdad y el bien de las personas, por amor a Dios —origen y fin absolutos—, sepa gastarse more socratico en conversaciones orientadoras, cartas privadas, horas de docencia ejemplar? ¿Sorprenderá que no busque dejar su nombre en la historia y —digamos— escriba ante todo en las personas mismas que la Providencia pone en su camino?» (Rafael Tomás Caldera, “La cruz en la inteligencia”, en El oficio del sabio, Centauro, Caracas 1996, p. 170). [78]

Pues no es para él la metafísica —la filosofía— una actividad alejada de la realidad, sino cercanísima a ella. Y en este sentido asentaba, en una carta, el carácter sapiencial de la metafísica, tan necesario de recalcar entonces como ahora:
«…me planteas tu problema de dirigirte hacia un campo alternativo al de la “metafísica pura”, para afrontar cuestiones más directamente relativas a la vida cotidiana y a Dios. Comprendo que eso se te presente como una “alternativa” en cuanto a aquel “ambiente” [el “intelectual”, el académico], que viene seccionando así la vida y su comprensión intelectual. Pero supongo que no será así en tu mismo pensamiento. Ya sabes cómo vengo sosteniendo […] el carácter sapiencial de la metafísica: que, por tanto, abarca desde el conocimiento de Dios hasta la ética, como temas específicamente metafísicos. […] Ni es posible decir algo realmente metafísico sin la consideración de Dios y de lo concreto (también en la vertiente activa), ni lo es decir algo realmente sustantivo de nuestras relaciones con Dios y de nuestra vida cotidiana sin un sólido fundamento metafísico […]. Sin confundir, hay que unir. Hay que recuperar la unidad a todos los niveles». [79]

Y cuando invita a “unir sin confundir”, tiene en mente momentos cruciales del pensamiento de Occidente en que se ha desechado esa consigna y, por la confusión que crea el inmanentismo, se ha zanjado una frontera que ahora divide.


Saldrá a la luz en 1975 René Descartes: Discurso del Método [80], que en 152 páginas densas, busca no un quehacer de erudición histórica “apremiados como andamos por las más importantes e inaplazables cuestiones de la existencia”[81], sino contribuir al esclarecimiento de la verdad del ser, a recuperarlo, saliendo del barullo del ambiente inmanentista en el que se haya secuestrado el pensamiento, a partir del ente personal —que posee el ser en propiedad privada— porque alguien —que no es él— se lo ha dado. Va siguiendo al filósofo francés en el desarrollo de su Discurso y asienta sus pensamientos a renglón seguido acerca de la sabiduría, sobre la “libertad de dudar” y los preceptos críticos que de ella emanan y luego se plasman, casi automáticamente, en una moral provisional. Analiza luego la “prueba” de Descartes sobre la existencia de Dios y el nuevo universo que el pensamiento inmanentista engendra, todo encaminado a un “progreso” en el que va en juego, al menos para él, el futuro de la humanidad[82]. Prosiguiendo con el esfuerzo iniciado en la Metafísica de la opción intelectual, Cardona da un paso adelante y desvela fracturas en el cimiento del enorme edificio de la Modernidad. Esa perspectiva de unidad en el pensamiento seguirá preocupándole. Verá, en la rehabilitación de la metafísica del ser, la solución.
A esta tarea cifra Cardona su misión intelectual, que se enmarcará dentro del ámbito de la filosofía cristiana, ratificada —siempre que se entienda bien— años después por Juan Pablo II:
Dentro ya de esta perspectiva unitaria y unificadora, no puede asombrar el esfuerzo constante, desplegado a todos los niveles, para hacer ver la necesidad de un ejercicio de la razón realizado bajo la guía de la fe (lo que en otros lugares llamaría, con Gilson, «filosofía cristiana», y que después confirmara decididamente Juan Pablo II en la Encíclica Fides et ratio). Ni extraña, por ello, que las consideraciones sobrenaturales más jugosas pilotaran el desenvolvimiento de su quehacer especulativo en el ámbito estrictamente natural, filosófico. Más de una vez me habló, en la línea de lo que antes comentaba, de «recuperar la normalidad del conocimiento del ser, y sacar la metafísica de los archivos y de los disfraces eruditos de los profesores —con que justifican emolumentos y distinciones— y que asustan o desalientan a los sencillos de corazón, a quienes Dios se revela, también en el orden de la inteligencia natural». Asimismo nos pedía —al matrimonio y, sobre todo, a los pequeños— que rezáramos para que supiera hacer compatible el orar con la ingenuidad de un niño y la responsabilidad intelectual que le impelía a seguir reflexionando y publicando: un compromiso que otras veces calificaba como las «pequeñas tareas e ilusiones de dar luz cristiana en nuestra decadente y empobrecida cultura».[83]

1.1.3. Los años en Roma
Sabía que, por muchas razones, no podía luchar sólo en este esfuerzo. Y por eso a sus cuarenta años, cuando ha conocido ya a personajes de gran calibre en el mundo intelectual católico, los reúne en conversaciones que resultan sumamente fructíferas para todos:
(…) en los inicios de la década de los 70, logró catalizar a su alrededor y transformar en verdaderos amigos mutuos a un no despreciable número de notables filósofos, italianos o no, que residían por aquel entonces en la capital del Orbe. Por insinuación suya, se reunían una tarde al mes, para discutir amablemente sobre temas filosóficos, autores ya en aquellos tiempos consagrados, como Cornelio Fabro, Clemens Vanteenkiste, Augusto Del Noce, Giuseppe Perini o Leo Elders, y otros entonces más jóvenes, como Rocco Butiglione, Anna Giannatiempo, Andrea Dalledonne, Lluís Clavell o Juan José Sanguineti. El clima allí instaurado, según recordaba años después uno de los asistentes, era de auténtica «amistad, de mutuo aprecio, de cordial entendimiento, de ayuda afectuosa». Y Carlos Cardona —oí comentar a Fabro— constituía el alma de las tertulias, el elemento aglutinante. En esos círculos amigables germinó y maduró una de sus obras más representativas: la Metafísica del bien y del mal. [84]

De esos encuentros saldrá, como uno de los frutos, un libro que para Melendo es el más logrado de Cardona, en el que, después de haber explorado el papel de la libertad humana en la empresa del conocimiento, indaga la fundamentación metafísica de la ética. En él su autor declarará que, si bien su interés inicial era el de abordar y como desentrañar la Quaestio disputata De Malo del Doctor Universal, para aportar elementos en la comprensión metafísica del mal, se dio cuenta bien pronto que ese estudio sólo podía realizarse una vez hecho un análisis de su contrario, el bien. Pues no es el mal más que su privación. El tema, de nuevo, no atraía al filósofo catalán por mera curiosidad intelectual: de por medio iba la vida y el ambiente de una sociedad en la que el mal presentaba ya formas agresivas y dolorosas [85]:

¿Cuáles eran esas dos ideas iniciales a las que alude el párrafo recién citado? Me parece que, simplificando mucho, la primera podría calificarse como el momento moral del conocimiento metafísico, de la determinación de la verdad del ser; y la segunda como el momento intelectual de la configuración de la ética, el del esclarecimiento y fundamentación ontológico—cognoscitivos del bien. Al desarrollo de la citada en primer término dedicó dos de sus obras mayores: la Metafísica de la opción intelectual y el comentario crítico al cartesiano Discurso del método. El despliegue de la segunda, posterior también en el tiempo, constituye otra de sus producciones de más envergadura: su Metafísica del bien y del mal (en mi opinión, quizá, la más lograda de todas). [86]

Y en esta obra, presentada nada menos que por Cornelio Fabro, Cardona se alimenta y se apalanca para acometer su último gran trabajo, que no saldrá a la luz sino cuando él haya muerto (Memoria y olvido del ser). Leer la Metafísica del bien y del mal es como descansar a la mitad del camino en el recorrido intelectual de Cardona. Una senda con pocos y profundos surcos, que dejarán rastro en el futuro:
Con los puntos centrales de la Metafísica del bien y del mal se me iluminan muchos temas (la medicina, la mujer, la educación, etc.). Quizá ningún filósofo haya tenido más de dos o tres ideas de ese género. Lo que ha seguido depende de lo centrales y esenciales (y verdaderas) que esas ideas sean. Por mi parte, estoy apuntando a mi «tercera idea» (la memoria del ser). Ya me falta poco para llegar a los 60 años, y probablemente sea lo último que pueda decir. Ahora, cuando lo veo con cierta perspectiva de tercera edad, me parece que ha sido todo bastante homogéneo, a partir de una primera verdad, que realmente lo era. No te apures con el ansia de rastrear otros territorios. Penetra más en lo adquirido, y luego mira desde esa cumbre, sin necesidad de desplazarte haciendo excursiones». Y concluía: «El frenesí de la prisa y de lo extensivo es consecuencia de la pérdida del ser y su sustitución por la cantidad, como primum trascendentale. Eso Heidegger lo vio con bastante claridad». [87]

La Metafísica del bien y del mal, curiosamente dedicará al mal —el tema que motivó su origen— sólo un capítulo, al que sucederá otro que habla de una de sus consecuencias más terribles: la pérdida de la libertad en el hombre. Al (acto de) ser dedicará en cambio los primeros cuatro capítulos y un quinto donde muestra su relación con el amor. Del amor tratará en el siguiente y en el último capítulo. De este planteamiento ha tomado mucho la presente tesis, aprovechando el trabajo profundo —más que extenso— de Cardona:
La Metafísica del bien y del mal, por su parte, intenta arrojar luz sobre la naturaleza de estos dos «contrarios» —lo bueno y lo malo—, con el propósito de dar respuesta a algunas de las instancias del mundo contemporáneo, en el que el mal adopta tantas veces formas agresivas, lacerantes y dolorosas. He aquí los pasos sucesivos de ese esclarecimiento, fruto de una nueva profundización en torno a las virtualidades del actus essendi, tal como el propio Cardona me los condensara en una carta: «Enraizar la acción (que es lo que la ética trata de normar) en el ser, y viéndola como propia del ser como acto. Descubrir —para aquella normatización— la “referencia radical del ser a Dios”, precisamente como ser (relación predicamental consiguiente al acto de ser participado). Ver a la persona, sujeto de aquella acción y de esa relación, como constituida precisamente por ese acto de ser. Descubrir entonces la libertad como dominio de los propios actos (consiguiente a la “propiedad” del “propio” acto de ser). Ver el “sentido” o finalidad de esa libertad en el amor. Descubrir en ese amor la raíz y fin y forma de toda la norma ética y de cualquier norma en general (en cuanto norma, deviene ética). Iluminar entonces el mal como privación de esa ordenación —en sí y en la intención—, y como privación querida (culpable). Ver entonces, retrospectivamente, en la pérdida del ser como acto (y así de acceso inteligente a Dios) el origen de la crisis de la ética y del amor y de la misma libertad. Sugerir la recuperación de esa metafísica ética (y a la vez ética metafísica). Mostrar esa recuperación en los cuatro ejes de la vida moral», conocidos tradicionalmente como virtudes cardinales. Un cierto resumen de todo ello, expresado de forma más técnica y sintética, puede encontrarse en este texto: «Es la propiedad privada de su acto de ser lo que constituye propiamente a la persona, y la diferencia de cualquier otra parte del universo. Esta propiedad comporta su propia y personal relación a Dios, relación predicamental —como ya hemos dicho, accidental—, que sigue al acto de ser, a la efectiva creación de cada hombre, de cada persona, señalándole ya para toda la eternidad como alguien delante de Dios y para siempre, indicando así su fin en la unión personal y amorosa con Él, que es su destino eterno y el sentido exacto de su historia personal en la tierra y en el tiempo» (Carlos Cardona, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona 1987, p. 90). [88]

A fin de cuentas, la ética necesita un fundamento metafísico, y un referente, un baluarte único de la moralidad. La filosofía, dirá Kierkegaard, no puede quedarse en los hechos y datos históricos, los fenómenos inconexos, las múltiples maniefestaciones del ser. Por su naturaleza busca ir todavía más allá: exige lo eterno, lo verdadero, “aquello frente a lo cual incluso la más sólida de las existencias no es más que un golpe de suerte” [89]:
Un Amor, ahora con mayúscula, en el que Cardona encontraba el sentido último de toda la realidad y que le llevaba a sostener que «la comprensión del amor es la comprensión del universo entero, y de modo muy especial la comprensión de la criatura espiritual, de la persona» [Carlos Cardona, Metafísica del bien y del mal, Eunsa, Pamplona 1987, p. 128. Y también: «Con ayuda de la Revelación, la metafísica natural llegó a Dios, al Dios Personal que es Amor. Y entonces se nos iluminó metafísicamente la creación entera, manifestando su íntima verdad» Carlos Cardona, Olvido y memoria del ser, Eunsa, Pamplona 1997, 160).], y a hablar del cumplimiento de la filosofía como de una reductio ad amorem [«La reducción al fundamento de todo el universo es una reductio ad amorem: todo se reduce a amor, a amor puro, infinitamente amoroso y liberal. Pero el término de una creación por amor sólo puede ser la participación de ese amor: poner en el ser seres amorosos, amantes, capaces de amar, seres libres. De ahí que lo querido por Dios en la creación, directamente y por sí, sean sólo las personas (angélicas y humanas). Todo el resto del universo —con todas sus galaxias y con todas las adiciones cuantitativas o extensivas que aún se puedan descubrir— no es más que el hábitat del hombre, el “jardín de delicias” del Génesis» (Carlos Cardona, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona 1987, p. 100).]. Pero esta reductio «tou» esse ad amorem, como la califica uno de sus más autorizados intérpretes, no supone inversión alguna «del primado del ens respecto al bonum, sino la comprensión del ser de la criatura como ser por participación». En efecto, «el ser participado de la persona no goza de otra explicación que la gratuidad del amor del Creador, que se lo “dona” en propiedad privada. A su vez la persona, habiendo recibido gratuitamente el acto de ser, se encuentra llamada a donarse gratuitamente a sí misma en el amor a Dios y al prójimo: sólo entonces se realiza plenamente y encuentra su felicidad» [Marco Porta, La metafísica sapienzale di Carlos Cardona. Il rapporto tra esistenza, metafísica, etica e fede, Edizioni Universitá della Santa Croce, Roma 2002, pp. 295—296.].[90]

1.1.4. El útlimo recodo del sendero
Don Carlos regresará a España después. Su amigo Carlos Pujol lo describe en estas impresiones, que nos acercan un tanto al hombre detrás de las ideas que aquí se van delineando:
Después se fue, y durante un cuarto de siglo no volvimos a vernos…habían pasado tantísimas cosas, entre otras nada menos que el tiempo, que a nadie le extrañó que ni él se acordara de Miguel Hernández ni a mí me quitase ya el sueño T. S. Eliot: es lo mínimo que podía suceder. Le vi canoso, con gafas y algún que otro achaque, pero con la misma sonrisa, un poco más cansada, como después de un largo recorrido que sin matar ilusiones deja en los ojos como una sombra de fatiga…Estás igual que entonces, dijimos los dos mintiendo cariñosamente, para eso están los amigos. [91]

Impresiones de un literato y sobre todo un amigo. Como que sus palabras ayudan a formarse una imagen no interna, de pensamientos, sino externa, de la imagen que la personalidad de Cardona despide:
Se había convertido en todo un sabio, nada metafísico le era ajeno, y hablaba con una precisión clara y certerísima sobre las más arduas cuestiones filosóficas; nada de citar El rayo que no cesa, ahora la Suma teológica de santo Tomás, y muy sabida, cuando no increpaba a Descartes como si fuese un convecino o cantaba los elogios más bien abstractos de Aristóteles, Kierkegaard y Martin Heidegger. [92]

Y cierra el relato volviendo a la idea del reencuentro. Pujol despliega todo el significado del “cuarto de siglo” transcurrido:
Santo Dios, qué metamorfosis. Publicaba libros muy austeros, artículos de lo más serio, con nota a pie de página en latín y alemán, daba doctas conferencias, distinguía sutilmente el grano de la paja hablando de Nietzsche, y uno, que había permanecido fiel a la mudable y algo frívola literatura, estaba muy impresionado. (…) a poco que uno se distraiga pasa un cuarto de siglo. [93]

Ética del quehacer educativo es uno de sus libros quizá más accesibles, no porque sea menos profundo, sino por dos motivos. El primero, que pudiera parecer banal pero importa, es el formato. Se trata de una exposición en forma de entrevista, en párrafos por lo general cortos, y sobre un tema de aplicación muy concreto: una pequeña “filosofía de la educación”, donde mira a la integración y sentido de la actividad educadora, repasa el papel de la familia y la escuela en este quehacer, realiza una conexión —que a veces se ha olvidado (con resultados nefastos para el educando)— endre educación y sabiduría. El mundo de hoy ha caído en una especie de “esquizofrenia gnoseológica”, por la cual se aprende mucho de técnica y de ciencias particulares, preferentemente prácticas. Pero el hombre es mucho más que eso [94]. Y por más que se adiestre en el dominio de mecanismos y sistemas, queda en su interior siempre la pregunta por el ser que la técnica no puede atajar. Aunque pueda volar a Marte el hombre todavía se pregunta quién es, para qué está en este mundo (o universo, lo mismo da), cuál es el sentido de su existencia. La tragedia de Heidegger era observar el estado del mundo y la situación del mismo hombre, sin una respuesta concreta, pensando que la filosofía y la metafísica se habían sobrevalorado en lo que realmente podrían, era querer menos filosofía pero más consideración al pensamiento; más atención a la letra y menos literatura[95]. Cardona piensa que sí se puede responder y lo hace con su propuesta metafísica.
En las Notas complementarias[96] a su libro incluye una dedicada a la mujer y a los candentes temas dentro del feminismo de la dignidad y la igualdad, desde una perspectiva metafísica (que en Cardona significa una perspectiva siempre muy cercana y concreta). La mujer es, según esa perspectiva, ontológicamente (y no sólo circunstancialmente) amable, tanto que representa de modo más patente el carácter amoroso de la criatura personal[97]. En la segunda habla del ambiente social, como una constatación —señalada por pensadores de las más diversas corrientes— de cómo la persona hoy se haya desintegrada. ¿Las raíces? Para Cardona están en la mentalidad calculadora y cuantificadora producto de la Modernidad y llevadas a su extremo en la actualidad. A final de cuentas, el ensimismamiento crónico y la exclusión progresiva de un horizonte donde quepa algo más que el yo y alguna realidad más que la puesta por el propio pensamiento. Urge, para Cardona, una revitalización de la metafísica, también en el campo educativo, de modo que se reanime el aspecto trascendente (espiritual, en el sentido de apertura) de la persona y recupere así su integridad. Y en esta tarea jugará un papel decisivo la unidad de amor al servicio de la persona que es la familia[98]. Concluirá con una nota sobre la singularidad, donde se sirve para su análisis de algunas reflexiones de Kierkegaard al respecto.
Pero Cardona sigue activo. Aunque siente que crece, vislumbra en el horizonte de su vida todavía una gran tarea. En cierta manera, Ética del quehacer educativo recoge como los frutos maduros de todo su pensamiento de manera tan acabada que se expresan sencillamente. Y sin embargo, trae incluso desde antes de la publicación de Metafísica del bien y del mal, la inquietud de hacer algo más, de aportar una reflexión profunda sobre el ser y el amor, un tratamiento amoroso del conocimiento metafísico, un tratamiento metafísico del amor (idea que ha motivado en gran manera el tema de esta tesis):
En semejante sentido, me decía hace ya bastante tiempo: «ahora acaricio la idea de escribir un trabajo sobre “ser y amor”, para dar un tratamiento metafísico al amor, y un tratamiento amoroso al conocimiento metafísico». Y poco antes: «me hace enorme ilusión que esas “ultimidades” metafísicas lleguen a la gente corriente. Y en estos años me vengo ejercitando bastante en esa tarea que yo llamaría de destilación y descomplicación formal, más que de divulgación. La metafísica es cosa de todos. En parte, les va la vida eterna». [99]

Esta era una de las tres grandes ideas que, a decir de Tomás Melendo [100], guiaron su itinerario filosófico. La primera consistía en el momento ético del conocimiento metafísico; la segunda en el momento metafísico de la ética. La tercera y última llevaba la intención de reunir todo lo que su pensamiento como hombre y como filósofo había dado, y contribuir a la recristianización de la cultura —especialmente en Europa— mediante la recuperación de la metafísica sapiencial. Quería ser una reflexión metafísica dirigida al mundo moderno y al rescate del hombre inmerso en él:
Pero volvamos a la «tercera idea». Recuerdo la amable conversación mantenida en Barcelona, cuando todavía no había visto la luz la Metafísica del bien y del mal, en la que por vez primera don Carlos me comentó que acariciaba el proyecto de publicar otro trabajo, de más calado que los anteriores, donde de algún modo se resumiera cuanto su dedicación al estudio, y el conjunto de su vida de atención a las almas, le habían hecho comprender sobre la realidad en cuanto tal —el hombre, antes que nada— y, de manera más concreta, sobre la marcha del mundo moderno. Y lo recuerdo muy especialmente porque, ya en aquella ocasión, cuando todavía no había empezado a gestarlo, me habló de la oportunidad de que ese escrito se editara póstumo: «porque tengo la impresión —venía a afirmar— de que es ya lo último de cierta envergadura que yo puedo decir, porque algunas de las cosas que allí expondré resultarán quizá demasiado fuertes, y porque soy enemigo de toda polémica, que, al cabo, suele demostrarse inútil» [En sustancia, coincide con lo que comentaba a Carlos Pujol y que ahora transcribo: «En sus últimos años Carlos Cardona hablaba —aunque sólo en la intimidad— de un libro que estaba escribiendo y que iba a titularse Metafísica de la vida cotidiana. Había publicado una metafísica del “bien común”, otra de la “opción intelectual”, una tercera “del bien y del mal”, y ahora trabajaba en lo que debía ser, según él, la coronación y remate de su obra como filósofo, la síntesis de su pensamiento. Que después de las alturas más vertiginosas parecía descender al terreno llano de la vida de todos.].[101]

¿Quién es Cardona para entonces? Básicamente su perfil no ha cambiado. Sigue avanzando en su camino. Quizá su pensamiento ha maduardo más. Tal vez percibe los problemas y la gravedad de la situación del hombre que se desintegra con mayor agudeza. Pero camina en la misma dirección:
En el rito de los encuentros mensuales (nuestra tenacidad por mejorar el mundo todavía no se nota, pero algún día se hará patente en qué medida ha contribuido a salvar la cultura occidental) habla a menudo de ponerlo todo patas arriba, y entonces su sonrisa, sin dejar de ser alegre, tiene un no sé qué de devastador. Las personas serias son las que ven claro que todo eso no les gusta. [102]

Sin prisas, sigue su camino como antes. Por dentro presiente ya que su tiempo —su “tiempo interior”— se agota. Vuelve —o continúa— su referencia al amor, que va iluminando sus pasos. Un amor entendido en personal y no sólo en abstracto. Ese tiempo interior que es a los momentos poéticos lo que la biografía a los hechos de una vida [103], trasluce en estos versos, posiblemente los últimos que escribió:
El sol poniente me regala
las sombras que de lado van cayendo
en suaves cascadas de silencio.
El camino solitario se abre paso
entre ese bosque bajo tan amigo.
Cuatro casas desmañadas y vacías,
una verja, un escueto jardín desaliñado,
un rosal con rosas muy ajadas
que ya no están al alcance de la mano.
Manchas rojizas de robles otoñales,
entre el verde tupido y algo oscuro
de muchos árboles sin nombre.
Ladridos lejanos de unos perros
que, más que de pagés, son de comercio.
La paz agreste de mi vida,
los años que seguidos van huyendo.
Y aquella Girona hecha de niebla.
Un recuerdo vago, un viejo afecto.
No te inquietes, sigue andando.
Aún quedan dos horas de camino
antes que acabe la tarde.
El amor vendrá —aún no es tiempo—
al doblar el último recodo,
la última oración apenas dicha,
cuando puedas decir: todo está hecho.
Ahora camina. Sigue sonriendo.[104]

Es diciembre. Sólo le queda un diciembre más por vivir. No lo sabe, pero lo presiente ya. Por eso endereza todas las fuerzas que le quedan hacia su último proyecto. Y platica de eso con sus amigos. Pujol lo recuerda en esos últimos años. Relata, amenamente y como mezclando ironía con verdad, el contenido de unas conversaciones donde ya se atisba la elaboración del libro:
En sus libros ya ha dicho cosas tremendas, aunque nadie se alarma porque sólo le leen otros filósofos, y por otra parte ha de ser un poco comedido en la expresión…; pero ahora planea algo más radical y subversivo —entiéndase, en letra impresa— que se supone habrá de aparecer con carácter póstumo para mitigar el horror que tal vez cause a muchos. La metafísica tiene sus exigencias, y una de ellas es estar en desacuerdo con la marcha del mundo: lo que la gente llama revolución o política le parece juego de niños, no es eso, no es eso, y se pone a explicar el fondo de las cosas, que es claridad y sencillez, iluminando muy bien lo que nos empeñamos en enturbiar. Algún día se sabrá que lo que dice es muy de veras. [105]

Algo similar comenta Melendo de sus últimas cartas:
Las cartas posteriores seguían dando noticias de ese libro postrero, al que siempre continuaría deseando póstumo. Metafísica de lo cotidiano, comenzó por llamarlo; Metafísica del acontecer, lo denominaba más tarde; y, ya desde mayo del 88, Olvido y memoria del ser. En octubre del 92 me comentaba: «Sigo trabajando, a ratos sueltos, en mi Olvido y memoria del ser. Tengo ya un primer borrador de la primera parte (el olvido), de unas 400 páginas. Preveo que el libro tendrá al final unas 1000. No tengo ninguna prisa. Me gustaría que fuese el resultado maduro de todo lo que mi vida filosófica (y no sólo filosófica) ha dado de sí, y que tenga alguna utilidad en relación con la recristianización de este viejo mundo (y con la recuperación de la metafísica sapiencial, con todo cuanto esto comporta)». Y ya en febrero del 93, pocos meses antes de su marcha al Cielo, con palabras bastante parecidas: «Sigo con mi Olvido y memoria del ser, aunque ahora está prácticamente intocado desde el pasado noviembre […]. De momento doy por acabado el borrador de la Primera Parte (el Olvido), y me dispongo, cuando pueda y como pueda, a acometer el borrador de la Segunda (la Memoria: más fácil en cuanto al contenido intelectual, pero más difícil de hacer ameno). Dios dirá. No me inquieta. Lo tengo planteado como “libro póstumo”. Si son rosas, florecerán». [106]

Ha mantenido también conversaciones con Juan Pegueroles, especialista en San Agustín, que le sirven para concretar esa recuperación del cuyo olvido denunciaba Heidegger:
Cardona recoge estas sugerencias junto con las de su también filósofo y amigo Juan Pegueroles, especialista en Agustín de Hipona. Y, mediante un ulterior giro de tuerca en la comprensión del ser como acto, apela a «lo que San Agustín llama “memoria de lo presente”, y que —excluida cualquier resonancia kantiana [nos dice]— podríamos llamar memoria trascendental o metafísica, que tiende a hacer presente en el conocimiento lo que ya está presente en el ser: es una memoria no de lo sabido, sino de lo sido cuando empezamos a ser y en la medida en que somos, habiendo no sido». A continuación agrega: «Aunque inicialmente no en forma de contraposición, sino más bien de imagen o vestigio, San Agustín habla de una memoria sui, intelligentia sui, amor sui, a diferencia de una memoria Dei, intelligentia Dei, amor Dei. Y siendo Dios intimior intimo meo, se entiende que esa memoria de Dios es primordial, y funda la veracidad de la memoria de mí» [Carlos Cardona, Olvido y memoria del ser, Eunsa, Pamplona 1997, p. 296.]. [107]

Así evalúa este esfuerzo Melendo, siguiendo de cerca el análisis de Porta y recurriendo, para la interpretación de San Agustín, a Gilson:
En este libro reafirma y desarrolla [«Me parece que en Olvido y memoria del ser se puede advertir un relevante enriquecimiento de la propuesta terapéutica de los escritos anteriores]: además de insistir en que se trata de fomentar un pensamiento metafísico capaz de exponerse a la intemperie del ser, Cardona entrevé una especie de tendencia o actitud fundamental hacia el ser en la misma estructura de la persona. En cierto sentido, junto a un inmanentismo antropocéntrico, cerrado a la trascendencia del ser, el filósofo catalán descubre una inmanencia personal, una “memoria ontológica” que cela en sí el “recuerdo” del origen de la persona del Ser infinito, que lleva consigo una suerte de “nostalgia metafísica” y que empuja a abrirse verdaderamente al ser» Marco Porta, La metafísica sapienzale di Carlos Cardona. Il rapporto tra esistenza, metafísica, etica e fede, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2002, p. 193).], siempre con el estímulo de Heidegger aunque a veces por contraste superador de sus afirmaciones, los principios especulativos y la interpretación metafísica del núcleo de la Modernidad a que he venido aludiendo [Me interesa señalar que el juicio sobre esta modalidad del filosofar se encuentra en nuestro autor muy matizado. Como explica Porta, «Cardona no duda en atribuir a la historia de la filosofía de los últimos cuatro siglos una “grandeza verdaderamente épica”, una audaz exploración de las posibilidades de raciocinio del pensamiento humano, que permanecerá a lo largo de los tiempos como una imprescindible lección histórica. Y sabe reconocer sus méritos indudables, como el “de haber situado la libertad como fundamento del hacer y del vivir humanos”. Pero se cuida de precisar que los aspectos positivos de la modernidad, tanto el que acabamos de indicar como los que lleva aparejados el desarrollo de las ciencias humanas (psicología, sociología) necesitan ser sanados a radice mediante la recuperación de sus fundamentos metafísicos» (Marco Porta, La metafísica sapienzale di Carlos Cardona. Il rapporto tra esistenza, metafísica, etica e fede, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2002, p. 29).], los dota de mayor penetración en los quehaceres cotidianos, y elabora una propuesta de fundamentación sapiencial de los siglos futuros. Todo ello haciendo leva sobre esa «tercera idea» ya mencionada: la «memoria del ser», de clara inspiración agustiniana. Estamos ante una intuición densa, cargada de resonancias, en la que el término «memoria», como explica Gilson, «significa más de lo que designa en su acepción psicológica moderna» como simple «recuerdo del pasado. Por el contrario, en San Agustín se aplica a cuanto está presente en el alma […] sin ser explícitamente conocido ni percibido». Y añade: «Los únicos términos psicológicos modernos que en cierto modo equivalen a la memoria agustiniana son los de inconsciente o subconsciente, con tal de que se amplíe su significado, hasta hacerles incluir, además de la presencia de sus propios estados no actualmente percibidos, la presencia metafísica en el alma de una realidad distinta de ella, y trascendente, es decir, de Dios» [ Étienne Gilson, Introduction a l’étude de Saint Augustin, Librairie philosophique J. Vrin, París 1982, p. 135, nota 2.]. [108]

Cardona, pues, es un autor de la unidad en el pensamiento —en este sentido se entiende su contribución a la revigorización de una “metafísica sapiencial”, que devuelve a la ética su fundamento ético y a la metafísica su carácter eminentemente ético. En su pensamiento no sólo está presente Santo Tomás —aunque lo está y de manera notoria, po ejemplo en la centralidad que en su pensamiento da al actus essendi—: se reúnen también nociones importantes de Heidegger —entre muchas otras, la del olvido del ser, pero también, por ejemplo, la crítica a la sociedad tecnificada y al dominio de la razón calculadora—, de San Agustín —como la de la memoria de ese mismo ser—, de Kierkegaard —cuando insiste en el valor del individuo, de la persona en singular, libre e infinitamente valiosa—. Porta, después de un análisis exhaustivo del pensamiento de Cardona llega a conclusiones que permiten verlo en conexión con la marcha de la filosofía en el siglo XX:
Ideas familiares al personalismo contemporáneo y que de algún modo resumen un aspecto importante del pensamiento de Cardona, siempre que subrayemos que en él se encuentran radicalmente fundamentadas —según vengo sugiriendo— en una fecunda y sagaz penetración en toda la riqueza del actus essendi, que en las personas adquiere una configuración infinitamente más plena, caracterizada por nuestro autor como «acto personal de ser» [Sin el más mínimo afán de polémica, también ahora concuerdo con el juicio de Porta: «No hay duda de que en su reflexión ocupa un puesto central el tema de la persona. En sus textos encontramos, ante todo, las coordenadas que definen su “situación metafísica”: el hombre como ser único e irrepetible, en virtud de su alma espiritual, forma pura que recibe en sí el acto de ser y lo comunica al cuerpo con el que forma un solo ente. Y sobre esta base metafísica despliega un amplio abanico de consideraciones antropológicas, sobre la relación a Dios y a los demás, sobre el nexo entre ser y acción, sobre la libertad y el amor. Me parece que cabe presentar esta parte de su investigación como una contribución original e importante de “metafísica de la persona”, que se inserta en el amplio movimiento filosófico que considera necesario radicar la plena comprensión de la persona en un sólido fundamento ontológico. El mérito de la indagación de Cardona consiste en mostrar la inagotable fecundidad filosófica de la noción tomista de actus essendi, que encuentra en la realidad de la persona el culmen de su perfección intensiva. Y también puede servir, de forma paralela, para desmentir el juicio sumario de los que sostienen que la metafísica clásica habría sido superada por las modernas analíticas existenciales, mientras que, al contrario, se demuestra perfectamente capaz de acoger lo mejor que han producido estas últimas, a la vez que sana su error fatal: el de la pérdida del fundamento» (Marco Porta, La metafísica sapienzale di Carlos Cardona. Il rapporto tra esistenza, metafísica, etica e fede, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2002, pp. 233—234).], que en cierto modo es la clave de su pensamiento, de su vida y de la muy enriquecedora fecundación recíproca entre uno y otra [Refiriéndose a la separación moderno—contemporánea entre metafísica y ética, explica: «En el núcleo de la metafísica de Santo Tomás —y esto aparece con toda claridad en sus obras de madurez— no hay separación, sino distinción. Para él, como para San Agustín, y antes para los primeros metafísicos, la filosofía nace de un anhelo ético, metafísicamente vivido, como amor a la sabiduría, que es el saber que se busca para el amor. En esta perspectiva, la ética es metafísica o no es nada; y la metafísica es ética o no es nada. Después de tantos siglos de excesiva “distinción” —llevada hasta la separación—, ha llegado el momento de recuperar la unidad, que está en el acto personal de ser, como fruto de un libérrimo acto divino de Amor» (Carlos Cardona, Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid, 2ª ed. 2002, pp. 125—126).]. [109]

Compendio de su obra
A continuación, para quien quisiera profundizar más en la lectura y conocimiento de Cardona, se enlistan todos sus trabajos (o aquellos que se han escrito acerca de él) que publicados al momento [110]:
LIBROS

Metafísica del bien común. RIALP. Madrid, 1966.
Metafísica de la opción intelectual. Primera edición (1969). Segunda edición corregida y ampliada. RIALP. Madrid, 1973. [Traducción italiana de la primera edición española: Metafisica dell’opzione intellettuale. EDUSC. Roma, 2003.]
René Descartes: Discurso del método. Tercera edición. EMESA. Madrid 1975. [Traducción italiana: René Descartes: Discorso sul metodo. Japadre. L’Aquila, 1975.
Metafísica del bien y del mal. EUNSA. Pamplona, 1987. [Traducción italiana: Metafisica del bene e del male. Ares. Milano, 1991.]
Ética del quehacer educativo. RIALP. Madrid 1990. [Traducción italiana: Etica del lavoro educativo. Ares. Milano, 1991.]
Tiempo interior. Seuba. Barcelona, 1992.
Olvido y memoria del ser. EUNSA. Pamplona, 1997.
Aforismos de Carlos Cardona (a cargo de Carlos Pujol). RIALP. Madrid, 1999.

COLABORACIONES CON OTROS AUTORES

Los movimientos teológicos secularizantes. BAC. Madrid, 1973.
Le ragioni del tomismo. Ares. Milano, 1979. [Traducción castellana: Las razones del tomismo. Primera edición. EUNSA. Pamplona, 1979. Segunda edición 1990.]
Fe, razón y teología. EUNSA. Pamplona, 1979.
Tomás de Aquino, también hoy. EUNSA. Pamplona, 1990.
Estudios sobre Camino. RIALP. Madrid, 1998.

ARTÍCULOS

“Virginidad y matrimonio”. La actualidad española. Madrid, 30—IV—1959.
“Itinerario dell’ordine”. Studi Cattolici, Milán, julio—agosto (1962), pp. 56—57.
“Imparare a dire no”. Studi Cattolici. Milán, enero—febrero (1963), pp. 69—70.
“Moral social”. Gran Enciclopedia Rialp. Madrid, vol. XVI.
“Santo Tomás de aquino”. Gran Enciclopedia Rialp. Madrid, vol. XXII.
“Sulla verità dell’essere”. Divinitas, Roma, XIV (1970), pp. 1—15.
“Il passaggio alla teologia”. Divinitas, Roma, XIV (1971), pp. 3—28.
“La situazione metafisica dell’uomo”. Divus Thomas. Piacenza, LXXV (1972), pp. 30—55.
“Rilievi critici a due fondamentazioni per una costruziones teologica”. Divus Thomas. Piacenza, LXXV (1972), pp. 149—176.
“La jerarquía de las verdades y el orden de lo real”. Scripta theologica. Pamplona, IV (1972), pp. 123—144.
“Dalla verità dell’essere alla verità di Dio”. Studi Cattolici. Milano (1973), pp. 337—342.
“Introducción a la ‘Quaestio Disputata De Malo’. Scripta theologica. Pamplona, VI (1974), pp. 111—143.
“Fede e ragione”. Terzo programma. Roma, I (1975), pp. 121—130.
“Raíces del escepticismo contemporáneo”. Palabra. Madrid, agosto—septiembre (1976), pp. 5—9.
“La totalidad del ser y la metafísica” (entrevista). El pensamiento navarro. Pamplona, 28—I—1978.
“El interés por la metafísica” (entrevista). Diario de Navarra. Pamplona, 28—I—1978.
“El acto de ser y la acción creatural”. Scripta theologica. Pamplona, X (1978), pp. 1081—1096.
“La ordenación de la creatura a Dios”. Scripta theologica. Pamplona, XI (1978), pp. 801—823.
“La libertad humana y su fundamento”. Scripta theologica. Pamplona, XI (1979), pp. 1037—1055.
“Por qué es natural la ley natural”. Persona y Derecho. Pamplona, VII (1980), pp. 256—267.
“Bene di tutti, bene di ciascuno”. Studi Cattolici. Milano (1980), pp. 537—546.
“El bien común, la persona y la sociedad civil”. Sapientia. Buenos Aires, XXXV (1980), pp. 487—500.
“Perché è naturale il diritto naturale”. Studi Cattolici. Milano (1981), pp. 242—265.
“Testimonios personales”. Nuestro tiempo. Pamplona, noviembre (1982), pp. 97—99.
“Presentación”. En: Cardona Pescador, J. La depresión. Psicopatología de la alegría. Editorial Científico—médica. Barcelona, 1984. pp. v—xiii.
“Libertat com a fonament”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, abril (1985), n. 30.
“La libertat i la crisis del fonament”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, agosto (1985), n. 46.
“L’ésser com a amor”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, diciembre (1985), n. 63.
“Heidegger e il tomismo secondo Cornelio Fabro”. Cultura e libri. Roma, III, n. 14, pp. 193—197.
“Ser y libertad”. Anuario filosófico. Pamplona, XIX (1986), pp. 163—172.
“Exhortació a la alegria”. Questions de vida cristiana. Barcelona (1988), no. 143, pp. 111—116.
“Presentación”. En: Cardó, Carles. Emmanuel. RIALP. Madrid, 1989. pp. 5—16.
“Dios creó a la mujer a su imagen y semejanza”. Papeles para la libertad. Ya. Madrid, 14—III—1989.
“Acerca de la mujer y de la dignidad”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, abril (1989), n. 237.
“Presentación”. En: Cardona Pescador, J. Psicología de la tristeza. Editorial Científico—médica. Barcelona, 1989. pp. 5—14.
“Presentación”. En: Pujol, Carlos. RIALP. Madrid, 1989. pp. 9—11.
“Para qué sirve la filosofía”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, junio (1989), n. 244.
“Cinco libros, cuatro autores”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, junio (1989), n. 248.
“La ética metafísica” (entrevista). Nuestro tiempo. Pamplona, septiembre (1989), n. 423, pp. 100—117.
“La verdad de la creación y el mal moral”. Anthropotes. Roma, V (1989). pp. 207—224.
“Filosofía y cristianismo (en el centenario de Heidegger). I: Legitimidad de la filosofía cristiana”. Espíritu, XXXVIII (1989) 101—114.
“Filosofía y cristianismo (en el centenario de Heidegger). II: Pilares para la reconstrucción de la metafísica después de la ‘deconstrucción’ heideggeriana”. Espíritu, XXXIX (1990) 5—39.
“La modernidad ha hecho agua” (entrevista). Alternativa. Málaga, diciembre de 1989. pp. 5—7.
“El amor a la verdad y la verdad del amor”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, febrero (1990), n. 281.
“Fe i filosofia avui, després de Heidegger”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, marzo (1990), n. 285.
“Sobre Santo Tomás”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, abril (1990), n. 292.
“Amore della verità e verità dell’amore”. Studi Cattolici. Milano (1990), pp. 293—307.
“La persona, el alma y Dios”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, junio (1990), n. 297.
“Tomás de Aquino, una insistencia secular”. Doctor angelicus. Barcelona, I (1990). pp. 5—9.
“La filosofía y los filósofos”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, noviembre (1990), n. 297.
“Psiquiatría y antropología filosófica”. El síndrome de soledad. Susaeta Editores. Madrid, 1990. pp. 3—10.
“Riscoprire l’esse”. Studi Cattolici. Milano (1990), pp. 884—887.
“Filosofía y cristianismo (en el centenario de Heidegger). II”. Barcelona, (1990), nn. 101—102. pp. 5—39.
“Tema de estudio” (entrevista). Comunidad educativa. n. 185. Madrid, febrero (1991), pp. 26—27.
“Fe y cultura”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, septiembre (1991), n. 364.
“El difícil redescubrimiento del ser”. Veritatem in caritate. Studi in onore di Cornelio Fabro. Ermes. Potenza, 1991. pp. 35—48.
“Per recristianizzare l’intelligenza”. Divus Thomas. XCIII (1991), pp. 3—20.
“Fe y cultura, de nuevo”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, febrero (1992), n. 387.
“Presentación”. En: Pujol, Carlos. Gente de la Biblia (de Aarón a Zaqueo). RIALP. Madrid, 1992. pp. 11—17.
“Bilancio d’epoca e nuova Cristianità”. Studi Cattolici. Milano (1992), pp. 615—623.
“Querer la verdad” (entrevista). Arvo (Conversaciones sobre fe y cultura). Salamanca, octubre (1992), n. 128.
“Una metafisica per il 2000” (entrevista). Studi Cattolici. Milano (1993), pp. 89—93.
“Ètica i sexualitat (fonament)”. Servicio de documentación Montalegre. Barcelona, marzo (1993), n. 441.


ESTUDIOS Y RECENSIONES SOBRE SUS OBRAS

Caldera, Rafael Tomás. La cruz en la inteligencia. En: El oficio del sabio. Centauro. Caracas 1996. pp. 147—171.
Clavell, L. Riabilitare la libertà. En: Metafisica e libertà. Armando. Roma, 1996. pp. 163—206.
Esparza, J. J. Carlos Cardona: “El amor es el fin y origen de nuestra vida”. ABC. 22—V—1989. p. 48.
Forment, Eudaldo. Carlos Cardona. “Espíritu” (1994), pp. 116—118.
La filosofía de la libertad en Carlos Cardona. “Espíritu” (1994), pp. 163—170.
La obra filosófica de Carlos Cardona. “Espíritu” (1995), pp. 163—170.
Metafísica de la libertad en Carlos Cardona. “Sapientia” (1995), pp. 79—98.
Filosofía, Teología y Ética en Carlos Cardona. En: Historia de la filosofía tomista en la España contemporánea. Encuentro. Madrid, 1998. pp. 260—271.
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Nigro, C. “Fede, ateismo e opzione intellettuale”. Divinitas (1970, pp. 3—8.
Ocáriz, F. “Metafísica de la opción intelectual” (recensione). Scripta theologica (1972), pp. 273—275.
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Reyes, M. C. “El ser en la metafísica de Carlos Cardona”. Cuadernos de Anuario Filosófico. EUNSA. Pamplona, 1997.
Rodríguez Barrios, M. L. La libertad humana y su educación según Carlos Cardona. Tesi di licenza discussa preso la Pontificia Università della Santa Croce. Roma, 1998.
Segonds, F. “Carlos Cardona: Ética del quehacer educativo”. Cahiers (Revue de la Faculté Libre de Philosophie comparée de Paris) (1990), pp. 286—287.



1.2. El umbral del camino metafísico
Como se ha visto en el apartado anterior, el punto clave para la fundamentación del amor es ser. Esa meditación, anotará Heidegger, representa el “recuerdo interiorizante” en el primer inicio del pensamiento Occidental. Pues concebir el ser singifica concebir el fundamento. [111] Y el ser será también la vía para penetrar hasta las raíces más hondas de la realidad, si se pretende, con Cardona, hablar del amor bajo una perspectiva universal, de todo cuanto es.

1.2.1. La abstracción y la metafísica
Ahora bien, para mostrar cómo se encuentra la noción del ser (como acto), cómo la descubre el entendimiento, debe explicarse, de manera muy básica al menos, una operación intelectual que Santo Tomás llama separatio:
Sic ergo in operatione intellectus triplex distinctio invenitur. Una secundum operationem intellectus componentis et dividentis, quae separatio dicitur proprie; et haec competit scientiae divinae sive metaphysicae. Alia secundum operationem, qua formantur quiditates rerum, quae est abstractio formae a materia sensibili; et haec competit mathematicae. Tertia secundum eandem operationem quae est abstractio universalis a particulari; et haec competit etiam physicae et est communis omnibus scientiis, quia in scientia praetermittitur quod per accidens est et accipitur quod per se est. Et quia quidam non intellexerunt differentiam duarum ultimarum a prima, inciderunt in errorem, ut ponerent mathematica et universalia a sensibilibus separata, ut Pythagorici et Platonici. [112]

Durante mucho tiempo se pensó en la Escolástica posterior a Santo Tomás que se accedía a la metafísica a través de un “tercer grado de abstracción”. El primero, propio de la física, consideraría los entes corpóreos, dejando de lado la materia individual quedándose con la materia común. El segundo, utilizado en la matemática, los consideraría inmaterialmente, dejando de lado la materia sensible común pero quedándose con la materia inteligible (la cantidad). El tercero, abstraería incluso la materia inteligible y consideraría la sustancia o el ser [113].
Ahora bien, abstraer significa alejarse de la materia de algún modo. Y la metafísica, por estudiar todo tipo de realidades, también mira a algunas que no son materiales o que pueden existir sin materia (como el acto, la causa o la sustancia). Pero resulta imposible dejar de lado alguna materia en aquello que no se compone de materia: no se puede en metafísica, propiamente hablar de “abstracción”. Por eso Santo Tomás habla de una separatio, “secundum operationem intellectus componentis et dividentis”, una separación real de la materia, que no es fruto de la primera operación del intelecto —la simple aprehensión—, que mira a la esencia de los entes, sino de la segunda —el juicio— que ve a la totalidad de lo real, al ser:
Sic ergo intellectus distinguit unum ab altero aliter et aliter secundum diversas operationes; quia secundum operationem, qua componit et dividit, distinguit unum ab alio per hoc quod intelligit unum alii non inesse. In operatione vero qua intelligit, quid est unumquodque, distinguit unum ab alio, dum intelligit, quid est hoc, nihil intelligendo de alio, neque quod sit cum eo, neque quod sit ab eo separatum. Unde ista distinctio non proprie habet nomen separationis, sed prima tantum. Haec autem distinctio recte dicitur abstractio, sed tunc tantum quando ea, quorum unum sine altero intelligitur, sunt simul secundum rem. Non enim dicitur animal a lapide abstrahi, si animal absque intellectu lapidis intelligatur.[114]

La separatio se ubica, pues, en el ámbito del ser y no de la esencia; no de qué es algo, sino de que es. En la noción de ente se encuentra contenida la predicación de ser del sujeto esencial que es. Así:
Secunda vero operatio respicit ipsum esse rei, quod quidem resultat ex congregatione principiorum rei in compositis vel ipsam simplicem naturam rei concomitatur, ut in substantiis simplicibus. Et quia veritas intellectus est ex hoc quod conformatur rei, patet quod secundum hanc secundam operationem intellectus non potest vere abstrahere quod secundum rem coniunctum est, quia in abstrahendo significaretur esse separatio secundum ipsum esse rei, sicut si abstraho hominem ab albedine dicendo: homo non est albus, significo esse separationem in re. Unde si secundum rem homo et albedo non sint separata, erit intellectus falsus. Hac ergo operatione intellectus vere abstrahere non potest nisi ea quae sunt secundum rem separata, ut cum dicitur: homo non est asinus. [115]

Para entender (no definir, pues trasciende los géneros) el ser, en el ente se descubre que es y al mismo tiempo que en él hay un acto de ser que no es él:
El término es el ente, en el que se distinguen…los principios últimos constitutivos de toda la realidad. Esta integración de principios últimos integrativos del ente, expresada a través del juicio, devuelve al pensante al ser de las cosas. Pero lo hace a través de un juicio de composición, pues siempre se hace presente toda la realidad de las cosas, con su limitación, pero toda en sus fundamentos. [116]

Existen, por tanto, dos tipos de abstracción —la abstractio formae y la abstractio totius— que corresponden a una consideración intencional por parte del intelecto, de elementos que en el ente, en la realidad, se encuentran unidos. Por otra parte, la operación por la cual se reconocen como elementos distintos aquellos que en realidad lo son, es la separatio:
Et ita sunt duae abstractiones intellectus. Una quae respondet unioni formae et materiae vel accidentis et subiecti, et haec est abstractio formae a materia sensibili. Alia quae respondet unioni totius et partis, et huic respondet abstractio universalis a particulari, quae est abstractio totius, in quo consideratur absolute natura aliqua secundum suam rationem essentialem, ab omnibus partibus, quae non sunt partes speciei, sed sunt partes accidentales. Non autem inveniuntur abstractiones eis oppositae, quibus pars abstrahatur a toto vel materia a forma; quia pars vel non potest abstrahi a toto per intellectum, si sit de partibus materiae, in quarum diffinitione ponitur totum, vel potest etiam sine toto esse, si sit de partibus speciei, sicut linea sine triangulo vel littera sine syllaba vel elementum sine mixto. In his autem quae secundum esse possunt esse divisa, magis habet locum separatio quam abstractio. [117]

1.2.2. La separatio en Cardona
¿Cómo aborda Cardona el tema? Dado que se trata de un pensador sobre todo metafísico, y que el objeto de la metafísica consiste en el ser, no extraña que en diversas obras dedique algunos pasajes a describir cómo se llega al descubrimiento del ser. Pues:
Toda ciencia se ordena al mejor conocimiento de algo real y que ha sido ya antes conocido de algún modo [Q. Disp. De Veritate, 18, 4] [118], inteligentemente percibido como algo que es. Es precisamente esto lo que la metafísica considera: la característica fundamental y común a cualquier conocimiento, su realidad, su ser, su ser algo que es [In IV Metaph., 1, 530][119][120]

Pero esta disciplina de la contemplación del ser, comienza por un dato no sólo real, sino evidentísimo, el ente, que se nos presenta como siendo:
Lo primero y fundamental que sabemos de las cosas es que son, que tienen ser, que son entes. (…) Al ser lo primero conocido, el ente no puede ser propiamente definido, sino más bien descrito: ente es lo que es, lo que está siendo, lo que de alguna manera tiene ser. En esta descripción aparece una estructura de sujeto y de acto: el ente es el sujeto de su propio acto de ser, como el viviente lo es del vivir, o como el inteligente lo es del entender [De natura generis, 1] [121]. Como el movimiento o moverse es el acto del móvil, en cuanto tal móvil, así el ser es el acto del existente en cuanto ente [In I Sent., 19, 2, 2[122]]. [123]

Así, en el ente, se desvela el ser, aquello que hace que el ente sea. Pero no puede el ser conocerse por abstracción, pues no es propiamente aquello que se conoce, sino aquello que hace al ente cognoscible. En el fundamento del ente está el ser:
El ser es conocido por nosotros siempre como acto de un sujeto, de un “lo que”, de una cosa, de algo que tiene ser o subsiste; y nunca como un acto separado que fuese objeto de una intuición especial. Se trata de un acto, no de un contenido. Por eso no admite definición alguna, ni se conoce como término de una abstracción, ni se aprehende al modo como delimitamos en una definición lo que es una cosa. Conocemos el ente, y no el ser como tal en su pureza. El ser es conocido por nosotros con el ente, como el acto del ente, que le constituye en ente. Pero el ser no es propiamente lo incognoscible, sino lo que se da en el conocimiento mismo. No se trata de un acto accidental, como “correr”, que puede cesar permaneciendo el sujeto; sino que es el fundamento de la cosa: sin ese acto de ser, no habría cosa, no habría nada. Lo mismo que el correr no corre, sino que corriendo corre el corredor, tampoco el ser del ente es, sino que es su sujeto, el ente —siendo—, precisamente gracias a ese acto (In Boet., de Hebd., 2) [124][125]

Ahora bien, sólo se llama —con propiedad— ente a la substancia. Cardona se encarga, apoyándose en Santo Tomás, en recalcar que se habla de ser como realidad y no simplemente como partícula (lingüística) de enlace entre sujeto y predicado, como cuando lo usamos en “el cielo es azul”. Aunque incluso cuando se utiliza de esa manera, está cimentado en el ser real:
El ente es en cuanto participa el acto de ser, y entonces y en esa medida es y consiste, es decir, subsiste en sí mismo; ya que propiamente y por sí sólo llamamos ente a la substancia, a la que le compete subsistir. Aunque inicialmente a través de los sentidos, lo que conocemos inteligentemente son los entes que subsisten en sí. El ser que la metafísica alcanza es el acto del ente, y no el copulativo “ser” que utilizamos en nuestros juicios para unir sujeto y predicado (y que lo utilizamos precisamente porque hemos alcanzado antes el ser como acto real). El “ser” copulativo es un significado secundario o co—significado (Cf. In I Sent. 33, 1, 1 ad 1, donde Tomás de Aquino afirma con fuerza que el ser como cópula fundatur in esse rei [126]). [127]

En todo momento la utilización del vocablo “ser” denota realidad o al menos un comienzo en la realidad. Ser es, por antonomasia, el verbo de lo real:
Primeramente, “es” significa lo que cae en la inteligencia como actual: el acto de ser. Pero como hay otros actos que conocemos, cuando queremos significar que un acto está actualmente en un sujeto, lo hacemos con el verbo “ser” (Quodl., IX, 2, 3 [128]; Quodl. XII, 1, 1 ad 1[129]; In Peri Hermeneias, I[130]). Cuando hablamos de ser —aunque lo hagamos en general, como hablando del “ser común”—, no nos referimos a algo que esté fuera de los existentes. Sólo en el entendimiento puede ser ese ser común (C. G., I, 26)[131]. Y lo puede ser en cuanto que antes se ha encontrado en los entes que se han conocido. [132]

Pero se atisba el ser, sobre todo, no en la simple aprehensión —donde el enfoque principal del entendimiento es la esencia— sino en el juicio. Y a través de él se halla el principio de no contradicción, primero de los principios de toda ciencia, que se asienta precisamente en un descubrimiento del ser en algo —“en cada algo”—:
A la inmediata aprehensión de lo real, del ente, siguen otros conocimientos primeros, presupuestos por todos los demás, y que también alcanzamos de modo natural y espontáneo [133]. En el plano de los juicios, que son el conocimiento ya terminado, hay uno primordial sin el que nada podríamos afirmar: que es imposible ser y no ser a la vez; este principio es primero porque sus términos son el ente y el no ente, que es lo primero que el intelecto entiende (In XI Metaph., 1)[134]. Con este principio afirmamos la positividad de lo real: el ser no es el no ser; todo lo que es, pertenece al ser, fuera del ser nada hay. Con él oponemos el ser a su negación: y por eso a este principio lo llamamos de no contradicción. No es que la contradicción sea “impensable”, y que el principio de no contradicción venga a ser un axioma o postulado inevitable. Se trata de que ese juicio responde a la evidencia o manifestarse del ente (In IV Metaph., 6, 598)[135][136]

Apunta, por eso, nuestro autor a esa primacía de la realidad que este principio enuncia, y que sólo en segundo lugar se vuelve —también— un principio lógico:
Es ante todo éste un juicio de realidad. Sólo secundaria y derivadamente es una ley lógica o del pensamiento: toda la lógica se funda en la metafísica. Resulta así una verdad conocida de suyo, que alcanzamos de modo natural, y que nuestra inteligencia formula como efecto y resultado de la verdad de las cosas mismas que se me hacen presentes. Surge de la experiencia de los términos de ese juicio: ente (por su ser) y no-ente (por su no-ser); de la misma manera que el juicio “el todo es mayor que las partes” surge en la inteligencia inmediatamente, a partir del conocimiento de lo que es “todo” y lo que es sólo una “parte” (In IV Metaph., 6, 605) [137], dado inicialmente a los sentidos (S. Th., I-II, 51, 1)[138][139]

El principio de no contradicción constituye un juicio. En el ámbito del juicio, que presupone para ser veraz de una recta razón, de una intención abierta a la verdad, de un buen amor que busca conocer, se situará el descubrimiento del ser con todas sus implicaciones (algunas de ellas expuestas más adelante en esta tesis):
Es sumamente importante advertir que aquel no-ente (y su no-ser) que, en el juicio de no contradicción, oponemos al ente (y su ser), no es primario, sino que sigue a la afirmación de éste, como división o apartamiento (este ente no es el otro); a la que sucede la noción de “uno”, a la que consigue a su vez la de multitud, que de algún modo incluye también como tal la de unidad; y todas esas nociones implican y suponen la de ente (Q. Disp. De Potentia, 9, 7 ad 15) [140], como siendo lo que tiene ser: que es lo primero y lo último en el entendimiento. [141]

Por eso, a pesar de su evidencia, el ser puede llegar a negarse —y de hecho se ha negado— y se puede cimentar la filosofía ya no en el ser real sino en el pensado. Ese conocimiento del ser que se revela en el ente, lleva casi de inmediato a la pregunta por su causa. Y así se arriba a la noción de Dios. Si el ser constituye el fundamento en el desarrollo de la metafísica, su punto de partida, la herramienta para notarlo —la separatio— se vuelve indispensable, como la red de un pescador:
La metafísica es nuestra contemplación del ser precisamente como acto de todo acto, a partir del conocimiento del ente, que es así nombrado precisamente por su acto de ser (Q. Disp. De Veritate, 1, 1 ad 3) [142]. Es metafísicamente como contemplamos lo propio de todo ente por ser ente, y así también sus causas. Esas causas son aquí consideradas como las causas del ente. De ahí que Dios constituya la cima de la metafísica, y su fundamento último. Por eso ha podido decirse que casi toda la filosofía se ordena al conocimiento (filosófico) de Dios (C. G., 1, 4)[143]: llamado también “teología natural”. [144]

La metafísica, pues, se dedica al estudio del ser, pero no en cualquier sentido, sino en el más fuerte, en el que tiene que ver con su equivalencia con real. No hay disciplina científica que se enfrente así, tan cruda y directamente con el ser, con lo que hay de más real, con lo que funda toda realidad:
A este conocimiento (“científico” en sentido clásico y propio) llegamos a partir de lo real que nos es dado a los sentidos. De muchos conocimientos sensibles se forma una memoria, y de muchas memorias una experiencia, y de muchas experiencias un principio universal, una ciencia que incluye un doble movimiento: uno que va desde las cosas hasta nuestra mente, y otro que regresa desde nuestra mente a las cosas (In III Sent., 14, 1, 3 sol. 3) [145]. No consiste la metafísica en estudiar la noción de ser, ni el ser como cópula verbal de nuestos juicios, sino el ser en los sujetos reales en cuanto que son, teniendo en cuenta que partimos del conocimiento que poseemos ya de ellos cuando empezamos a hacer metafísica de modo formal y riguroso, como ciencia humana, con la que perfeccionamos el conocimiento aquel que ya teníamos. [146]

Toda ciencia, para enfocar su atención al punto que desea conocer dentro de la realidad, abstrae, aísla un elemento para verlo con detenimiento. No es que piense que ese elemento existe solo, sino que lo toma aparte “por un momento” y lógicamente, para “volverlo” a su entorno real después. Sin embargo la metafísica tiene un modo peculiar de enfocar su objeto:
Partimos del conocimiento inteligente de lo sensible, pero “abstraemos” de él precisamente lo que hay de más inteligible para nosotros. Todas las las ciencias usan de la abstracción, de ese sacar algo de algo, que permita después conocer aquel primer “algo” de otras cosas que no son ese segundo “algo”, que permitan el conocimiento universal que hay en lo singular. Abstrahere non est mentiri, afirma un antiguo aforismo: abstraer no es falsear, siempre que el que abstrae sepa que lo hace, que deja algo fuera de su consideración. La metafísica, que trata de conocer los entes, también abstrae, pero lo hace de un modo peculiar, porque nada hay que no sea ente o del ente (C. G., 1, 25) [147], que no participe del ser. [148]

Resulta, en otras palabras, imposible “librarse” del ser, aunque sea sólo por un momento, pues no podemos pensar nada que no sea, y en la realidad nada hay que no sea (con excepción de la nada, que de todas formas no es). En la actividad judicativa propia de la metafísica —la separatio— se separa y une de las cosas aquello que realmente —no sólo lógicamente— esté separado o unido a ellas:
Nuestros juicios, para responder a la verdad, han de unir lo que realmente está unido y que nosotros hemos conocido separadamente. Esta separación-unión es propiamente lo que la metafísica debe hacer, a diferencia de lo que hace la matemática y a diferencia también de lo que hace la física y las ciencias de lo físico (In Boet. De Trin., 2, 1, 3) [149]. Toda ciencia (que versa sobre lo “necesario” en un cierto orden) toma en consideración lo que es por sí según la formalidad adoptada, y prescinde de lo que es tal sólo de manera accidental o contingente, de lo que es tal per accidens. [150]

La metafísica, si se quiere, al situar su actividad principalmente en el ámbito del juicio, y no en el de la simple aprehensión, y en lo ontolótico (real), más que en lo simplemente lógico, juega —al menos por naturaleza— un papel imprescindible dentro del ámbito de todo conocimiento:
Con la simple aprehensión o mirada intelectual, podemos separar o considerar aisladamente aspectos que en lo real no subsisten separadamente: pero en nuestros juicios debemos restituir la unidad a aquello que es realmente uno [In Boet. De Trin., 2, 1, 3] [151]. Puedo separar la noción de “animal” de la de “racional”, peron no puedo decir que el hombre está compuesto de lo animal y de lo racional como dos elementos realmente distintos, porque estaría así trasponiendo al orden real y metafísico lo que está sólo separado en el ámbito conceptual y lógico. [152]

Por eso ve Cardona en la recuperación de una metafísica sapiencial (es decir, realmente metafísica) una necesidad y un reto no sólo para el ámbito científico actual, sino —y ahí endereza a final de cuenta su máximo esfuerzo—, para devolver al hombre a lo real, no sólo de lo que “científicamente” investiga, sino también de lo que él mismo es y de lo que el universo en su conjunto es. Por este motivo no podía jamás Cardona hacerse a la idea de una metafísica concebida como un conocimiento entre misterioso y esotérico, entre simbólico e iniciático, escondida para unos pocos y, en cualquier caso, descarnada, arrancada de la realidad. Se hace urgente, en palabras de un discípulo de Cardona, “devolver su voz a lo real”, y ver la filosofía como “un uso de la inteligencia a favor del hombre” [153].
Es tiempo, hechas las precisiones anteriores, de adentrarse en el tema central de este trabajo, a partir de ese acto de ser cuyo descubrimiento en el ente se opera mediante la separatio.
Capítulo 2: La ordenación del universo en el amor



2.1. La clave que descifra la realidad
Como se ha expuesto ya, el primer dato con el que nos encontramos al analizar la realidad en cuanto tal, es el ente: la cosa [154] que, independientemente de qué sea, sabemos por cierto que es. La experiencia del ser, al fundar el conocimiento mismo, funda el amor también, por la conexión insoslayable que éste tiene con el amor (en cuanto se elige sólo aquello que de algún modo se conoce, y en cuanto el primer requisito para que algo se conozca es que sea):
El punto de partida necesario de todo conocimiento es la experiencia de algo que se nos manifiesta simplemente como siendo. Todo el proceso de intelección que seguirá está ya germinalmente bosquejado en le contenido y en la afirmación de que algo es: toda investigación que se emprenda, en el ámbito de la materia y en el del espíritu, arranca necesariamente de este principio, y tiende a determinar qué es lo que ese algo es.[155]

2.1.1. El descubrimiento del ser
El entendimiento humano busca no “lo que algo parece ser”, sino lo que es. Por lo tanto no se agotará su búsqueda frente a cada porción de la realidad en tanto no llegue a ver qué es, y para ello necesita, por fuerza, haber encontrado que es:
Santo Tomás resuelve la noción de ente deriva de la de su acto de ser (“Ens sumitur ab actu essendi”. Santo Tomás. De Veritate, I, 1). Y como “la verdad se funda en el ente” (Ibidem, X, 12 ad 3), se funda en último término en la noción positiva de acto de ser: “la verdad se funda en el ser de la cosa más que en la misma quididad” o esencia (Idem, In I Sent., d. 19, q. 5, a. 1). El conocimiento verdadero de algo es el conocimiento de lo que ese algo realmente es… El objeto del intelecto es lo que es la cosa, lo que la constituye, aquello en que consiste: la esencia, entendida precisamente como aquello que es, y entendida, por tanto, en función del ser que es su acto… Empieza el conocimiento del ente por algo exterior pero que es del ente, en el ente y por el ente. Por esas cualidades sensibles que nos lo presentan, el entendimiento penetra, con esfuerzo y en cierto grado, hasta el núcleo ontológico inteligible: movido por el afán de saber qué es aquello que indudablemente es. Es efectivamente a partir de ese dato como procede el hombre normal, el hombre mentalmente sano, en todas sus consideraciones. [156]

Llama la atención la referencia a “el hombre normal, el hombre mentalmente sano”. Posiblemente por su actividad, por el trato asiduo y continuo con toda clase de personas, el autor conserva en el trasfondo de sus especulaciones siempre un profundo respeto y aprecio del sentido común, que no puede estar peleado con la metafísica bien hecha. Una filosofía conducida a fondo podrá, a lo más, aportar una visión más precisa, más elevada si se quiere; pero no un desandar, un sinsentido.
De todas formas, se percibe en el ente, ese algo que es, un “acto de ser” (o esse en latín) que hace que sea, un algo vivo, dinámico, activo. El acto de ser es, como dirá Cardona, “intensivo y emergente” [157].
De algún modo el acto de ser, o simplemente ser en infinitivo (en su acepción original y no en la que equivale a “ente”), nos da la pauta para progresar en el conocimiento de lo que la experiencia nos dice y lo que cada ente revela de sí:
Estamos ante las cosas, que conocemos como tales o como cuales cosas precisamente porque son. “Podemos examinarlas todas, una tras otra, y preguntarnos por qué es o existe cada una; jamás contestará a nuestra pregunta la esencia de ninguna de ellas. Puesto que ser no figura como naturaleza de ninguna de ellas, el conocimiento científico más completo de lo que sea, ¿no sugerirá al menos el comienzo de una respuesta a la pregunta por qué son?” (Étienne Gilson. God and Philosophy (Clinton, Mass., Yale University Press, 1941), p. 71).[158]

En la noción del acto de ser Cardona ve uno de las aportaciones más valiosas de Santo Tomás a la filosofía. De aquí dependen muchas consecuencias y no por nada Tomás Melendo, siguiendo a Cardona (e interpretando a Santo Tomás) [159], ha visto en el acto de ser “la clave de entendimiento de toda la realidad”[160]. Y para el desarrollo de su doctrina respecto al amor como se aborda en esta tesis, resulta un elemento imprescindible en la argumentación.

2.1.2. Existencia y ser
Se trata de ser y no de existencia, términos que llegaron a utilizarse como sinónimos en el pasado. Incluso, a medida que “ser” fue perdiendo su significado original, se le sustitó con “existencia”, hasta que “ser” quedó relegado en el olvido (o en la confusión). Quitada la actualidad del ser, petrificado éste en cosa, mutilado de su densidad ontológica y reducido a fenómeno, la filosofía sufrió consecuencias nefastas que se extendieron de la metafísica a la antropología, de ella a la ética y, por otra parte, a la teología natural, al discurso sobre Dios. Sin embargo cabe distinguir entre el hecho de que algo sea (existencia) y el principio metafísico capaz de fundar la experiencia y el conocimiento:
(…) “distinguir el esse como acto, no sólo de la esencia, que es su potencia, sino también de la existencia, que es el hecho de ser y, por tanto, un resultado y no un principio metafísico” (Cornelio Fabro. Elementi per una dottrina tomistica, en “Divinitas”, XI (1967), II, p. 578). Esta doctrina del actus essendi es la clave del arco del originalísimo pensamiento de Santo Tomás, y “quien entrevé esto va logrando atrapar la propia materia prima de que está hecho nuestro universo, y hasta comienza a percibir oscuramente la causa suprema de tal mundo” (Étienne Gilson. God and Philosophy (Clinton, Mass., Yale University Press, 1941), pp. 69-70) [161].

Se trata de una disociación que ha costado muchas confusiones después. Un punto en el que Cardona insiste, pues es la primera piedra del edificio de un pensamiento realista (porque lo es de la realidad misma):
No podemos disociar el conocimiento de la facticidad del ente, del conocimiento de su inteligibilidad. Esa disociación ha tomado tradicionalmente el nombre de distinción entre esencia y existencia, en sustitución de la genuinamente tomista entre esencia y acto de ser. El esse ut actus (y no el esse in actu, que es distinto) constituye en realidad, y por tanto ilumina y hace inteligible al ente desde dentro, haciendo posible de la misma aprehensión del ente. En cambio, para los fautores de todo formalismo, tanto escolástico como inmanentista, la esencia pertenece a la simple aprehensión como posibilidad racional o como idea clara y distinta o como momento de la conciencia, etc.; mientras el ser (ya reducido a existencia: algo puesto fuera de su causa) pertenece en cambio a un juicio de existencia o sintético o de bruta y contingente facticidad, sin relación intrínseca alguna con lo que la cosa es. [162]

La sustitución del ser por la existencia, encuad con una interpretación más bien fenoménica de la realidad, que no obstante lo bien que la describa, nunca tocará su raíz:
El equívoco en que Heidegger está sumergido es el característico de la escolástica que él conoce. A Santo Tomás lo cita poco y mal. En cambio se muestra mejor informado sobre Suárez… Se equivoca Heidegger cuando atribuye a Santo Tomás la confusión escolástica entre esse y existentia, que viene a reducirse a la dependencia causal. El ser de que habla Tomás de Aquino no es la dependencia causal, sino el efecto de la causación trascendental o creación, efecto real, que sólo como tal comporta una relación de dependencia… “El esse del ens tomista que entra en composición real con la essentia no se ha de confundir con la existentia. Hay que afirmarlo fuertemente, es un término extraño a la semántica de la metafísica tomista: su aparecer en la controversia entre Enrique de Gante y Egidio Romano (esse essentiae, esse existentiae) ha marcado historiográficamente la pérdida de la revolucionaria novedad del esse tomista y el comienzo de la Seinsvergessenheit, justamente develada y deplorada por Heidegger. Existencia…es un factum, una condición de hecho, el hecho de la realidad y de la realización (causación) del ens, y es común por eso tanto a la esencia cuanto al esse… [163]

Aquí señalará Cardona la diferencia radical entre la filosofía del ser y las filosofías de la inmanencia, aquellas que han brotado durante la Modernidad y que de algún modo han dejado la pauta para el pensamiento contemporáneo:
La línea divisoria entre la metafísica del ser y las filosofías de la inmanencia se encuentra precisamente ahí (aunque generalmente reservemos el nombre de "inmanencia" a aquellas que han hecho explícito el proceso noético y lo han purificado de las adherencias del conocimiento espontáneo). La frontera está en la fundación del ente por el ser como su acto, y en último término como participación. Esta fundación está ya precontenida en la afirmación del ente como primum cognitum: concreto, complejo, subsistente, que la via resolutionis nos resolverá luego en su composición de acto y potencia de ser, y reclamando en consecuencia una causa extrínseca y simple, el Ipsum Esse Subsistens. Por eso es muy peligroso ponerse a filosofar cerrando los ojos: se corre el riesgo de no poder abrirlos nunca más de un modo inteligente. Así se explica que el "realismo" de muchos realistas esté hueco. Para ellos el ser no es acto de ser, sino acto de presencia (ya sea a la conciencia, o a la experiencia sensible), y es la esencia la que decide sobre la verdad del ser. [164]

2.1.3. El ser como acto
¿Pero cómo llegamos a esa noción? Como ya se expuso con cierta amplitud en el Capítulo I, el ser como acto se descubre por medio de la separatio que la inteligencia opera al contacto con el ente, que en un primer momento se nos presenta como una “complejidad íntimamente unificada” en su concreción. El acto de ser pues, no se distingue como otra cosa, como algo distinto del ente —al menos en un primer momento— sino como algo latente en él, aunque siempre distinto del puro pensamiento:
En nuestro conocimiento —que empieza con una primera intelección del ente, primum cognitum— lo inmediato no es la simplicidad del ser divino, y ni siquiera —en su smplicidad— la del acto de ser participado (que es co-aprehendido en la visión intelectual del ente), sino la complejidad íntimamente unificada del concreto, y en particular del ente corpóreo, sensible: donde la composición subsistente es doble (materia-forma, esencia-acto de ser). Sobre esa intelección, unitaria pero compleja (porque unitario y complejo es el ente), el juicio dará el primer paso resolutorio, la separatio, la separación de las partes del todo, llegando así a la noción de ser como acto, y al fin al Acto puro de Ser. Por tanto, o Descartes pretende osadamente un conocimiento divino, o se negará a admitir más de lo que su razón produzca y componga, y no habrá así más ser que el pensado y el artificial propio de la causalidad predicamental de la criatura, y, específicamente, del hombre. [165]

Ese acto de ser es acción del sujeto, como el acto de correr o el acto de cantar, con la única diferencia de que el acto de correr o de cantar puede suspenderse sin que el corredor o el cantante se desvanezcan como sujetos. En cambio, sin el acto de ser, el sujeto desaparecería [166].
El acto de ser es lo más común a todas las cosas[167], y es aquello que les da su unidad íntima, que les confiere identidad incluso cuando son compuestas[168]. Si bien en los entes corpóreos la materia prima no viene a ser nada a menos que una “forma” la actualice y la lleve a ser algo. La forma misma, antes conformar la esencia, ya sea con la materia (entes corpóreos) o sola (entes inmateriales), en el centro, en el núcleo de su actualidad, contiene el acto de ser[169].
Ahora bien, el acto de ser no es la forma, pues la actualiza, ni —obviamente— materia (que se actualiza gracias a la forma), ni esencia (que sin acto de ser no es nada), ni sujeto (pues aunque el sujeto termine, el acto de ser continúa). El acto de ser está en el ente, el ente puede incluso poseerlo, pero no lo pone. El ente no es el acto de ser, sólo lo tiene[170].
Así, el acto de ser se halla en todos los entes del universo, y cada ente se inserta en un nivel más alto en la jerarquía de los entes (de los “esentes”) en la medida en que más es. Resulta imprescindible en todo momento recordar que se está hablando aquí, cuando se dice “es”, de un verbo, de una acción, no de una esencia o de una cosa. Cuando se dice “cosa” se mira más a la esencia; cuando se dice “ente” se mira al acto de ser[171]. Y si bien todo lo que se ve o lo que existe puede llamarse “cosa”, necesariamente —e incluso antes que “cosa”, como “requisito ontológico”— tiene que llamarse “ente”. Y aunque no puede darse cosa que no sea, podría suceder que algo no fuera “cosa” y sin embargo fuera. En ese caso ya no sería ente, sino Ser como sujeto.[172]
El ser, aparte de su significado lógico cuando se utiliza para atribuir un predicado a un sujeto y cuya función básicamente es de enlace, se refiere propiamente a la acción (o acto) de ser. Como al cantante concierne “cantar” y al danzante “danzar”, al “esente” o “siente” (ente) corresponde “ser”:
Santo Tomás había distinguido cuidadosamente entre el ser como cópula verbal del ser como acto del ente. Como cópula significa la composición de cualquier enunciado que la razón hace: y este ser no es nada en la naturaleza real, sino sólo en el acto de la razón que compone y divide, por lo que puede atribuirse a todo aquello de lo que cabe hacer una proposición, tanto si es ente como si no lo es: por ejemplo, en el caso de una privación, cuando decimos que un hombre es ciego o que existe la ceguera. De otro modo, primario y principal, el ser es el acto del ente en cuanto ente, aquello por lo que algo se dice que es ente en acto en la realidad de la naturaleza. Pero a su vez este ser se atribuye a algo de un doble modo: como aquello que propia y verdaderamente tiene ser o es, y así se atribuye sólo a la sustancia que subsiste por sí, de manera que se llama sustancia a lo que verdaderamente es (propiamente los accidentes y las formas sustanciales y en general las partes no tienen ser de manera que verdaderamente sean, sino que se les atribuye el ser); de otro modo se atribuye el ser como aquello por lo que algo es, como la blancura se dice ser, no porque subsista en sí misma, sino porque por ella algo tiene el ser blanco. Por tanto, el ser propia y verdaderamente sólo se atribuye a la cosa subsistente por sí (Santo Tomás, Quol. IX, q.2, a. 3).[173]

Así pues, el ser constituye el ingrediente dinámico por el que la realidad existe, como acto del ente en cuanto ente. Si se opera una simplificación metafísica de la realidad, y se penetra hasta el fondo, hasta lo más íntimo, hasta aquello sin lo cual nada sería, se encuentra el acto de ser, o simplemente, ser.
En una operación como la que se anunciaba al principio de la tesis, de reductio ad funamentum, acompañamos a Cardona en la identificación de un elemento clave en la explicación de toda su filosofía y su comprensión de la realidad: el acto de ser. A partir de aquí se prosigue el sendero. En el desentrañamiento de todas las consecuencias que el ser acarrea, se llegará al amor. Pero de esto se habla en el apartado siguiente.



2.2. La causa del ser
En el apartado anterior se ha llegado al ser como componente radical, nuclear, de toda la realidad. Este ser, presente en todo lo que existe, no se agota en cada ente que anima. Pues si así sucediera, no podría encontrarse en otros entes distintos, por una parte; y por otra, debería extinguirse y diluirse con los entes cuando estos desaparecieran (como sucede con los de consistencia material). Existe, entre la esencia de cada ente y su ser, una distinción real.[174]

2.2.1. El ser: cercano y misterioso
Sin embargo, ese ser, aquello más íntimo y familiar a todo, se recubre, cuando se le confronta aisladamente, de un halo misterioso. Está ahí pero no ha “nacido” ahí. Se halla presente en todo pero no se explica por nada. Y, a pesar de todo, no puede negarse. En este ámbito se debe situar la pregunta de Heidegger: ¿por qué es el ente y no más bien la nada? [175], que para él constituye la primera pregunta, el punto de partida de la metafísica.
El ente, de hecho, no da por sí la explicación del ser que tiene. Que el universo exista resulta evidente, pero, ¿por qué existe en vez de no existir? ¿En qué se funda la existencia de cada cosa, si es contingente (puesto que algún día no será, luego no es necesaria; por lo tanto es contingente y tuvo un inicio que ella misma no posee como propio)?
Aquí hace irrupción el problema metafísico por excelencia, porque si, como dice Chesterton, lo más increíble de los milagros es que acaezcan, lo más asombroso de las cosas, de eso real que nos es dado inmediatamente como siendo, no es que sean tal o cual cosa, sino que sean… La existencia del universo no se explica por sí misma. Que existe es evidente, pero ¿por qué? Esa existencia no es más que un resultado, pero un resultado ¿de qué? “Decir que esa existencia se justifica por sí misma, y que no hay por qué asombrarse, es pensar que la existencia del universo es ontológicamente suficiente: que el universo existe por sí mismo” (C. Tresmontant. Comment se pose aujourd’hui le problème de l’existence de Dieu ? París, Editions du Seuil, 1966, p. 55). Y esto ya no nos es dado en la experiencia. La experiencia nos da la existencia del universo, y nos la da como el hecho de ser: nos dice sin lugar a dudas que las cosas son. Pero luego, al comprobar que no son absolutamente en ningún sentido, que lo que son no hace que sean y que, por tanto, son y no son, nos vemos inducidos a buscar fuera de ellos la razón por la que son y, en consecuencia, por la que son lo que son y así, finalmente, existen.[176]

Tiene que haber, pues, una causa del acto de ser que se halla en todo ente. Y si ese ser se encuentra también en los entes libres, personales —como en el caso del hombre—, de algún modo debe provenir de alguna causa capaz de animar lo inteligente y libre, lo personal. Debe haber una causa personal del ser.
No obstante que se haya mostrado ya cómo el acto de ser se da en el ente —en cualquier ente—, queda claro sin embargo que si bien se dé en él, no procede de él. No se origina en el ente el acto de ser. Aunque algunos entes (ver Capítulo 3) posean su acto de ser “de manera privada”, de hecho los entes se extinguen —o por lo menos alguna vez no eran—, pero el acto de ser, con si dinamismo y su virtualidad intensiva y emergente, sigue manifestándose en nuevos entes que antes no eran. Y así como el cantar puede existir en varios aunque un cantante haya perdido la voz ya y otro aún no descubra en sí esta cualidad, y no porque uno deje de cantar se extinga (el cantar), ni porque otro comience a cantar inicie en ese momento en absoluto la existencia del cantar, de una forma parecida el ser trasciende los entes. De todos modos se ve que los entes no han causado el acto de ser, aunque lo tengan. Y sin embargo el acto de ser se da en los entes. Pero si no hubiera una causa de ese acto de ser distinta del ente, el ente no existiría. Lo cual es patentemente falso. Luego debe haber una causa del acto de ser. Y si no puede ser un ente (porque entonces habría venido a ser, y alguien más debía haber causado su acto de ser, y no se puede ir así al infinito), deberá ser entonces el mismo Ser, el Acto de Ser en Sí.
Pero, ¿y qué tal si se trata de un ser común no personal? Cuando buscamos el origen del (acto de) ser con el que nos encontramos en todos los entes, no podríamos —como algunos pensadores han hecho— concluir en ese “ser común”, como acto de ser desparramado “fuera” de los entes, a la manera del aire entre los árboles y el lago. Pues si se lleva adelante ese razonamiento, “fuera” de los entes, los actos de ser (si fueran varios) no podrían distinguirse unos de otros. Y si fuera uno sólo, de algún modo tendría que poseerlo alguien —un sujeto— en propiedad para comunicarlo, pues no lo habría recibido de ningún otro (los entes contingentes no habrían podido dárselo). Pero resulta que el ser se atribuye propiamente sólo a la substancia, a lo que subsiste por sí:
Ese Ser que buscamos no es ciertamente el ser común de las cosas, puesto que ese ser común no es algo fuera de las cosas mismas más que en el entendimiento que lo abstrae. Y si Dios fuese el ser común, sólo sería algo en el entendimiento, y lo que buscamos —por imposición ontológica de los entes que no son por sí y sin embargo son— es precisamente algo real, y de tal manera real que sea el principio mismo y la causa incausada de toda realidad (Santo Tomás de Aquino. C. G., I, 26) [177].

La presencia del ser en los entes apunta a una causa de ese ser que de hecho aparece en ellos y que manifiestamente ellos no han causado o, si se quiere, del que ellos poseen “usufructo” pero no propiedad —al menos permanente—; o más sencillamente, que ellos tienen pero no son:
El ser de las cosas, que actúa su esencia, postula necesariamente un Ser que sea en sí y por sí, que no haya comenzado a ser, que sea absolutamente todo, que sea el Ser y la Verdad y el Bien y la Belleza y la Unidad, que sea Identidad perfecta sin composición ni relación a nada que no sea sí mismo, que sea el Ser: el Ipsum Esse Subsistens; de cuyo ser participan los entes, de los que se dice que son, sólo por analogía: es decir, queremos significar algo que en parte es igual y en parte distinto. [178]

El mismo Heidegger, al contemplar los campos antiguos que hoy forman Messkirch, percibe —desde su supuesta postura ateísta— una “sabia serenidad” que es “apertura a lo eterno”; a través de una puerta cuyos goznes se han forjado antaño “con los enigmas de la vida por un herrero experto” [179]. Oye sonar la vieja campana de su Iglesia de San Martín y, con su último toque, “el silencio se hace más silencio… Lo sencillo, se hace ahora más sencillo. Lo que es siempre lo mismo, aliena y libera. Ahora el aliento del camino de campo es muy nítido. ¿Es el alma que habla? ¿Es el mundo que habla? ¿Es Dios que habla?”[180] Una clara alusión a Kant, cuyas conclusiones acerca de la metafísica[181] no pueden considerarse definitivas.

2.2.2. El hallazgo de Dios Creador
La búsqueda que inició con la percepción del ente en la experiencia cotidiana, termina en el descubrimiento mismo de Dios a través del acto de ser que se descubre en cada ente:
He aquí lo que de tal manera despertaba nuestra nostalgia original, lo que nos atraía en las cosas, lo que nos inclinaba de un modo natural a poner correctamente el principio del filosofar, el acto teorético primero: la afirmación de lo real, de lo que tiene un acto de ser y es; principio que se orientaba hacia el descubrimiento de nuestro ser y de su Origen y de su Fin. [182]

Hemos llegado, entonces, a un Subsistente Sujeto del ser, que por lo tanto puede llamarse El Ser, o Dios. ¿Será por esa nostalgia que Heidegger parece adivinarlo en la sencillez grandiosa del camino a Ehnried, cuando repite que “sólo en lo no dicho de su lenguaje Dios es Dios? [183] Si el acto más íntimo y constitutivo que encontramos en cada ente es —valga la redundancia— “activo”, dinámico, de manera inminente lo será Dios:
El Dios que la razón descubre no es una abstracción: el ser en general o una cosa por el estilo. Es sujeto que ejerce el Ser absoluto, sujeto cognoscente y amoroso… El ser, y a fortiori el Ser absoluto, no es un abstracto infinitivo. El ser se conjuga, tiene sujeto, se ejerce, es verbo activo. Y el que lo ejerce de modo absoluto es Dios. Por eso al decir que Dios es el Ipsum Esse, hay que añadir en seguida: Subsistens, subsistente, personal.[184]

Sin embargo no todos aceptarían que aquel que se atisba en la distinción entre ente y ser, no sea más que “el Dios de los filósofos”, uno ante el que no se puede rezar ni hacer sacrificios, pues es sólo Causa sui [185].
Cardona recuerda que a Dios se llega a través de las creaturas. Ellas —entes— han recibido el ser y lo tienen, pero no son su origen. Es preciso que alguien lo haya causado. Alguien y no algo, pues el efecto es proporcionado a su causa, y ninguna causa no inteligente ni libre podría haber causado ser a entes inteligentes y libres. Como el carácter de inteligente y libre designa a la persona, ese ser por esencia es también Persona:
(…) tampoco nuestro conocimiento espiritual puede decirnos lo que Dios es. Que es ya lo sabemos a partir de las cosas sensibles, gracias precisamente a que nuestro conocimiento espiritual puede remontarse a su causa: pero no podemos, naturalmente, salir de la analogía del ente creado. Sin embargo, nuestro propio conocimiento, el de un ente cognoscente, añade algo a las perfecciones que atribuimos a Dios: por ejemplo, que sea cognoscente siempre en acto, que su ser y su conocer se identifiquen; pero siempre remontándonos por la vía del efecto a la causa, y a una causa que es absolutamente excedente: de la que, por tanto, nosotros mismos no somos más que efectos absolutamente inadecuados, procediendo de su libre voluntad creadora, sin necesidad alguna.[186]

Por eso Cardona lo llama “Principio Personal de quien todo procede” [187]. Obviamente cuando se habla de “creación” se supone un “Creador” y unas “criaturas”. Pero es importante recordar que se trata de un ámbito metafísico y no de uno físico. No son las creaturas “pedazos” del creador, como las semillas lo serían de una sandía o los arroyuelos de un manantial. Se trata de un concepto analógico, mucho más cerca de la equivocidad que de la univocidad[188], de la distancia entre Creador y creatura, aunque conservando siempre un nexo real, en el (acto de) ser:
Es de la máxima importancia superar el simple orden formal: punto neurálgico donde no pocos se han desorientado. Si la relación de los entes a Dios es de imitación, existe el peligro de confundir lo creado con el Creador, por la univocidad a la que estamos acostumbrados en el ámbito físico. Si se recusa toda semejanza y cualquier relación, el peligro es el de la equivocidad y el agnosticismo. La única solución es precisamente superar el mero orden formal, concebir el ser como acto, y la causalidad como dependencia, donde el acto causado es al mismo tiempo lo que el efecto tiene en común con la causa y aquello por lo que no se identifica con ella.[189]

Claro que la sola idea de una “creación”, con todo lo que conlleva, causa a más de uno bastante incomodidad, sobre todo entre aquellos que profesan —al menos teóricamente— una filosofía de la inmanencia:
Hay un concepto ante el que el filósofo inmanentista —sea cualquiera el sistema que profese— se muestra particularmente susceptible, un concepto que le horroriza: el concepto de creación (C. Tresmontant. Comment se pose aujourd’hui le problème de l’existence de Dieu ? París, Editions du Seuil, 1966, pp. 95-96). El hecho tiene un profundo significado, y está en íntima y necesaria relación con el tema de las actitudes. [190]

En este contexto ha tenido lugar una discusión durante más de dos siglos acerca del inicio del universo (material), la teoría del Big Bang, la del Big Crunch que intentó oponérsele, y cuando no se sostuvo, la última de la “autocreación” del universo, propugnada no por un filósofo, sino por un físico (que sin embargo terminó haciendo afirmaciones filosóficas con sus teorías: Stephen Hawking. [191] De algún modo el sueño modernista no se ha desterrado por completo de ciertos ámbitos intelectuales: encontrar la forma de dominar la realidad toda, de poder controlar absolutamente la naturaleza. Sueño que desconoce la naturaleza limitada del hombre y esconde, detrás, la aversión a que deba aceptarse la naturaleza ilimitada de alguien superior a él, de un Creador. Sin embargo, no es imposible que en la ciencia se hable de creación —y así se ha hecho desde mediados del pasado siglo—, ni que se haga una consideración seria al respecto con hallazgos muy interesantes. Giuseppe Tanzella-Nitti, por ejemplo, muestra que el término se ha utilizado en modelos físicos de explicación del universo, tanto en los de Big-Bang como en los de Steady-State, dentro de la física cuántica relativista y en el ámbito de la termodinámica del no equilibrio[192].

2.2.3. Una razón para crear
Ese alguien creador, pues, Dios, Sujeto y Dueño del ser, causa el ser en toda la realidad y lo sostiene en ella. Pero, ¿por qué? ¿Qué razón puede haber detrás de ese evento? En otras palabras, ¿por qué crear, por qué poner entes en acto de ser? No existe ninguna necesidad: puesto que son contingentes, podían simplemente no haber sido. Y lo que de esa manera viene a ser, no llega a ser a menos que alguien escoja que así sea y lo realice. En otras palabras requiere de un acto libre. Y toda volición libre se llama amor. Amor en este caso de Dios a Él mismo que es el Bien, pero participadamente y por razón de Él, también a la Creación. Ese hecho de “dar libremente el ser”, venga de quien venga, que denota posesión del ser —de otro modo no se daría—, puede llamarse amor. La causa de ser de todo el universo, de la realidad, de cuanto existe, es que Alguien —el Ser— se ha encargado de “pasearse” por ella (la realidad) desparramando el ser (que posee en propiedad) para que esa realidad sea (en acto). Puesto que no hay necesidad de que así lo haga ni lo haya hecho, esa “derrama de ser” encuentra su fundamento en un acto libre, voluntario, o sea un acto de amor.
El que es por esencia, no podía haber creado nada que le hiciera falta, pues sobreabunda en todo. Luego la participación de su ser es totalmente gratuita, no se necesitaba, no estaba determinada. Pero “El que es”, ser personal, es infinitamente inteligente, no podría obrar “sin sentido”, al azar o por capricho. Tiene que haber creado por amor:
Tanto desde la Revelación y la fe, como desde la metafísica natural, que llega a Dios como Acto puro de ser, o como Ipsum Esse Subsistens —Ser absoluto, simplísimo y en plenitud o totalidad—, la creación del universo se nos manifiesta como un acto trascendente de derivación causal, que el Ser por esencia obra con absoluta libertad, dando el ser en participación, y así haciendo ser a los seres. Y como los entes —que tienen el ser participado— nada pueden añadir al Ser por esencia, se sigue que la participación, la posición del ser ex nihilo sui et subiecti por Dios, la creación, es totalmente gratuita. Y una gratuidad que no es un arbitrio, capricho o simple azar —repugnando todo eso a la esencia divina—, no puede ser más que amor, ese amor que Santo Tomás, siguiendo aquí a Artistóteles, define como querer bien el bien para alguien: bonum velle alicuii. Dios crea por amor (Santo Tomás, De Pot., q. 3, a. 5 ad 14). [193]


De esta manera, y para retomar el hilo conductor iniciado en el capítulo primero de este trabajo, si se tuviera que enunciar la causa de todo cuanto existe, se operaría, diría Cardona, una reductio ad amorem. Pues los entes han venido a ser, y puesto que son contingentes de suyo, “han sido” creados, es decir “alguien” los ha creado. Como ya se ha visto ese alguien, fuente, propietario, sujeto personal del ser es Dios. Ahora bien, tratándose de una Persona, inconmensurablemente inteligente e libre, ¿qué o quién podría haberlo obligado a crear? Sólo queda una alternativa: que lo haya elegido libremente, es decir que lo haya hecho por amor. Así, toda la realidad, el “universo” entero (entendido no sólo en el ámbito material sino en el metafísico), existe por amor. El amor da cuenta y explicación de su existencia:
Para la ley divina —principio y fundamento de toda verdadera ley humana—, hay que recordar que la creación es un acto libérrimo de Dios: la reducción al fundamento de la creación es una reducción al amor, y no una imaginaria “razón suficiente”. Pero eso no es de ningún modo arbitrariedad o capricho, sino Amor, Voluntad buena y así verdaderamente sabia: sabiduría, más que “ciencia”, con cuanto comporta de amor y rectitud, que en Dios se dan en perfecta identidad por ser Acto simplísimo, y en la criatura en identidad sólo en principio radical. Y esto no es ecléctica “solución intermedia”, sino hallar la unidad en un plano superior de intelección.[194]

Sólo un acto libre de parte de Dios [195] puede explicar el hecho de que existamos, de que algo más que Él exista:
La realidad de la creación, como donación gratuita del ser y de ser para siempre, que Dios hace a la persona creada —capaz de conocer, amar y gozar—, impone esta evidencia asombrosa pero insoslayable: Dios me ama, quiere el bien para mí. Más aún, al hacerme capaz de conocerle y amarle, Dios quiere ser Él mismo mi bien, en esa unión de amistad a que me destina. Por eso quiere que ame como Él ama: generosa y libremente el bie en sí, el bien para ese Otro en que Él se constituye para mí[196].

Por lo tanto, como en el primer capítulo se llegó al descubrimiento del (acto de) ser en la realidad, en este segundo apartado se arriba a la Causa de ese ser y al motivo por el cual ha creado —ha participado el ser a la realidad, al universo entero (material e inmaterial). En este momento resulta más claro aquello que Cardona entiende por reductio ad amorem. Todo se explica por el amor, pues por él todo ha venido a ser a partir de un acto libre de quien podía causarlo.
No obstante, dentro del inmenso abanico de entes que se dan en la realidad, el ente que somos merece una particular atención. ¿Cómo surge el hombre en este escrutinio metafísico? ¿Qué aspectos de su constitución ontológica se presentan similares o distintos del resto de los entes? ¿Cómo se vive y se aplica en él esa universal reductio ad amorem? Debe pasarse ahora al caso del ente personal.
Capítulo 3: El amor como sentido del ente personal




Nos acercamos ahora al culmen del pensamiento de Cardona en el tema del amor, que es su importancia como sentido de la vida del hombre. A fin de cuentas su esfuerzo intelectual persigue precisamente contribuir a que el hombre sea mejor. Dado que a este apartado corresponde un tratamiento mucho más amplio por parte del autor, se ha dividido en dos partes. La primera mira al papel del amor en la constitución del ente personal racional, en su naturaleza. La segunda atiende al lugar del amor en el desarrollo y realización del hombre, en el perfeccionamiento de esa naturaleza.


3.1. El amor en la constitución metafísica del hombre



El hombre ha sido creado, constitutivamente, como principio y término de amor. Su existencia no se explica sin el amor, y el amor es camino de su realización personal. Pues todo lo que es, es por amor, y todo lo que puede suceder con lo que es, cuando no está ya determinado (en el caso de las realidades no libres, que actúan simplemente por determinación, ab alio), acontecerá por amor (ya sea de sí o de otro y, en última instancia, de Otro). El amor da cuenta del origen de la persona y de su orientación final, y ella se constituye en “principio y término de amor”.

3.1.1. El hombre, creado para amar
¿Para qué habría querido Dios poner en el ser entes personales, capaces de amar? Para que amaran, y para que entraran en intercambio de amor con Él, en amistad recíproca. Por eso dirá Cardona que la persona es la única creatura querida directamente por Dios:
La reducción al fundamento de todo el universo es una reductio ad amorem: todo se reduce a amor, a amor puro, infinitamente amoroso y liberal. Pero el término de una creación por amor sólo puede ser la participación de ese amor: poner en el ser seres amorosos, amantes, capaces de amar, seres libres. De ahí que lo querido por Dios en la creación, directamente y por sí, sean sólo las personas (angélicas y humanas) [Santo Tomás, C.G. III, 112]. Todo el resto del universo —con todas sus galaxias y con todas las adiciones cuantitativas o extensivas que aún se puedan descubrir— no es más que el hábitat del hombre, el “jardín de las delicias” del Génesis. [197]

La anterior es una aseveración “fuerte”, antropocentrista. ¿Por qué sólo los entes personales caerían bajo esta categoría de ser queridos, traídos a la existencia, creados, por sí mismos —es decir, en razón de una valía propia, intrínseca—? Porque los demás entes, que no tienen libertad (ni por tanto inteligencia), no podrían ser interlocutores de Dios. En cierta manera les corresponde ser movidos porque no son libres; por lo tanto pueden ser medios para las creaturas personales:
De los seres incapaces de amor —por su propia naturaleza, o porque libremente se han inhabilitado definitivamente para el amor—, Dios no espera amor y no le ofende el desamor (que es, digámoslo de paso, la esencia del mal moral): la ofensa depende de la capacidad de ofender. [198]

De todos modos, aunque este párrafo se refiere directa y primordialmente a la creación material, alguna alusión contiene a aquellos entes que un día fueron libres y que se prefirieron a sí mismos radicalmente hasta hacerse incapaces de querer a Dios; aunque por naturaleza eran libres, por elección se han apartado para siempre del bien que, a pesar de todo, saben ser El Bien. Pero este es un tema que pende directamente de la Revelación, más allá de las conclusiones a las que puede llegar la razón natural por sí sola. Volvamos, pues, a ese universo [199] creado que, por contener “partes” —los entes personales— libres, de algún modo se ennoblece y como que tiende un puente hacia el mundo espiritual de Dios a través del hombre:
Ahora podemos resumir en qué sentido se relaciona el bien común de las partes con el todo. “El universo está constituido por todas las criaturas, como un todo de sus partes. Pero si queremos asignar el fin de un todo y de sus partes, encontramos, primero, que cada parte es por su acto; como el ojo para ver. En segundo lugar, que la parte más innoble es por la más noble; como el sentido lo es para el intelecto, y el pulmón para el corazón. En tercer lugar, que todas las partes son por la perfección del todo, como la materia por la forma: pues las partes son como la materia del todo. Por fin vemos que todo el hombre es por un fin extrínseco, para que goce de Dios. Y así también en las partes del universo: cada criatura es por su propio acto y perfección. Después, las criaturas innobles son para las más nobles; como las criaturas inferiores al hombre son para el hombre. Y después, todas y cada una de las criaturas son por la perfección de todo el universo. Y por último, todo el universo con todas y cada una de sus partes, se ordena a Dios como a su fin; en cuanto que en ellos por una cierta imitación se representa la bondad divina para la gloria de Dios: aunque las criaturas racionales tengan a Dios como fin de un cierto modo especial y superior, ya que pueden llegar a Él por su operación, conociendo y amando” (S. Th. 1, q. 65, a.2c), y ya hemos visto y repetido que esto, en lugar de desvincularlas de la perfección o bien común del universo, da al universo su superior perfección, la de estar compuesto también por partes de tal dignidad.[200]

Así queda en pocas líneas —con ideas bien armadas— el universo, cada parte de él. Todo organizado en torno al fin. El universo material ha sido creado como en conjunto. Cada individuo material forma parte del todo material que como todo guarda una relación causal con Dios. En cambio, cada persona humana tiene una relación directa con Dios (es, por tanto, religiosa):
La relación a Dios en la criatura consigue a su efectiva creación. Así la relación (del efecto a su Causa) que cada individuo material dice a Dios, es sólo una parte de la relación que el universo material dice a Dios, en cuanto causado globalmente por Él. En cambio, la relación que la persona dice a Dios es una relación propia, que consigue a su creación directa y singular. Por eso, la persona humana es intrínsecamente religiosa, tiene directa relación con Dios, por su propio acto de ser personal, como su propio Origen y como su propio Fin. [201]

Para Cardona, resulta claro que procedemos de un acto de amor y que la comprensión de todo el universo, y en especial de la persona, se asienta en el amor. Prácticamente el hombre es para el amor y la realidad entera se explica a través del amor. ¿Cómo es que esto o aquello existe? La ciencia nos lo puede responder, nos explica los procesos, nos enumera los factores que lo posibilitan. ¿Por qué existen? Entonces entra la explicación sapiencial, metafísica en el plano natural, reforzada después por el plano teológico en el sobrenatural:
Procedemos de un acto divino de amor, y nuestra vida entera tiene que consistir esencialmente en amar. La comprensión del amor es la comprensión del universo entero, y de modo muy especial la comprensión de la criatura espiritual, de la persona. [202]

3.1.2. La aventura de la libertad
Dios ha tomado el riesgo de crear algunos entes libres (por ende, inteligentes y personales), es decir capaces de amar. Y ha sido un riesgo porque pueden amar rectamente al Otro que los interpela, o pueden recurvarse sobre sí mismos y amarse ellos como fines. Cuando esto segundo sucede necesariamente sufren terceros, porque no hay acciones libres que no afecten a los demás —en cierta forma, al universo entero—. No es que Dios quiera el mal que estas personas provocan, sino que quiere el bien inmenso que cada persona es, en su libertad y en su capacidad de amar. Sólo los entes libres pueden amar el bien en sí. Nada de lo demás en el universo puede amar a Dios, porque está determinado, y sigue perfectamente los designios del Creador. Dios ha creado entes que pueden elegir mal porque los ha creado capaces de elegir (el bien). De otra manera no podrían jamás elegir, ni mal ni bien:
Dios obra por amor, pone el amor y quiere sólo amor, correspondencia, reciprocidad, amistad. Y de ese amor de amistad sólo la libertad es capaz: así, Dios me ha hecho libre, porque es la única manera de obtener ese amor de benevolencia: Por eso la recurrente pregunta: ¿Cómo puede Dios permitir...?" es una pregunta sin sentido, es una ignorancia del sentido profundo de la libertad, como capacidad de amar. No hay otra manera de obtener amor de benevolencia que dar al otro la libertad de que me quiera si quiere. Si le coacciono, si le privo de libertad, lo que obtengo no será ya amor, serán satisfacciones o utilidades, pero no amor. [203]

Al crear, Dios ha querido participar su libertad a algunos entes. Los ha hecho capaces de amar como Él ama, los ha destinado, en ese sentido, a la amistad con Él, en correspondencia al amor que Él les ha prodigado, esperando de ellos el amor —que es siempre libre o no es amor—. Alguien ya era antes de que nosotros fuéramos. Alguien era libre antes de que fuéramos libres. Por eso nuestra libertad no es absoluta, sino participada, y se funda en el que —libremente— nos ha creado.
Así se entiende bien la libertad de Dios en la creación, que tiene como finalidad precisamente la participación de esa libertad: hacer ser a seres capaces de querer como Él quiere, que es lo que funda la unión de amistad a que estamos destinados. Por eso digo que su libertad funda la nuestra: me vas a querer como Yo te he querido y te quiero a ti, y por eso, precisamente porque Yo te quiero. [204]

El modelo de la amistad puede encontrarse, para el que cree, en la Revelación cristiana. Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, capaz de conocer y amar. Así puede establecer con él una amistad que se funda en ciertos elementos comunes entre los amigos. Cuando el hombre no ha podido subir más hasta Dios, Él se ha vuelto hombre, se ha abajado para hacer posible la amistad. Así, en opinión de Cardona, tiene que ser la amistad humana, siempre buscando que el amigo en la situación peor suba al nivel del que está en mejor situación. Y cuando ya no da más, entonces el otro debe abajarse un poco para sostener la amistad:
Dios crea al hombre para establecer con él una unión de amistad, y por eso establece en él una cierta igualdad: nos hace a su imagen y semejanza, capaces de conocer y amar. Partiendo de aquí, es ese mismo amor de amistad el que hace que Dios me eleve al orden sobrenatural, me haga partícipe de su misma naturaleza divina, me comunique su divinidad. Y cuando el amigo no puede subir más, es propio de la amistad abajarse, para hacer mayor la igualdad: y aquí tenemos la Encarnación del Hijo eterno de Dios. ¿Introduce esta explicación alguna “necesidad” en el orden de la gracia y de la Redención? En absoluto. Precisamente porque todo procede del amor de benevolencia, de un amor libérrimo, generoso. Y, además, la generosidad divina supera cualquier posible medida que la razón humana pueda prever. Todo eso es completamente indeducible. Pero cuando ha sucedido, es inteligible, y es justamente la revelación del Amor. Pues ése es el modelo que hemos de tener presente cuando hablamos de amor de benevolencia y de amistad. Elevar al amado tanto más cuanto podamos, y abajarnos lo conveniente para hacerle más fácil la comunión de vida y la comunicación de bienes. [205]

3.1.3. La fuente de la dignidad del hombre
Toda la explicación del hombre para Cardona se encuentra en el amor. El hombre es persona, creado por un acto de amor de Dios, llamado al amor de amistad con Dios, para siempre. Aquí está, radicalmente, la clave de la dignidad inmensa de cualquier ente humano:
¿Quién soy? Hay que responder: una persona (y explicar qué es una persona). ¿De dónde vengo? Hay que responder: vienes de Dios, procedes de un acto creador divino, de un acto supremo de amor. ¿A dónde voy? Y hay que proseguir: a Dios, a la unión de amistad con Dios. Y todo eso en el orden del ser, tal como la razón natural puede aprehenderlo por sí misma. Ésta es la identidad: ser nada menos que un interlocutor de Dios para siempre. Y eso me debe imponer un respeto absoluto, por cualquier persona, cualquiera que sea su situación de salud, de cultura,…económica: éste es —al menos— un potencial amigo de Dios. [206]

Y concorde con esa dignidad, el trato que corresponde a una persona humana es la dilección, el amor electivo, como bien en sí. Su valor radica en su capacidad de amar y en haber sido querida por sí en la creación y no para otro, como el resto de la creación no inteligente (ni libre). Por eso la persona no puede ser jamás medio, ni su valor puede medirse por la utilidad práctica que reporta:
(…) sólo las personas pueden ser amadas con verdadera dilección, y sólo así deben ser amadas; porque sólo las personas son verdaderos bienes en sí, de alguna manera absolutos, en cuanto dueños de sí, en cuanto libres y origen de amor. Cuando amamos de verdad —con amor honesto— a alguien, eso es lo que realmente amamos: su amor, su capacidad de amar; y no ésta u otra cualidad suya, física o espiritual. Por eso toda persona —hermosa o no, inteligente o no, útil o no— puede ser amada, en cuanto amorosa. Lo que no ocurre con las criaturas no personales, que están siempre en función de las personas, que son lo directamente querido por sí en la creación; todo lo demás ha sido creado para el servicio y regalo de las personas, es el conjunto de los bienes útiles. [207]

El (acto de) ser, del que se habló en el Capítulo 2 para todo el universo, en el caso particular del hombre le confiere su unidad más íntima, su integridad nuclear. El ser en la persona permea o, más bien, anima como desde dentro, las facultades y operaciones, el cuerpo y el alma de la persona. Sólo es propiamente la persona, el subsistente perenne, porque posee en propiedad (“personal”, irrepetible) su acto de ser:
Lo que es, es la persona; y es esa persona la que puede obrar y obra, de tal manera que sus obras son suyas; el ser es su acto, es el acto de la totalidad (forma y materia, substancia y accidentes, esencia y facultades, naturaleza y operación); es el acto que constituye al ente como ente real (ut habens esse) y operativo. [208]

El hombre, por su ser personal —su alma capaz de inmaterial y, por tanto ella misma espiritual—, está constitutivamente abierto a la trascendencia de sí mismo. Este es el fundamento del amor de amistad que está por naturaleza orientado a establecerse con el Creador y con los demás entes personales con quienes se entra en contacto. Por su estructura ontológica, el hombre sale de sí y se realiza —lleva a perfección toda su potencialidad natural— sólo en el amor, en la comunicación de bienes con otros entes libres y con el Ser por esencia:
Precisamente porque es persona, el hombre se trasciende a sí mismo, se abre al infinito, en una relación personal a Dios y a las otras personas creadas —en cuanto sujetos también de igual relación—, que está llamada a ser una feliz relación de amistad: benevolencia recíproca y manifestada, trato, comunicación de bienes. [209]

3.1.4. La libertad, intrínseca al amor
Por su inteligencia, el hombre es capaz de conocer objetivamente lo que no es él mismo, y conocerlo según lo que eso “no-yo” es en sí. En otras palabras, es capaz de establecer relación con algo que no es una extensión de sí, sino que es otro [210]. Esa capacidad de conocer (y por tanto de amar) a otro en cuanto otro, es el requisito para la amistad, para el amor del otro porque en sí es bueno y no principalmente porque sea bueno para mí:
La persona humana se trasciende a sí misma y puede hacer de cada una de las otras personas un alter ego, precisamente porque es persona, sujeto de conocimiento intelectual —que no subjetiva las formas, sino que las posee en su alteridad— y de amor electivo. Así, su comunión con las otras personas creadas ha de ser amistad (personal, familiar, social), comunión y jamás masificación.[211]

La persona no pertenece a la especie, no está determinada a actuar de cierta manera —pues es libre— ni subordinada a los intereses de la especie. Cada ente humano ha recibido en donación, directamente de Dios, su acto de ser personal, con la invitación a cumplir su fin y llegar al bien que corresponde a su naturaleza. Pero no necesariamente debe buscarlo, o buscarlo de cierta manera: es libre, y por lo tanto puede o no seguir esa invitación:
La persona no pertenece a la especie (como el individuo simplemente material pertenece a su especie, y a través de ella al universo corpóreo), y por tanto tampoco a la sociedad; sino a sí misma por directa donación de Dios, para que haga por sí misma, libremente, lo que Dios quiere que haga por Dios y por los demás y también por sí misma. [212]

El amor verdadero o de benevolencia es libre: no depende de lo que se espere obtener, no es un intercambio contractual. ¿Qué fundamento podrá tener un amor con esas características? Sólo el de ese mismo amor por parte de Dios hacia cada ente personal. Y la correspondencia de cada uno al amor benevolente de Dios —que si bien es debida, no es forzosa, puede realizarse o no en libertad— significa amarlo, implica amar a quienes Dios ama, amar a los demás. Amo, por tanto, a los demás, porque Dios los ama y como los ama Él. Lo más asombroso de este razonamiento es que Cardona lo sitúa dentro de la geografía de la razón natural, antes de la Revelación y la fe, es decir en el ámbito de la filosofía:
Es importante hacer entender lo que es el amor de benevolencia, que no se da en función de lo que se espera obtener. Se trata de procurar el bien del otro, sin más. Naturalmente, eso exige una fundamentación, un porqué. El único fundamento posible y concluyente es éste: porque Dios se te ha dado a ti, porque te ha dado la vida, la libertad, esa capacidad de amar desinteresadamente, y te destina a la plenitud de ese amor, en la eterna unión con Él. El primer paso en ese amor, lo ha dado Dios. A nosotros nos toca corresponder. Y esa correspondencia nos impone amar a los demás como Dios mismo los ama, y… ama a cada uno: si amo a Dios —y le debo ese amor, en estricta justicia—, he de amar a aquellos a quienes Dios ama. Hasta aquí puede llegar la inteligencia natural. [213]

El amor constituye de la manera más radical (inicio) y terminativa (fin) al hombre. Pues aunque su conocimiento consista en traer a sí lo externo para asimilarlo espiritualmente, el amor lo lleva a salir de sí hacia aquello que ama —en última instancia Dios—. Ya que su origen no está dentro de sí, sino fuera —no se ha dado a sí mismo el ser, aunque lo posea en propiedad una vez que lo ha recibido—, su fin tampoco estará en sí. Necesita salir de sí, pero hacerlo libremente. Y ese movimiento de salida de sí —que es siempre un camino hacia otro— es el amor. Por ello el amor resume al hombre, da cuenta de él, lo constituye:
La verdad es decir ser lo que es y no ser lo que no es, es la identificación intencional o adecuación del intelecto y la cosa real (Sto. Tomás, De Ver. I, 1), es hacerse intencionalmente la cosa trayéndola a sí, ensimismándola: el conocimiento es identidad sujeto-objeto hacia dentro. En cambio, el amor es salir de sí para hacerse el amado: es identidad sujeto-objeto hacia fuera. Y como el origen del ser creado está fuera —es trascendente: es Dios—, la parte motora inicial y la parte perfectiva final del acto humano están en el amor, por el que el hombre sale de sí, tiende a Dios, se hace terminalmente idéntico a sí mismo, es lo que es. De manera que lo que más radical y terminativamente constituye al acto humano como tal, y por lo tanto al hombre como hombre, es el amor como acto de la libertad. El amor es la vida misma del espíritu, de la persona. La caridad es la raíz y la forma de todas las virtudes, dice Santo Tomás (S. Th., II-II, q. 23, a.8). El amor libre es la raíz y la forma de todo acto humano, de toda actividad humana: es la vida del hombre como espíritu, como persona. [214]

3.1.5. El fundamento último de la ética
El apartamiento de Dios destruye el fundamento de la vida moral e, incluso, del conocimiento intelectual mismo. Porque la condición para el mismo conocimiento es una mínima capacidad de observar algo como distinto de mí, algo en sí mismo. Y la vida moral se asienta sobre la capacidad de la persona de trascenderse, de salir de sí, de ver más allá de su yo. Sólo así se hace posible el amor electivo. En el campo moral, el hombre tiene como alternativas o introtraerse, colocarse como fin último —como dios— o bien colocarse como creatura y buscar el fin en Dios. Zaratustra sugiere el primer camino: escogerse cada uno a sí mismo y propiciar por fin la aparición del Superhombre de Nietzsche [215] —en términos cardonianos el producto de “reduplicar electivamente el amor natural”—. Sólo en el segundo caso es posible que alguien más quepa en al consideración de un ente personal —sus semejantes—:
Este apartamiento de Dios destruye el fundamento mismo de la vida moral, la libertad como capacidad de amor electivo a lo otro de sí, y aun su misma condición que es el conocimiento intelectual. Dice Santo Tomás que hay un doble conocimiento de la verdad. Uno puramente especulativo, que la soberbia impide indirectamente, al sustraerle la causa, que es la Verdad de Dios, origen y principio de toda verdad creada, por su acto libre creador. El otro conocimiento es el afectivo. Y éste resulta directamente impedido por la soberbia (S Th. II-II, q.162, a. 3, ad 1), en cuanto el hombre al recrearse en sí mismo y por sí mismo, se bloquea y excluye el conocimiento de Dios.[216]

El hombre, desde la filosofía, puede llegar, a partir de las huellas que Dios ha dejado en la creación, a intuirlo y hasta conocerlo, en la cima más alta de ese esfuerzo de razón natural:
El hombre no es más que un elemento, una parte de ese espléndido derroche divino de la creación: inmensa geografía del ser participado, que a su vez y como totalidad está incluido —sin formar parte, pero en cuanto derivado— en la Totalidad divina que lo causa y que, por tanto, lo contiene totalmente. El hombre puede recorrer —no sin esfuerzo— esa geografía en la que se encuentra, y hasta cierto punto trascenderla, llegando hasta aquella cima de la más alta metafísica que es el conocimiento natural de Dios, y advertir así la propia posición y el camino que debe recorrer. [217]

Sin Dios y sin la persona se vuelve imposible la comprensión metafísica de la realidad. Pues Dios constituye el referente definitivo entre verdadero y falso, entre bien y mal, y el ente personal muestra que la historia lleva rumbos libres y no determinados. La negación consciente de Dios ha acarreado el olvido de la persona —que derivaba su gran valor de la relación especialísima que guardaba con Él en cuanto su creatura—. Quedan entonces ciertas promesas etéreas del progreso y del bienestar para entes abstractos (como “la sociedad”, “el pueblo”, “la humanidad”) y, cuando las ilusiones empiezan a diluirse y desvanecerse, el sinsentido existencial:
Lo infinito imaginario hace que todo sea necesario. Lo finito sin sentido hace que todo sea indiferente. Y, tanto en uno como en otro caso, la libertad se queda sin objeto, abandonada a las leyes del devenir o al azar ciego y vacío. Sin la persona —el subsistente real— no hay libertad, y todo es necesario. Sin Dios, falta el punto de referencia, la discriminación decisiva entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal, y todo es irrelevante. Al entusiasmo de estar embarcados en la nave de la historia para el embriagante periplo del progreso, sigue la indolencia narcotizada de ir a la deriva de un fluir temporal y sin destino, donde "todo está de más" —como afirmaba Sartre— y es radicalmente nauseabundo. La droga no ha sido la causa: es un último irracional, desesperado recurso, que los expertos en sociología y en psicología no podrán entender si llevan puestas las anteojeras de la "ideología". [218]

El hombre tiende por naturaleza a establecer una relación de amor, la amistad, con Dios y con los demás hombres. Y esto se descubre en su estructura ontológica, por aquella capacidad que posee de amar electivamente, de buscar el bien en sí y quererlo. En última instancia el Bien en Sí es Dios y el único bien creado con consistencia propia es la persona humana, porque posee en propiedad su (acto de) ser:
Así aprehende la razón práctica todo lo que es conveniente a la naturaleza humana, según la tendencia que lleva impresa, y que le es común con los otros seres corpóreos, y dentro de ellos con los seres vivos, y dentro de éstos con los de naturaleza sensitiva, con los animales. Pero más allá de eso, hay en la persona una inclinación que le es específicamente propia, en cuanto dotada de inteligencia y de libertad, en cuanto capaz de amor electivo, en cuanto capaz de conocer y de amar el bien en sí, y en definitiva a Aquél que es el mismo Bien Subsistente, que es el Amor; y capaz de conocer y amar por Dios a las otras personas creadas en cuanto tales personas o bienes en sí mismos por dueños de sí. Y así se puede afirmar que el hombre tiene una “tendencia natural” a conocer y amar a Dios sobre todas las cosas, y a conocer y a amar a los demás hombres (Sto. Tomás, S. Th., I-II, q. 94, a. 2), estableciendo con Dios y con los hombres una relación de amistad, amor recíproco de benevolencia con convivencia y comunicación de bienes. [219]

Dios, que ha creado algunos entes capaces de amar, busca su amor “correspondente”. Ellos —las personas— viven en un ámbito creado para ellos —el universo material— de modo que puedan, a través de la inteligencia, conocer su destino de amistad con Dios y con los demás, y elegirlo —si quieren—. El resto de la creación es sólo el ambiente donde este evento se desarrolla: es el escenario, que existe, que fue puesto allí, para ambientar el amor, para darle un espacio, un tiempo, un aspecto. Por eso el amor explica el universo entero, y el universo es para el amor. Y lo único querido por sí es el ente personal, el interlocutor de Dios:
El fin de la creación se revela en el amor de amistad que Dios pretende de aquellos seres a los que hace capaces de tal amor. Por eso, como dice repetidamente Santo Tomás de Aquino, el término propio y directo (lo querido proprie et per se) de la creación son las personas. Todo el resto de la creación no es más que el habitat, el lugar de habitación de las personas humanas, para que allí se conozcan a sí mismas, conozcan a Dios y entiendan ese destino de amistad, al verse objeto del amor benevolente de Dios, término de un acto infinitamente generoso que se da a participar. Aquí conviene advertir que de ese modo llegamos al conocimiento de Dios como personal (…). [220]

Incluso desde el punto de vista de la razón natural, Dios cimienta el valor y la dignidad del hombre, su misma identidad. Desaparecido Él de la escena, la persona se precipita y pierde su identidad; pierde su referente. Se vuelve, en el mejor de los casos, un animal más o menos evolucionado; en el peor, una simple cosa. Y ya nada hay que detenga su manipulación por parte de quienes logren hacerse con el poder y el dominio material y económico. Un ejemplo patente se encuentra hoy en la experimentación con embriones [221], pero no es el único:
Esa necesidad de fundación de la ética, hoy tan vivamente sentida casi en todas partes, experimentando dolorosamente el fracaso estruendoso de las ideologías reduccionistas de todo tipo, nos urge a la recuperación de la persona como creada por Dios directamente —en su alma— y destinada a la unión de amistad personal. La desaparición de Dios en el horizonte intencional —de la cultura personal y social— origina inmediatamente la pérdida de la identidad de la persona, porque la persona es tal precisamente en cuanto interlocutor de Dios, en cuanto ser dotado de inteligencia y libertad para ponerse en relación amorosa con Dios, incluso en el plano de simple naturaleza: por nuestra naturaleza y nuestro ser propio de personas.[222]

Dios, desde el punto de vista de la razón natural y de la Revelación también, es principio y fin último del amor, y su único fundamento posible:
Principalmente, toda la ley divina nos ordena a Dios (Sto. Tomás, S. Th. I-II, q. 99, a. 1, ad 2), en cuanto que Él es el principio del amor y es el único fundamento posible, el único fundamento absoluto para cualquier otro amor. Y ése es el primer acto de amor electivo para el que se nos requiere: los demás han de derivar de él, como de su fuente, y tender de alguna manera a él como a su término. [223]

Por eso el amor no es simplemente una forma de relacionarse con “los demás”, en abstracto, sino el único camino para relacionarse válidamente con Dios, en primer lugar, y, derivadamente, con cualquier otra persona:
El amor no es primariamente una forma de relacionarse con los demás, sino la forma de relacionarse con Dios. Y lo mismo sucede con la humildad, que es como su reverso, y que ha de ser la actitud profunda y radical del espíritu. [224]

Puede demostrarse desde la razón natural que Dios crea el alma espiritual de cada persona humana y se la confiere en propiedad. Esa propiedad hace que el hombre sea dueño de sus actos (y así libre) —y por ende responsable de ellos—. Es más, porque soy dueño de mis actos, puedo saber que soy dueño de mi ser también:
Esta libertad consiste en la autoposición total de nuestro propio acto, supuesto el ser. Es la propiedad del ser dado a la persona creada por Dios mismo, al crear su alma espiritual, porque cada alma es el término de un acto creador singular de Dios: hasta ahí llega la razón natural, con estricto rigor demostrativo. Ese ser personal es dado a la persona directamente por Dios, creando el alma, que infunde en la materia organizada que aportan los padres. Y como el ser es activo de suyo, la propiedad de su ser constituye a la persona en propietaria de sus actos. Mi libertad muestra que mi ser no es un préstamo que me hace el cosmos, durante el arco de mi existencia temporal, para que cumpla una función ecológica. Si soy dueño de mis actos, es que soy dueño de mi ser. Propiamente no han sido mis padres quienes me han dado el ser. Me lo ha dado directamente Dios, cuando mis padres han puesto ciertas condiciones que Él estableció en la naturaleza humana. Y Dios me lo ha dado: ahora es mío para siempre. Y siendo el ser activo de suyo, por lo mismo que soy dueño de mi ser lo soy de mis actos: soy libre. [225]

El discurso sobre este tema, en aguas que, si bien pueden pertenecer al ámbito de la razón natural, también se entremezclan con aquellas otras que proceden de la Revelación cristiana, puede volverse, en el menor de los casos, controvertido. Se trata de la zona de la filosofía cristiana: aquella que denota un modo de filosofar cristiano, una especulación filosófica concebida en unión vital con la fe. No sólo incluye a aquellos filósofos que en el decurso de su investigación no han querido contradecir su fe, sino también todos los progresos importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación de la fe cristiana [226]. Esta apreciación en algún momento de este trabajo debía hacerse, pues podría quererse confinar, si a esto no se atiende, el pensamiento de Cardona a “teología” y dejarlo fuera de la discusión. Y sin embargo, el reto, para quien quisiere rebatir a Cardona, será hacerlo desde la argumentación filosófica que brinda.

3.1.6. El acto de ser personal en propiedad
Y dicho esto volvemos a analizar la maravilla del alma humana. Al decir lo que es el alma humana, la filosofía cristiana ha dado, con auténtico rigor filosófico, la más exhaustiva respuesta a la pregunta sobre qué es el hombre. El hecho de que su alma sea indestructible, enfrenta a la persona con la perspectiva de la eternidad, y arroja nueva luz sobre quién realmente es:
Lo que impone no es saber que voy a morir —como compuesto de alma y cuerpo— sino que mi alma es inmortal, y que estoy aquí, en el tiempo, decidiendo mi eternidad. La noción de alma humana señala en cada momento histórico la altura moral de un pueblo o de una cultura. Así, no es extraño que haya sido la filosofía cristiana la que haya dado, con ayuda de la fe, pero con auténtico rigor filosófico, la más exhaustiva respuesta a la pregunta sobre lo que es el hombre, la persona humana, al decirle lo que es su alma. [227]

El constitutivo esencial de la persona lo da la posesión privada de su acto de ser. El hombre es necesario una vez que existe, aunque esa necesidad le haya sido conferida cuando aún no era. Y como ente libre, se hace, en caso de que quiera, interlocutor de Dios; y como necesario, se vuelve eso para siempre. Ese es, a final de cuentas, el sentido de su existencia, ese amor de amistad:
Es la propiedad privada de su acto de ser lo que constituye propiamente a la persona, sujeto necesario (aunque sea una necesidad ab alio, participada) y no contingente de su propio ser, y lo que la diferencia radicalmente de cualquier otra "parte" del universo, de cualquier "ente a la mano" y de cualquier "ente ante los ojos". Esta propiedad del ser por cada alma comporta su propia y personal relación al Acto Puro de Ser por Esencia, relación que sigue a la efectiva creación de cada hombre, a la efectiva participación del ser, cum novitate essendi, que es como se caracteriza la creación (privilegio divino, de El que Es el Ser). Esta relación interpersonal señala a la persona creada como un interlocutor de Dios para siempre, si quiere en libertad. Y tiene así su fin en la unión personal de amistad (amor recíproco de benevolencia y comunión de vida) con Dios, que es su destino eterno y el sentido exacto de su historia en la tierra y en el tiempo. [228]

El hombre no viene al ser de modo cuantitativo, por división de una materia que en sí (como materia prima) contiene ya potencialmente todas las formas corpóreas en potencia. Dios confiere directamente el acto de ser a cada alma, y la constituye en persona original e irrepetible:
Esta despersonalización sobreviene tan fácilmente precisamente porque el hombre no viene al ser de modo cuantitativo, por división de la materia (que, con una o más formas, ya es; y que contiene desde su comienzo las naturalezas universales corpóreas en potencia) sino por creación directa de Dios, que da el acto de ser a esta alma, y la constituye en alguien original, único e irrepetible. [229]

El hombre, pues, es por amor y para el amor:
Y hay que contraponer a ese orgullo el gozo humilde de saberse amado por Dios, no porque yo lo merezca, sino porque Dios es bueno, es todo amor. Y hay que saberse amado singularmente, como alguien único, como alguien “delante de Dios”. Como una persona, como una excepción. Esa convicción metafísica constituye la fuerza más radical del hombre: Pondus meum amor meus: eo feror, quocumque feror (S. Agustín, Confes. 13, 9). Esa gravitación es el resultado de que yo sea por amor, pero también expresa una íntima sed y una indigencia amorosa. De ahí la natural e irreprimible tendencia a ser feliz, a una plenitud que aún no se tiene y a la que se está destinado. “Por su propia naturaleza quiere la naturaleza espiritual ser feliz, y no puede querer no serlo” (Sto. Tomás, C.G. IV, 92). Esa felicidad es sustancialmente la alegría o gozo del amor, y el amor es la plenitud misma del ser espiritual. [230]

Ahora bien, ese ente creado —al menos en su alma— directamente por Dios, es libre. Pero no absolutamente, sino en la medida en que es. No ha causado el ser que, sin embargo, posee. Lo tiene, si bien en propiedad, no por mérito: lo ha recibido. Así son la inteligencia y la libertad que caracterizan al hombre, limitadas:
Somos realmente libres, pero nuestra libertad es creada: no es pura identidad de ser y obrar, de acto y contenido; no somos nuestro propio fin, porque no somos nuestra propia causa (para eso, tendríamos que ser antes de ser, lo cual es radicalmente contradictorio). Y una acción que no es su propio fin —le ha sido dada la capacidad para algo— ha de recibir de ese fin su regla y su medida, y así, su bondad, su cualificación intrínseca. Para que pueda darse el acto malo —y es de experiencia que se da— tiene que haber una libertad para eludir la medición que le impone la ley, regla o medida impuesta por su Autor; y al mismo tiempo, esa medida para su libertad: una libertad…real y que no sea en sí misma su medida, una libertad que sea creada y, por tanto, finalizada. Si ella misma fuera —por absoluta y desvinculada autoposición, como en el cogito cartesiano, en su inevitable significado radical— su regla y su medida, no podría obrar desmedidamente, no podría obrar “mal”, injustamente. El mal hace su deformadora aparición cuando la libertad creada obra como si creada no fuera. [231]

Para Cardona, la libertad no es, dentro de la constitución del hombre, sólo una característica de la volición humana, sino su esencia misma. Una acción puede decirse humana sólo cuando es libre:
El hombre aparece no como uno más, como un animal más evolucionado o perfecto; sino como radicalmente diferente, en virtud de la libertad, que le es dada con su ser y para su ser, que tiene en propiedad privada: su ser es suyo, y por eso lo son sus actos, de los que es dueño, y los pone si quiere. La libertad coincide con la esencia misma del hombre, y no es sólo o principalmente —como afirmó durante años la Escolástica decadente— una característica o propiedad de la volición humana. La libertad creada —participación de la divina en los seres personales, y no en los simplemente materiales— es el núcleo mismo de toda acción realmente humana. Una acción es específicamente humana cuando es un acto libre. [232]

Pero va todavía más lejos. Siempre sabiendo que el amor es el acto propio de la libertad, el hombre como persona es libertad, porque está constituido para el amor:
(…) El sentido metafísico de la libertad, como facultad de amar, de amor de benevolencia; siempre que logremos entender que el amor es el acto propio de la libertad. Por lo mismo, hay que decir que el hombre es libertad, si ha de ser realmente persona: porque es un ser para el amor, porque su plenitud está en la unión de amistad para la que Dios lo ha creado, a lo que lo destina, con la sola condición de que el hombre libremente quiera. [233]

3.1.7. El amor como brújula de la justicia
La primera y más importante aplicación de la justicia tiene que ver con la consideración de la persona misma. Aquello que más le pertenece es su valor intrínseco y absoluto, que reclama un amor de benevolencia y no de utilidad. Lo más “debido” a una persona es el amor electivo, libre:
En el ámbito natural, podemos llamar a este hábito “justicia”, como la voluntad perpetua y eficaz de dar a cada uno lo suyo: es aquel unicuique suum, de origen precristiano e inmemorial. Pero aquí hemos de advertir que lo más “suyo”, lo más debido a toda persona por el solo hecho de serlo —y en función de lo cual se le debe y se le puede dar todo lo demás—, es el amor de benevolencia: quererle como persona, empezando por querer que exista (y aquí cabría hacer referencia a la contracepción, al aborto, a la eutanasia, etc.), en lugar de pretender que el otro sea un bien para mí. [234]

En la apetencia de por sí no hay amor, porque no está ahí su esencia, la libertad. En el deseo hay necesidad, movimiento determinado. El amor conlleva una elección, aquella de buscar el bien del otro, independientemente (libremente) de si se desea en ese momento o no:
(…) quiero advertir que hoy está bastante deteriorada la noción misma de amor, que fácilmente se entiende como apetencia o deseo. El verdadero amor no es eso; es un acto de libertad, es una elección generosa por la que se procura el bien del otro. [235]

La indiferencia es el desamor radical, y su verdadero contrario (no el odio), y genera desesperación, pues cuando no se ama, nada puede esperarse:
Hay que decir que lo propiamente contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia, el desamor radical, que se hace también necesariamente desesperación, “la enfermedad mortal” de que habla Kierkegaard: no se espera cuando no se ama. El amor es acto de libertad, y la libertad es posición de amor, y jamás de indiferencia. [236]

Para quien tiene la fe cristiana, el amor de correspondencia a Dios es una obligación que Él ha mandado. Para quien tiene fe y para quien no, la perfección del hombre está en esa respuesta de amor a Dios. Así, la vida entera de la persona se tonifica por el amor, pues sólo mediante él se llega a tal fin:
Como mil razones no hacen la fe, el cumplimiento de mil preceptos no hacen el amor. Pero hay una razón para creer, y hay un amor obligado, una obligación divina de amar, que transforma todo precepto y todo acto en un acto de amor. Así, la vida entera de la persona es amor, y el amor es la vida misma del alma.

La forma del acto humano libre es el fin que se persigue, en otras palabras lo que se quiere lograr, es decir el objeto al que el amor lleva. Así, el amor se convierte en la raíz de toda la vida moral, y cada acto vale —es bueno o malo— lo que el amor que lo mueve:
El amor impera todo acto humano, todo acto voluntario: el amor es el primer acto del hombre libre, de la persona. El amor es la raíz de toda la vida moral y es lo que confiere fuerza y valor: todo acto vale lo que vale el amor que lo mueve. De esta manera también el amor viene a ser la “forma” de todo acto realmente humano, porque si lo conocido es la forma del acto de conocimiento, lo que lo configura como tal, es lo querido —lo que el amor quiere— la “forma” de todo acto libre, de todo acto humano: es lo que lo configura como acto de la persona, como tal acto libre: todo acto humano se configura como tal según el amor con el que se quiere lo que se quiere, y que es lo que lo hace bueno o malo. El “fin”, lo amado, es así la “forma” del acto humano libre. [237]

La primera de todas las virtudes es la del amor. Pues él determina, en cierto modo, toda la acción subsecuente en orden a un fin, el primer movimiento y la determinación de las demás acciones que llevarán como medios al fin. Ese camino hacia el fin último del hombre se ampara en una esperanza natural, que consiste en conocer el amor divino (a través de la constatación del acto de ser):
Por tanto, la primera de todas las virtudes tiene que ser la del amor mismo (la caridad, en el orden sobrenatural, que es participación formal del amor divino mismo; el amor de amistad a Dios, como amor electivo humano, en el orden natural). Este amor es así la primera de las “virtudes del fin”. Fruto inmediato de esta primera virtud —y de algún modo su condición, porque el buen amor es inteligente— es la sabiduría, virtud intelectual, que manifiesta la última verdad del ser, y por tanto nos revela naturalmente el amoroso Fin y Principio de nuestro ser. Y de una y otra virtud, se sigue la esperanza natural —amparada en el amor y en el conocimiento del Amor divino que nos ha dado origen—, que viene a confortar al “amor natural” o deseo y apetencia de perfección y felicidad, para que no dificulte la permanencia del buen amor electivo. [238]

Tomando la definición de Aristóteles sobre el amor, se encuentran tres elementos que lo componen: primero, el de querer (con libertad, como opuesto a sólo apetecer, padecer un deseo); segundo, el bien; tercero, al otro (donde el acento de la acción está en el otro y no en el que la realiza):
Concisamente puedo decir que el buen amor —el amor honesto, decía Aristóteles— consiste en querer el bien para el otro. Por lo tanto, los componentes son tres: querer (ejercicio de la libertad, elección y no mero deseo o apetencia), el bien (lo que realmente es bueno, va a hacer bien), al otro (y no directamente a uno mismo). [239]

A partir de la constatación de que ha sido creado, el hombre puede captar la esencia más profunda del amor: la abrumadora conciencia de que Dios ha querido el bien para él, su existencia. Y al haberlo dotado de capacidad para conocer y amar a Él mismo, lo llama a la amistad con Él. Y puesto que le ha concedido la posibilidad de amar como Él ama, lo llama a eso (si en vez de posibilidad fuera necesidad, ya no habría libertad, ni por tanto amor). Por eso la perfección de la persona humana no puede parar en una simple “tendencia al propio bien”, en mera apetencia o determinación, sino que pasa por la elección y la libertad del amor:
La realidad de la creación, como donación gratuita de ser y de ser para siempre, que Dios hace a la persona creada —capaz de conocer, amar y gozar—, impone esta evidencia asombrosa pero insoslayable: Dios me ama, quiere el bien para mí. Más aún, al hacerme capaz de conocerle y amarle, Dios quiere ser Él mismo mi bien, en esa unión de amistad a que me destina. Por eso quiere que ame como Él ama: generosa y libremente el bien en sí, el bien para ese Otro en que Él se constituye para mí. Para la persona, no se trata ya primordialmente del simple “amor natural” que tiene en común con las otras criaturas: no se trata ya de la necesaria apetencia o tendencia a la propia felicidad o fruición del bien. Es mucho más: es el “amor electivo” o espiritual, la dilección, es el amor como acto de libertad. [240]

3.1.8. El amor como esencia de la ley natural
La ley natural es el mapa del designio del Creador que el hombre con su inteligencia puede descubrir en todo lo creado:
La ley natural es la luz por la que discernimos lo bueno y lo malo, es la iluminación de la luz divina en nosotros, es la inteligencia de su amor, es la participación de la ley eterna en la persona humana (Sto. Tomás, S. Th. I-II, q. 91, a. 2), que Dios mismo promulga en la naturaleza de todo lo creado, y en la inteligencia de los hombres al dotarlos de la capacidad de conocer esa amorosa ordenación (Sto. Tomás, S. Th. I-II, q. 90, a. 4, ad 1). La ley natural está promulgada con la creación del hombre (y de los ángeles), y siempre vigente por la permanencia de la naturaleza creada. [241]


La esencia de la ley natural es el amor a Dios y a los demás por Dios. Es decir, la ley natural se explica, encuentra su razón de ser, en el amor. La ley natural es, en ese sentido, para el amor, y el amor es el camino hacia el perfeccionamiento del hombre, hacia su fin:
Se hace urgente recuperar la esencia de la ley natural, que es el amor a Dios y a los demás por Dios. Es una necesidad perentoria cuando vemos habitualmente degradados la noción y el ejercicio del mismo amor, como satisfacción de deseos animales o como prometeica voluntad de poder; y cuando de otra parte, radicalmente coincidente, el abstracto amor general de la filantropía de la Ilustración ha abierto el paso al odio programático, que deja tras de sí, como residuo y sedimento único, la más radical indiferencia, donde el bien y el mal han perdido sus contornos y su punto de discriminación. Sólo redescubriendo el amor como esencia y raíz y término de la misma ley natural, alcanzaremos el sentido profundo y luminoso de los momentos aparentemente más grises y desterraremos el depresivo hastío, la “náusea” sartriana y sus falsos y deletéreos remedios. Sólo así recuperaremos la sencillez. Sólo así viviremos como personas, como “alguien delante de Dios y para siempre”, encaminado a la unión eterna de amistad a que estamos destinados. Sin amor todo se hace enigmático y repulsivamente excedente. Con amor todo se hace significativo y atrayente. Y la ley natural es el camino para ese amor. [242]

La justicia —ese “dar a cada quien lo suyo”— presupone que existe un “lo suyo” de “cada quien”. En otras palabras, implica la propiedad. Y la primera propiedad, por lo tanto fundamento de toda otra posible propiedad, es aquella del ser, que el hombre recibe directamente de Dios. Y siendo propietario de su ser, el hombre es también propietario de su alma y cuerpo, de sus actos (libres) y de aquellos bienes materiales y espirituales que a través de ellos consiga. La justicia, pues, acarrea respetar en la persona y reconocer —no conferir— esa propiedad que es anterior al derecho y a la sociedad misma:
(…) el derecho [“dar a cada quien lo suyo”] supone la “propiedad”, que es algo anterior a la justicia: “el acto por el cual se constituye inicialmente algo en propio de alguien, no puede ser ya un acto de justicia” (Sto. Tomás, C.G. II, 28); tiene pues que ser un acto gratuito, un acto liberal, un acto de amor. En efecto, es “por la creación como empieza primeramente el ente creado a tener algo suyo (Sto. Tomás, C.G. II, 28). La primera propiedad y raíz y fundamento de toda otra propiedad es el acto de ser participado, que constituye e individualiza realmente. En el hombre, en la persona humana, este acto de ser es creado directamente por Dios como acto del alma subsistente en sí misma, con real y directa donación de ser. Los individuos no personales tienen el ser como simples partes del ser del cosmos: de él lo reciben y a él pertenecen. En cambio, el acto de ser de la persona es nuevo, irreductiblemente singular, dado personalmente por Dios. Ese acto de ser del alma es participado al cuerpo, que el alma “toma” de los padres por derecho de creación, por derecho divino, inalienable. En consecuencia a la persona le pertenece —es su propiedad— su naturaleza entera (alma y cuerpo), sus actos en cuanto humanos (libres) y aquellos bienes (espirituales y materiales) que guardan relación con su ser y con sus actos, en la medida señalada por la entidad de esa relación (aquí situamos la libertad de coacción, la dignidad personal, el trabajo, los bienes personales, los familiares, sociales, etc.). Así la propiedad puede no sólo ser una cosa, sino también una acción —que se debe respetar o tributar— y toda clase de bienes. Insistamos: la persona no pertenece a la especie (como el individuo simplemente material pertenece a su especie, y a través de ella al universo corpóreo), y por tanto tampoco a la sociedad; sino a sí misma por directa donación de Dios, para que haga por sí misma, libremente, lo que Dios quiere que haga por Dios y por los demás y también por sí misma. [243]

Existe, así, entre la infinidad de casos de “esentes” en el universo, alguno que en cierto modo posee su ser en propiedad. Aunque originalmente ha recibido el ser —no lo poseía ab aeterno— se encuentra dueño de él (pues es dueño de su obrar y ese obrar no sería propio —libre— a menos que el acto de ser fuera de algún modo propio también), en otras palabras libre de conservarlo para sí, darlo a sí, o bien entregarlo a otro buscando su bien (amor electivo, dilectio). Y sin embargo, en esta disyuntiva que parece simple, se juega todo su destino, su perfeccionamiento natural y, como una consecuencia de ello, también su felicidad. Tan vital resulta esta encrucijada, que merece un tratamiento por separado en este capítulo.
3.2. El amor en la realización del hombre

De todas las realidades que existen, las únicas capaces de responder (de actuar libremente) a ese regalo que han recibido, son, además de La Persona (El Ser), las personas (aquellos entes que poseen en propiedad privada el acto de ser —lo cual se percibe en que son dueñas de su obrar libre—). Ellas, que —aunque como regalo inmerecido— han recibido su ser y ahora lo poseen en propiedad, pueden a su vez “regalarlo” a quien es digno de ese regalo (tal vez este curso de acción se puede llamar “bien” moral) o retenerlo para sí (lo que podría identificarse con el mal moral).

3.2.1. La constitutiva aspiración a Dios como fin
Para Cardona la aspiración al conocimiento y alcance de Dios viene ya como inscrita en la naturaleza humana. Éste siente el impulso de buscarlo, pues la realidad como la experimenta no da cuenta de sí misma, no explica por qué existe pudiendo no existir. El fin de esa búsqueda no está determinado de antemano, pero desde un inicio cuenta el que la criatura lo busque en sí mismo o en otro que finalmente se encontrará como El Otro:
La aspiración a Dios y al conocimiento de Dios puede decirse ínsita en el hombre, en el sentido de que el hombre se siente empujado a encontrar una explicación racional del mundo y de la experiencia, y para hacerlo debe retrotraerse a un "fundamento" de ser: por eso es innato el impulso a la búsqueda del fundamento, la curiosidad de encontrar el principio: pero no es de ningún modo innato ni está determinado el objeto conclusivo de la búsqueda. El elemento innato de la conciencia está, por tanto, intrínsecamente indeterminado, como potencia y germen, y corresponde al hombre proceder a su desarrollo y clarificación; de manera que la "convicción" o conocimiento de Dios, la afirmación de su existencia y la determinación de su naturaleza se ponen como conclusión, es decir, como el efecto del proceso que el hombre debe realizar. El término de este proceso depende ciertamente también del proceso mismo, pero queda determinado trascendentalmente sobre todo por el inicio, esto es, por la actitud originaria que la conciencia toma con respecto al ser. [244]

Es diverso el camino del hombre, porque ha sido creado libre. Y su libertad no significa indiferencia, sino autodeterminación al amor, y al amor total (de hecho la persona dice totalidad y si no es así no se puede realmente hablar de amor). Y porque amar conlleva siempre un riesgo, porque elegir un camino implica siempre dejar otro, el amor es meritorio. Si hubiera una garantía total, evidente sin lugar a dudas, de la propia felicidad, la elección por Dios sería simple amor natural, es decir amor de sí. El amor propiamente personal es siempre electivo, y mira siempre más al bien en sí que a lo que ese bien puede reportarme:
La libertad del amor electivo nada tiene que ver con la “libertad de indiferencia”. Dios no es algo indiferente ni es visto por mí como tal. No es la indiferencia lo que posibilita la libertad, sino la excedencia en el ser, la capacidad de autodeterminarse al bien, al amor. Debo amar. Para eso, en primer término debo asumir seriamente mi condición, mi responsabilidad y mi riesgo: he de querer querer, y querer del todo y para siempre, con necesidad interior libremente puesta, de modo que haga irreversible el amor. Debo correr así un riesgo eterno. Una hipotética garantía total reduciría mi amor electivo a amor natural… Por eso, por el riesgo de la elección, mi acto libre de amor es generoso y meritorio. [245]

La libertad en el hombre no mira sólo a la elección de los medios, sino también del fin. Sólo si quiere el fin, avanzará buscando los medios. El fin, causa de todas las causas, es puesto por la libertad, que es creativa por participación y es la mayor perfección natural posible:
Así la libertad se configura como posibilidad de elección del fin, y no sólo de los medios. El fin ha de ser qerido por la persona: puede no ser querido, y eso es el pecado. También así la libertad aparece como “creatividad participada”: posición de la causa radical, de la causa final, que es la causa de la eficiente, como a su vez lo es de la formal, y ésta de la material; de manera que el fin es causa de todas las causas, y por tanto es la causa de posición de realidad sin presupuestos: creatividad. Así la libertad resulta la mayor perfección natural posible. [246]

El sentido de la libertad humana se halla precisamente en elegir un bien independientemente de si se antoja o no, con base más bien en si es un bien o no. El hombre es libre cuando puede querer algo que estrictamente no necesita. En este plano se sitúa el amor. En cambio, un tipo de actuación que se motive sólo en lo que a uno se le antoja, difiere muy poco de un comportamiento animal. Desafortunadamente hoy se haya muy difundido este tipo de conducta en el hombre:
Así, el sentido último de esa libertad fundante… y su acto propio es el amor de benevolencia, que es el amor con el que quiero el bien para el otro en cuanto otro. Se trata de querer al otro en cuanto otro, querer su bien y procurarlo; en contraposición a la necesidad con que el hombre quiere el bien para sí mismo. La persona apetece o desea en cuanto indigente o necesitada; y ama en cuanto tiene excedencia de ser y de obrar, en cuanto puede querer algo que estrictamente ella no necesita. La libertad de Dios en la creación se pone de manifiesto en cuanto que Dios, precisamente por ser Dios, ni ontológica ni moralmente (conveniencia) necesita crear. Y así el hombre se advierte libre al ver que puede querer algo que estrictamente no necesita. Hoy se ha hecho frecuente —y es una señal más de la creciente animalización de la imagen del hombre— establecer como criterio decisivo de actuación o no actuación el “me apetece” o “no me apetece”. Es sorprendente oír esa respuesta al solicitar a alguien para un acto de índole espiritual: es señal clara de que quien así responde ya ha perdido el sentido de su libertad. [247]

Ahora bien, la capacidad infinita de querer que implica la libertad, se tensa en plenitud sólo ante un bien infinito, o se frustra, se reduce, se encoge. Por eso el hombre en última instancia puede aquietarse sólo en el amor electivo de Dios:
La libertad se cumple como libertad en el amor del Bien, en el amor del Amor. La capacidad infinita de querer que la libertad implica, se pone como tal libertad, sólo amando libremente el Bien infinito, de modo incondicionado; de lo contrario, se frustra como tal libertad. El primer movimiento de la libertad viene de Dios, como el arroyo de su manantial; y se refiere a lo que ella quiere poner como fin de todo lo demás: pone intencionalmente el fin de su ser entero. [248]

3.2.2. El amor por excelencia
Con esto se llega a un concepto que, dentro del tema del amor —que ya de por sí es puntal en el pensamiento de Cardona—, resulta neurálgico. En opinión de quien escribe esta tesis, si tuviera que escogerse uno solo de los temas como muestra representativa, como clave de acceso a todo el pensamiento del filósofo catalán, este sería el amor electivo. Por lo tanto este es el punto más importante también en una tesis dedicada al tema del amor. A continuación se verá por qué.
El amor se encuentra en el manantial y en la desembocadura del movimiento de las facultades humanas, del actuar del hombre. Así, la voluntad desea un bien que no posee, y espolea a la inteligencia para que lo busque, y poseyéndolo esta intencionalmente, sigue aquella adelante sin parar hasta que final y realmente lo tiene. Pero ese Bien final es también Persona; la búsqueda entonces se vuelve camino de identificación con Él. El amor hace al que ama otro tú para aquel a quien ama:
La inteligencia está al servicio del amor. La dilección es el motor que mueve a las otras potencias (espirituales y sensitivas), y ella se mueve a sí misma (S. Th. I, q. 82, a. 4). La inteligencia tiende a la verdad; el amor al bien, y el bien o fin es la última y causa de la causalidad de todas las causas. El aquietamiento de la voluntad en el fin o el bien, que es el deleite o fruición, cumple formalmente la razón de felicidad, como sobreviniendo a la visión, que es como su substancia. A la voluntad se le atribuye la primera relación al fin, en cuanto desea conseguirlo; y la última, en cuanto se aquieta en la posesión del fin: en este sentido, la inteligencia es el medio para que el amor repose en la unión, en la identidad recuperada, en la unión del ser al Ser de que procede y en el que se cumple como ser. Así la felicidad más que en poseer, está en ser poseído por el Bien. El amor, que es lo unitivo y lo que profunda y terminalmente identifica al propio sujeto con el sujeto amado, es la perfección primordial y la perfección terminal de la persona. La inteligencia o conocimiento es la posesión intencional del otro en cuanto otro. El amor es el éxtasis, es ser arrebatado por el amado, la fusión en él y la identificación con él y como él. El amor hace del amado un alter ego, o quizá mejor: hace de mí otro tú, que me identifica con el tú (sobre todo con el Tú absoluto divino) y me hace vivir su vida, su Amor. [249]

Se debe amor a las personas, a aquellos que se erigen en máximo bien posible en sí mismos, con un carácter absoluto, aquellos que son bien en sí y no para otro. Y la Persona en grado inminente es Dios. Por lo tanto Él merece en grado máximo el amor del hombre, y las demás personas en la medida en que participan del ser de Dios teniéndolo como propio:
Y así debe ser amado. Propiamente no amamos la divinidad, sino a Dios. A Él, tan amoroso que nos ha hecho amorosos a nosotros, se debe la totalidad del amor. Derivadamente se debe también amor a toda persona, en cuanto sujeto de ser y de amor. Aquí hay que decir también que no amamos a la humanidad como esencia abstracta (y sólo derivadamente podemos amar a la humanidad como colectividad), sino a los hombres, a las personas, a cada una. [250]

La capacidad de amor electivo es la más noble del hombre. Por lo tanto, en el ejercicio de esa capacidad está su plenitud como persona. Nuestra grandeza no tiene tanto con a capacidad de recibir, sino con la de dar:
Por otra parte, hemos de ver en esa capacidad de querer de este modo, tan generosa y libremente, lo mejor que tenemos, lo más noble de nuestro ser; y por tanto, en el ejercicio de esta capacidad está nuestra misma plenitud como personas, la excedencia soberana de nuestra libertad, que trasciende nuestra inteligencia, nuestra necesidad de recibir. Somos capaces de dar, ahí está nuestra grandeza. [251]

El amor electivo, no es simplemente un querer, una volición o tendencia hacia cualquier cosa. El amor es ante todo un querer a alguien, buscar intencionadamente su bien:
El amor electivo, la dilección es acto de libertad, y es afecto, aprecio, éxtasis, que se cumple en la unión. El amor es querer, pero no un querer hacer u obtener algo, sino querer al otro, querer el ser y el bien del otro. Y ese amor es el principio de cualquier acto de querer. Dice San Agustín que del propio amor vive cada uno, bien si el amor es bueno, mal si el amor es malo. [252]

El amor benevolente personaliza al hombre que lo practica, lo hace una buena persona y considera a los demás como personas. El amor electivo de sí (o “reduplicación del amor natural”), cosifica a sí mismo y a aquellos con quienes se entre en contacto, los subjetiviza en cuanto que los evalúa no por su valor intrínseco sino por su relación al propio amor natural:
Sólo el amor de benevolencia cualifica radical y éticamente al hombre como bueno. Y es ese amor el que lo personaliza, el que hace de él realmente una persona, una “buena persona”. En tanto que su privación, la reduplicación del amor propio, la elección del amor de sí incondicionado, lo cosifica al ensimismarlo (sería el pour-soi sartriano). Y es también aquel amor de libertad el que personaliza al otro ante uno mismo; o lo cosifica intencionalmente, hace del otro una cosa —un simple objeto de placer o de utilidad— en cuanto está de mi parte. [253]

Existe cierta similitud entre lo que Cardona llama “amor electivo” y lo que otros han denominado la “opción fundamental” [254]: esa decisión radical de la existencia, que todo ente humano hace en algún momento y que San Agustín pinta como “dos amores que fundaron dos ciudades”[255]; la opción entre Dios o uno mismo. Esa decisión crucial, esa viga maestra, una vez elegida libremente, se va corroborando mediante las acciones concretas de cada momento. Un hombre así dirigido al bien, puede llamarse “bueno”, aunque mientras viva siempre puede cambiar. La virtud, el obrar bueno, se va haciendo poco a poco parte de la persona, comportamiento habitual que busca el bien para Dios y, por Él, para los demás e incluso para sí mismo:
Sin embargo, nadie es bueno porque hace esporádicamente actos buenos, sino cuando los hace habitualmente, cuando los hace como “naturalmente”, como determinado por una naturaleza que ha adquirido por la fuerza de su buen amor electivo para siempre, que es corroborado por cada elección particular que hace. Esto saca a la libertad de su ambigüedad inicial, y la determina al bien, generando una disposición estable y difícilmente removible, que hace obrar con prontitud, facilidad y gustosamente, en cuanto el acto responde ya también al deseo. Y esto es la “virtud”, fuerza y energía, y disposición de lo perfecto, que hace bueno al hombre y buenas sus obras. La virtud viene a ser así —dice San Agustín— el ordo amoris, el orden dinámico y firme del amor electivo bueno, del querer bien, de la benevolencia con la que se quiere en reciprocidad el bien para Dios, y por Dios se quiere el bien para toda persona en cuanto amada por Dios.[256]



3.2.3. La reciprocidad en el amor
De todos modos, porque el amor es de suyo libre —por ello se denomina “electivo” o “dilección”—, puede ser correspondido, pero también cabe la posibilidad de que no se responda. El amor, anotará Cardona, no se puede forzar, ni prescribir obligatoriamente: dejaría de ser amor. Al hombre se propone la oportunidad de querer al otro en cuanto otro, de querer el bien con jerarquía mayor que la propia felicidad, y a su inteligencia se van desvelando los motivos para ello. A él corresponde elegir libremente ese bien para el otro, salir de sí, amar. Dice a propósito Kierkegaard que la puerta de la dicha, por más que se quiera violentar, no se abre hacia adentro, sino hacia fuera de uno mismo [257]. Y para el que cree en la Revelación cristiana, esa conveniencia de amar se vuelve mandato, con todo el peso de lo que Dios ordena —tan crucial es este cauce de acción para que el hombre llegue a su fin—. Pero, en uno y otro caso, sin fe o con ella, la prerrogativa queda siempre en el hombre, en cada hombre, que frente a la vida decide qué camino seguir. Y en eso, es soberanamente libre:
Es evidente que ese amor no se puede “forzar”: ni por moción interna ni por proposición extrínseca necesitante; porque en uno y otro caso el resultado ya no sería dilección, amor electivo. De ahí la necesidad de una prueba —para el hombre, un “tiempo de prueba”— o, mejor dicho, de una oportunidad. Y de ahí el “riesgo de Dios” al crearme, y mi riesgo al elegir. No podíamos haber sido creados felices (contra la superficial lamentación que en este sentido hacen los dimisionarios de la libertad). Sólo en Dios coinciden necesidad y libertad: ser y amor excedente. Nosotros hemos de querer amar, y no sólo ni primordialmente querer ser felices o gozadores de nuestro bien; y hemos de quererlo electivamente, es decir, pudiendo no hacerlo. Pero como Dios quiere mi bien, me manda que ame así; con todo el peso de su autoridad, me dice que Él lo quiere, para que yo lo quiera, si quiero. Me dice que debo elegirle: Dios debe ser preferido a mi misma capacidad de elección.[258]

Aunque es más esencial amar que ser amado, no deja de necesitar el ente personal que se le ame. Por eso Dios ha amado primero, y en esta verdad puede descansar la criatura en su camino hacia la meta —camino que es amor como querer el bien para el otro—. Ese saberse amado por Dios anima y consuela, pero no colma; es como el alimento en el camino, pero no su compleción, que sólo está en la meta:
En términos absolutos, es más esencial amar, porque es la vida misma del espíritu. Pero, como he dicho antes, el mismo amar pone en mi espíritu la necesidad de ser querido. Por otra parte, por su mima infinitud constitutiva, la criatura tiene una indigencia también esencial, una real necesidad de ser amada. Esa necesidad queda substancialmente satisfecha, al saberme amado por Dios desde el principio y antes. Entonces paso a ejercitar mi excedencia, a amar generosamente a Dios y a los demás por Dios, y entonces me hago libremente indigente; tengo ansias de unión de amistad eterna. [259]

El deseo de correspondencia en el amor, de gratificación y de gozo, es válido siempre que esté ordenado: primero un amor absoluto a Dios, luego a los demás por Él —y en ambos casos por el bien que ellos son en sí, y no por el beneficio que me reporten—; y después esa sana esperanza (en el caso de los demás hombres) de que sean buenos, de que también ellos amen:
(…) cuando hablo de amor de benevolencia, honesto o de acción, no invito a un desaforado afán de desinterés absoluto —sólo posible en Dios, en cuanto que Él de nada carece y nada necesita—,… Aquel amor noble y generoso del que vengo hablando, incluye el deseo de correspondencia, y el de gratificación y gozo; pero debidamente subordinado al Amor absoluto y total que debo a Dios, y también al que debo a los demás por sí mismos, con independencia —¡libertad!— de que me correspondan o no; aunque deba lamentar que, si no corresponden, no sean en sí mismos buenos. [260]

La correspondencia de parte de la persona a quien se ama, no sólo —desde un punto de vista ético— puede, sino que debe esperarse. Y esto por la sencilla razón de que si se busca realmente el bien para una persona, debe desearse que esa persona se mueva hacia su perfección, y esto sólo lo logra amando. Pero el resultado —si finalmente ama, que es de esperarse, o no— no debe condicionar el amor inicial:
Puedo esperar éticamente —e incluso debo— y desear ser amado por la persona que amo, su correspondencia. Lo que no puedo hacer es subordinar mi benevolencia a su correspondencia, de manera que deje de querer su bien si ella no me quiere. Eso es libertad. [261]

Obviamente aquí entra la discusión de si entonces, en el plano del amor entre varón y mujer, siempre debería haber correspondencia. Tomás Melendo trata magistralmente este tema en una de sus obras [262]. Baste aquí para aclarar el punto —que no es tema principal de este trabajo—, anotar que el amor electivo, la verdadera dilección que es buscar libremente (independientemente de cómo se porte conmigo) el bien del otro en cuanto otro, debe llevar a quien recibe signos ciertos de un amor erótico (según la terminología que usa, por ejemplo, C. S. Lewis[263], es decir el que surge entre un varón y una mujer por ser ella mujer y él varón, en oposición por ejemplo al amor filial –de hijo a padre o madre) de parte de alguien, a contestarle con signos siempre respetuosos y amables, pero igualmente claros, de que no se puede corresponder a ese amor erótico. Eso es amor electivo, querer el bien de la persona (que se sabe no encontrará con uno su bien), a pesar de alejarla de sí. Y cuando cabe esperar la correspondencia de la otra persona, ya sea en el amor erótico, o en el filial, por ejemplo, no ha de hacerse porque me beneficia, sino más bien porque es bueno para esa persona amar en respuesta, ser agradecida, etc.
De todas formas resulta claro que el amor nos hace indigentes de reciprocidad. Y aunque el objeto del amor sea dar, su ejercicio nos lleva a requerir amor también. Para quien no ama, resulta casi imposible dejarse querer:
El amor hace vulnerable, nos hace indigentes de reciprocidad… Como describió Nietzsche —uno de los ídolos de la posmodernidad—, “el soberbio es rebelde al amor, no se deja querer”. El amor propio absoluto bloquea en la autosuficiencia, no admite que le pueda ser regalado algo. Por supuesto, eso es la negación de la indigencia radical de la criatura; pero es también la negación de Dios como amor, que se da y pide que le amemos.[264]

3.2.4. La caricatura del amor
Se debe tocar, ahora, un tema que, por vía negativa, puede contribuir al afianzamiento del concepto del amor electivo. Consiste en un “escenario posible”, aunque como el reverso, la deformación, la caricatura de la dilección. Deriva de la identificación —muy común en nuestros días— del bien con el placer y del mal con el dolor. Pero placer y dolor son sólo reacciones subjetivas ante la objetividad del bien poseído o el mal presente. La libertad no se ejerce sino en el plano de elección del bien, no en el de la afección subjetiva:
Importa mucho no identificar el bien con el placer y el mal con el dolor, como se hace frecuentemente hoy. El placer y el dolor son los términos subjetivos o poseídos del amor necesario o ineludible. El bien y el mal son los términos objetivos o en sí del amor electivo, de la dilección, donde la libertad realmente se ejerce como tal. [265]

El asunto desemboca en un término que seguramente sonará muy familiar: la autoestima, que ha venido a convertirse en tema favorito de innumerables libros, conferencias y conversaciones, hasta insertarse subrepticiamente en la mentalidad del hombre de hoy. Como fundamento “bíblico” o simplemente “ético” de este principio se toma el de amar al otro como a uno mismo. Y de ahí se pasa a decir que el amor comienza por uno mismo. Por último, la vida se hace consistir en esa búsqueda de la propia felicidad, de la autorealización en sí. Y así nuestra sociedad padece un egoísmo crónico, promovido, auspiciado, y blandamente resistido. Nunca había habido tanta preocupación por uno mismo, y nunca tampoco había sido el hombre más infeliz hasta el hastío existencial, incluso hasta el suicidio. El diagnóstico de la logoterapia ante tal situación resulta inequívoco: el verdadero sentido de la vida se encuentra fuera, no dentro del hombre como si se tratara de un sistema cerrado [266]. Cardona intuye que el precepto no se ha interpretado adecuadamente, y procede a desvelar las implicaciones del eufemismo llamado autoestima:
A propósito de aquel primer doble precepto ético, y para superar los equívocos secularmente sostenidos, propongo como más precisa la siguiente formulación: Amarás electivamente al prójimo como naturalmente te amas a ti mismo. No me parece que se pueda interpretar —y se ha hecho, en muchos casos— más o menos así: Amarás al prójimo tanto como a ti mismo. Como si yo fuera el modelo ético del amor, y así ese precepto viniera a decir: te amarás a ti mismo muchísimo, y en la medida en que puedas, también un poco, sólo un poco, a los demás. Me parece, en este sentido, un desacierto pedagógico y ontológico el conocido aforismo: La caridad bien entendida empieza por uno mismo. Puedo asegurar que no he encontrado, en ningún lugar de la Biblia, un solo precepto que me ordene amarme a mí mismo. Y lo entiendo: es que no hace ninguna falta, porque para quererme a mí mismo me basto y me sobro, con mi instinto y mi necesidad. En cambio, necesito toda la autoridad de Dios para proponerme amarle a Él ilimitadamente, y a los demás tal como espontáneamente me amo a mí mismo.[267]

La tendencia a la felicidad es natural y necesaria, pero no es aún amor electivo. El amor requiere un conocimiento inmaterial de lo en sí como otro, un conocimiento objetivo. Este conocimiento espiritual posibilita la elección (libre) en razón de esa bondad objetiva que se percibe. El hombre se crece en calidad ontológica cuando se vuelve capaz de elegir libremente algo porque es bueno y no primordialmente porque “le convenga” o “se le antoje”. Por eso el hombre se hace bueno y crece cuando ama, cuando busca el bien para otro. Quien busca el bien para los demás es bueno, quien lo busca para sí mismo, es sólo “listo”:
Al “egoísmo racional” [de Vattimo, Rovatti y los demás posmodernos] hemos de oponer el amor inteligente, la dilección, el amor electivo. El amor como mera apetencia o deseo de felicidad… debe ser superado por el amor generoso de que la persona es capaz… La tendencia a la felicidad es natural y necesaria: “nadie puede querer no ser feliz”, afirma Tomás de Aquino. Pero eso no es aún el amor electivo del bien en sí y del bien para el otro, que es la posibilidad esencial de la criatura inteligente y libre. Este amor de benevolencia requiere, en efecto, un conocimiento intelectual: conocimiento inmaterial de lo en sí en su alteridad, conocimiento del otro en cuanto otro —que es lo que me permite quererle como otro—, conocimiento “objetivo” y no mera afección de mi conocer. Ese conocimiento espiritual (inmaterial) es lo que posibilita una volición libre, querer el bien porque es bueno y no primordialmente porque “me conviene”, sino porque es bueno para el otro. Y como resultado, cuando quiero bien, cuando amo, es cuando me hago bueno a mí mismo, porque es bueno el que quiere bien: el que desea, procura y hace —en cuanto puede— el bien a los demás. Si se lo hace sólo a sí mismo, sería —si acaso— solamente “listo”. Como es malo el que desea, procura y —en cuanto puede— hace el mal a los demás; porque si se lo hace sólo a sí mismo, sería fundamentalmente “tonto”. [268]

Esencial y radicalmente, dice Cardona, no he de querer ser feliz, sino bueno. A consecuencia de ser bueno, también vendrá la felicidad. Pero el objetivo y la dirección de mis acciones deben estar en ese bien y no en la felicidad. El inmanentismo ha invertido la relación primero, y olvidado el primer término después:
(…) la ética se funda en la libertad, y no en la necesidad: se trata de lo que debo hacer libremente, y no de lo que haré en cualquier caso. Lo que libre y éticamente he de hacer es subordinar mi felicidad al amor de Dios y a los demás por Dios. De manera que luego me encuentre, como inesperadamente, con que soy feliz. Esencial y radicalmente no he de querer ser feliz, sino ser bueno. Y es así como además (subrayo además) seré feliz. La filosofía de la inmanencia ha invertido esa relación: y las consecuencias, también a nivel social, están a la vista de todos. [269]

¿Cuál es la raíz de la confusión? Nadie quiere el mal en cuanto mal: elige, más bien, entre lo bueno que es otro (Dios) y lo bueno que es él. En caso de que elija la segunda opción, ya no se trata de simple amor natural, de la preocupación instintiva y casi inconsciente por el propio bien (hasta aquí podrían llegar los animales); sino de una consciente opción por uno mismo, lo que Cardona llama “reduplicación del amor natural” mediante la elección de sí mismo (de esto ya no son capaces los animales, sólo las personas). El hombre entonces cambia su fin, se elige a sí y descarta a Dios (que, si se considera realmente como Dios, sólo puede elegirse en primer lugar). Por eso el tema de la “autoestima” y de la felicidad como “fin de la ética” resulta tan peligroso, sobre todo cuando se saca de contexto y se presenta como puro cascarón sin contenido. Se vuelve una ética “de valores” —así en abstracto, “valores” que nadie sabe a ciencia cierta cuáles son o no son—, con vagas referencias a una antropología filosófica ambigua, apoyada a su vez en una metafísica raquítica y enferma, del “parecer” y no del ser:
Esta elección del fin, este acto de amor electivo, y no simple aspiración a la felicidad o al bien en general, es lo que funda la moralidad del obrar humano, y la responsabilidad recae plenamente en la voluntad: es una elección voluntaria de algo que no es uno mismo y ni siquiera formalmente para sí mismo. Este amor electivo se distingue del natural o apetencia. Aquí entra ya el conocimiento del fin como tal, y así el hombre puede preestablecer de alguna manera su propio fin (Sto. Tomás, In II Sent. d. 25, q. 1, a. 1), ciertamente bajo la razón de bien, pero —y aquí está la alternativa que sólo es dada a la criatura espiritual— que puede ser de lo que es bueno en sí y por sí, o sólo (es una comprensión del espíritu a un nivel inferior) de lo que es bueno para mí. Así, la elección no se plantea propiamente entre el bien y el mal, formalmente como tales: nadie quiere el mal en cuanto mal, porque eso sería forzar el amor natural o de naturaleza: sino entre lo bueno que es otro (y que es el Bien mismo) o lo bueno que soy yo y es para mí, y que entonces ya no es querido simplemente de modo natural y necesario, sino de modo libre y electivo, ya que “elegir es preferir lo otro” (Ibid. d. 24, q. 1, a. 2). Y en aquel segundo caso yo que soy naturalmente bueno, me hago infranaturalmente malo, al querer mal el bien que quiero, contra el querer bueno de Dios, que quiere que yo quiera bien, que quiera el Bien por encima de todo. [270]

3.2.5. La ética entendida por el amor
Entramos, pues, al terreno de esa filosofía del obrar humano —de su libertad— que es la ética, y que se refiere en primer lugar a lo que debo y no tanto a lo que puedo hacer o lo que estoy ya haciendo. Cuanto más hace lo que debe, el hombre se vuelve más libre, menos obstaculizado para alcanzar su fin. Y viceversa, cuanto más elija el hombre aquello que se le antoja, menos libre será para alcanzar aquello que deba, su fin:
La ética se refiere no a lo que “puedo” hacer, sino a lo que “debo” hacer, precisamente por mi condición de persona, de ser libre, pero creado para un fin: un fin que es precisamente mi bien, el bien que Dios quiere darme. Cuanto más haga lo que debo, más libre seré. Cuanto más haga lo que “quiero”, lo que apetezco, menos libre seré, y menos podré hacer lo que quiero, menos podré amar, querer y procurar el bien. (…) sucede… lo mismo con todas las otras formas del amor incondicionado de sí: esclavizan. El egoísta se hace progresivamente incapaz de generosidad. [271]

El precepto radical de la ética (bonum faciendum, malum vero vitandum) se concreta en el amor a Dios sobre todo lo demás (si no se le ama sobre todo, ya no se le ama como Dios) y a los demás por Él. A esto, dice Cardona, llega bien la razón natural, con sólo derivar las consecuencias de quién es Dios y quién el hombre:
Al precepto generalísimo de hacer el bien y evitar el mal, derivado de la noción misma de bien y de su negación, sigue el primer precepto electivo y concreto: amar a Dios sobre todas las cosas, con todo el corazón y toda el alma. Este precepto deriva de la noción misma de Dios, naturalmente conocido —de modo discursivo pero espontáneo— como Creador, Ser eterno y omniperfecto, que es la Verdad y el Bien, de cuyo amor infinito procedemos por libre decisión y a quien estamos todos referidos como criaturas suyas. Hasta aquí llega fácilmente la razón natural (Sap 13, 1ss; Rom 1, 19-20), aunque este conocimiento universal pueda luego oscurecerse, deformarse y de algún modo negarse. A este precepto sigue inmediatamente el de amar a las otras personas tal como Dios las ama. [272]

Pues el pecado [273], la opción contra el Creador, no constituye sólo un error en la determinación de los medios, sino una volición contraria al amor de Dios, por hacer electivo (libre, consciente) el amor natural que se tenía el hombre hacia sí. El conocimiento intelectual, inmaterial, posibilita la volición libre, de lo que es en sí bueno, y no del propio antojo. Sólo el que quiere el bien se hace bueno:
Siendo la libertad de elección del fin real, y el pecado su contrario, se entiende que el pecado no sea un error en la determinación de los medios, sino una volición contraria al amor de Dios, por desmesura del amor de sí: es el amor natural hecho electivo y electivamente reduplicado. Hay una tendencia natural a la felicidad, que es necesaria; pero eso no es el amor electivo del bien en sí y bien del otro en cuanto tal, lo que requiere un conocimiento intelectual: posesión de la forma ajena en cuanto ajena, conocimiento de lo “en sí” y no mera afección mía. Es el conocimiento intelectual, inmaterial, lo que posibilita una volición libre: me “da la gana” querer bien; y es así como me hago bueno a mí mismo, porque bueno es el que quiere el bien, el que quiere bien.

Ese precepto ético, base de la ley natural, proviene del hecho de que el bien es lo primero que capta la razón práctica: el fin por el que todo agente obra, con razón de bien. Así, hay que buscar el bien y evitar el mal:
Y como el ente es lo primero que cae en la apreciación simple, así el bien es lo primero que aprehende la razón práctica, ordenada a la acción: ya que todo agente obra por un fin, que tiene razón de bien. Por eso, el primer principio de la razón práctica es el que se funda en la razón de bien: ‘Bien es lo que todos apetecen’ (su motor natural). Ese es, por tanto, el primer precepto de la ley [natural]: hay que hacer el bien y proseguir el bien, y hay que evitar el mal. Todos los demás preceptos de la ley natural se fundan en éste… [274]

La ley natural contiene el camino del desarrollo pleno del hombre. Él puede descubrirla en el dinamismo de su propio (acto de) ser, en la ordenación jerárquica de sus tendencias, en el conjunto de la creación finalizada de modo inteligente. Si el fin del camino es Dios, y quien camina el hombre, la ley natural es el mapa, y el sendero, el amor:
La ley natural señala el camino del auténtico y pleno desarrollo del hombre, de la persona, del individuo de naturaleza humana, capaz de amar. Por eso la inteligencia humana lee los preceptos de esa ley en su propio ser, activo de suyo, en las tendencias —ordenadas y jerárquicas entre sí— de la naturaleza humana, en su natural y armónico dinamismo en el conjunto de la creación, en su finalización intrínseca y motora. La interpretación “heteronómica” kantiana procedía de su radical y antimetafísico olvido del ser, de su inmanentismo gnoseológico, de su vacua fenomenología. [275]

Pero, ¿de qué se conforma la ley natural? Si siguiéramos comparándolo con ese mapa, describiría los modos de amar para lograr la meta. Amor electivo a Dios, y a los demás por Él, y a uno mismo sólo en cuanto Él lo quiere y como Él lo quiere:
Los contenidos básicos de la ley natural son los contenidos inteligentes del amor: primero, conocer y amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, sobre todas las cosas; inmediatamente después, amar a los demás electivamente como uno se ama naturalmente a sí mismo; luego amarse electivamente según el querer de Dios: la conservación de la propia vida, la subsistencia, el desarrollo de la vida espiritual, y de todas las capacidades, la familia, el trabajo, la vida social… [276]

La ley natural, en su descripción de la realidad vital que afecta al hombre —y que él puede descubrir con su inteligencia—, enseña a emplear cada segundo de la existencia en actos de amor, a advertir en cada suceso y en cada momento, una oportunidad para amar y acercarse a la meta de su paso por el tiempo:
Bien lejos de todo asfixiante legalismo, como de delicuescentes moralismos o de áridas y algebraicas elucubraciones; tan lejos de la escrupulosa retícula farisaica del formalismo, como del saduceo reduccionismo temporalista y horizontal, la ley natural enseña a hacer de todo un acto de amor: de la oración y del trabajo, de la familia y de la amistad, de la convivencia y del esparcimiento, del bienestar y de la carencia aceptada, de las más atrevidas incursiones del conocimiento y de las tareas aparentemente más triviales, de las empresas más universales y de los acontecimientos más nimios, de la alegría y del dolor, de la vida entera. [277]

El hombre necesita conocer la ley natural para un “recto vivir”, es decir para alcanzar su perfección como hombre. Puede conocerla con su inteligencia directamente, o aprenderla de otros. En uno y otro caso, tiene la obligación de ir “formando su conciencia”, es decir conociendo la ley natural, el mapa, para poder llegar a su fin. El conocimiento de esa ley natural exige una disposición para aprender y para moldear la propia conducta concordemente:
(…) se pueden señalar en la ley natural preceptos primarios —más fácil, inmediata y universalmente perceptibles—, secundarios —a los que se llega ya mediante un raciocinio más elaborado—, de tercer orden… Cada uno alcanza o puede alcanzar los que necesita para su recto vivir: por sí o por otros, ya que el hombre es social y dócil (“enseñable”) por naturaleza, y ordinariamente puesto en condiciones de ser educado y obligado a dejarse educar. La conciencia no crea la norma: la conoce y aplica, es intérprete de una norma interior y superior, pero no es ella quien la crea. De ahí la obligación natural de formarse una conciencia recta y verdadera. Pero, tratándose de un saber práctico, vital, decisivo para la vida entera y su destino, esto compromete al hombre entero; y por eso, requiere “buena voluntad” y todas las disposiciones convenientes: la falta de estas disposiciones puede oscurecer y aun deformar positivamente el conocimiento de preceptos básicos de la ley natural: la historia —también la contemporánea— lo demuestra. [278]

La virtud hace buena a la persona, y la ley natural apunta a que los actos humanos la busquen, especialmente en el caso del amor, un amor verdaderamente libre, electivo, que supere el amor natural a la felicidad y se centre en el Bien que es Dios y en la respuesta a su amor:
La ley natural dirige los actos humanos a la adquisición de la virtud, y la virtud es lo que hace buena a la persona (Sto. Tomás, S. Th. I-II, q. 92, a. 1, ad 2), en cuanto determinación estable y difícilmente removible del amor electivo, que se fija amorosamente en el fin último libremente elegido, en cuanto intensificación y rectitud del amor a Dios, identificación creciente con el Amor. La ley natural determina los contenidos que la libertad debe dar a sus actos, para mantenerse como actos libres que superan el “amor natural” a la felicidad, en cuanto derivados de la elección primordial y suprema por la que la persona ama a Dios como infinitamente digno de ser amado por sí mismo, y como respuesta debida al amor infinitamente generoso y liberal con que Dios me ha hecho libre y capaz de amar. [279]

Y entre las virtudes, es la justicia la que hace buena la obra y bueno al que la realiza. Implica, de suyo, alteridad. Por lo tanto está ordenada al respeto y la valoración de los demás, y a darles lo que les corresponde, que es el bien. La justicia, por lo tanto, se ordena al amor de benevolencia, al amor electivo:
La justicia es propiamente una virtud —que hace buena la obra y bueno al que la hace— antes que un ordenamiento extrínseco… Esta virtud implica siempre alteridad… Aun tratándose de la privada esfera del pensamiento o de la intención, la justicia nos ordena a los demás… Esta virtud radica en el amor de benevolencia, por el que queremos el bien para el otro. [280]

Y ese “querer el bien para el otro” se llama amor electivo. Es así que el amor electivo y la justicia se enlazan en la ley natural que marca el camino del hombre hacia su meta existencial:
Todo este orden que la justicia establece presupone el acto primero de la libertad, que es el amor electivo. “El propósito de mantener la paz y la concordia entre los hombres mediante los preceptos de la justicia será insuficiente, si por debajo de estos preceptos no echa raíces el amor” (Sto. Tomás, C. G. III, 130), el amor electivo, el amor de benevolencia, que consiste en querer el bien para el otro, para Dios y para los demás por Dios, que es el presupuesto mismo de la justicia: es lo primero que hay que dar a cada uno, lo más suyo, lo que más necesita, y lo que hace mejor al que lo da. [281]



3.2.6. El bien común como meta del amor
¿Cuál es la culminación a la que tiende el amor electivo, la ley natural, la vida misma de cada ente humano e, incluso, la sociedad como un todo? Definitivamente, la misma unión a la que tiende el amor electivo y, en el bien poseído (realización objetiva), la satisfacción subjetiva también (o felicidad, según los matices que ya se trataron en párrafos precedentes).
Pues el acto del hombre es verdaderamente personal cuando ama a Dios radicalmente: ha sido creado libre, por amor. Y el fin de un ente inteligente y libre no puede estar sino en el máximo bien, un bien proporcionado a la apertura potencialmente infinita de esas facultades. Y puede descubrir ese Bien en Dios. Por eso llega a ser plenamente hombre cuando ama a Dios:
El acto de la persona humana es verdaderamente un acto personal cuando es radicalmente un acto de amor a Dios, al Amor que desde toda la eternidad y hacia la eternidad lo requiere. Cuando ese acto se haga total, explícito y definitivo, eterno, el hombre habrá alcanzado su fin. La persona estará cumplida, en Dios, como "alguien delante de Dios y para siempre. [282]

En el amor a Dios el hombre se cumple definitivamente como persona, pues en el darse del amor —independientemente de lo que se necesite o no— se alcanza la plenitud de la libertad. Los hombres más libres (y más felices) son aquellos que aman el bien de los otros y a los demás en su bien:
Sólo dando y dándose en su amor es como la persona vive como persona, y alcanza la plenitud de su ser libre, en cuanto no condicionado por ninguna “necesidad”, en cuanto —porque quiere— ama absolutamente al que es en sí mismo realmente digno de ser amado como persona, en cuanto que es amor y no mero deseo. Es en el amor a Dios donde yo me cumplo definitivamente como persona. [283]

De este modo, el hombre, terminativa y perfectivamente, es amor. Se plenifica como hombre cuando en su libertad —“creatividad participada” dirá Cardona— ama a Dios que lo ha creado, elige ser aquello que ha sido creado para ser —si quiere—:
Dios obra por amor, pone el amor, y quiere sólo amor, correspondencia, reciprocidad, amistad (habría, pues, que revisar la tesis tradicional del fin de la creación, precisar mejor el tema de la “gloria de Dios”). Y de ese amor de amistad sólo la libertad es capaz. Así, al Deus caritas est del Evangelista San Juan (I Io, 4, 8), hay que añadir: el hombre, terminativa y perfectivamente hombre, es amor. Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, autorreducido a cosa. Pero sólo se es amor si se quiere, si se quiere en libertad. De ahí que el hombre, por su operación, sea causa sui, que es la definición aristotélica de la libertad, aunque allí no bien precisada aún. Puesto el ser, creada la persona, la libertad se presenta en él como “inicio” absoluto, como originalidad radical, como creatividad participada. En consecuencia, el hombre se hace, se pone a sí mismo como hombre, cuando en uso de su libertad ama a Dios sobre todas las cosas, cuando ama a Dios como Dios, cuando ama el Amor libre que le hace ser como amor, cuando libremente ama a Aquel que le hace libre, capaz de amar, cuando intencionalmente se identifica con su fin porque quiere, y es así lo que está hecho para ser. [284]

El último fin de la sociedad es el último fin del hombre (y no uno distinto): no sólo vivir en la virtud, sino llegar a Dios:
Pero “no es el último fin de la multitud congregada vivir virtuosamente, sino por medio de la vida virtuosa llegar a la fruición divina” (Santo Tomás, De Regim. Princ.. I, c. 15, n. 817). Y así el último fin de la sociedad es el fin del hombre (Santo Tomás, In Ethic. I, 2, n.31): Dios. Si la sociedad guarda esa ordenación, el hombre encuentra en ella su propio fin. [285]


Y en ese fin se goza, una vez que se ha alcanzado:
El primer acto del amor es la dilección, y sigue la alegría o gozo del amor, que cae así dentro del mismo primer y fundamental precepto, el de amar a Dios sobre todas las cosas: la alegría buena es obligatoria. Sigue luego, como consecuencia necesaria la paz como “tranquilidad del orden” (Sto. Tomás, S. Th. II-II, q. 29), precisamente porque es el amor lo que nos ordena radicalmente y del todo a nuestro último Fin: tanta más paz hay en el alma cuanto más cerca está de Dios, “a quien no se llega con pasos corporales, sino con los afectos del alma” (Sto. Tomás, S. Th. II-II, q. 24, a. 4). Y son esos afectos del alma los que “dilatan el corazón”, hacen cada vez más capaz de amar (Sto. Tomás, S. Th. II-II, q. 24, a. 7), hasta la plenitud de la unión, hasta la infinitud divina. [286]

Nada puede aquietar la voluntad humana sino el bien perfecto, uno después de cuya posesión no haya lugar a más deseo, a otro anhelo. Puesto que nada de lo creado satisface completamente, hay que ver hacia Dios, fuente de toda bondad, que es el Bien universal, ese id quod omnia appetunt, por lo tanto ya —también— en el ámbito de una dimensión social:
(…) podemos ahora colocarnos en una perspectiva de inducción, a partir del hombre mismo. “Es imposible que la felicidad del hombre esté en algún bien creado. Pues la felicidad es el bien perfecto, que se apetece totalmente: de lo contrario no sería el último fin, si aún le quedase algo por apetecer. El objeto de la voluntad, que es el apetito humano, es el bien universal; como el objeto del intelecto es la verdad universal. De lo que resulta manifiesto que nada puede aquietar la voluntad del hombre sino el bien universal, que no se encuentra en nada creado, sino sólo en Dios: porque cualquier criatura tiene el bien como participado” (S. Th. 1-2, q. 2, a. 8c). El universo —en el que se cuenta el mismo hombre, con su felicidad alcanzada— es participación del bien absoluto. [287]

El bien común está muy lejos de la simple “utilidad general” —típica sobre todo después de La Ilustración, y que se reduce simplemente a un cierto bienestar material. Responde a personas y no a “consumidores”. Cada hombre está abierto a lo trascendente, a un conocimiento y un amor insaciables con lo material. Es capaz de fincar su bien en el bien de los demás y en última instancia, en el de Dios. El bien común, no puede ser un televisor (ni quince, ni veinte millones de ellos), ni un campo de golf. Mientras el derecho y la economía no partan de un presupuesto antropológico correcto, resultará imposible satisfacer verdaderamente al hombre, alcanzar los fines de la sociedad, que pasan por la consideración de la libertad humana y de su acto específico, el amor:
Aun el acto más íntimo y privado compromete por eso el bien común. Naturalmente, esto supone una noción de bien común que apenas tiene algo que ver con la moderna “utilidad general”, ya que ésta trata sólo de bienes útiles, y aquél trata del bien honesto, de lo que es en sí mismo bueno. Este bien común —que, insistimos, es mucho más que el acervo de bienes materiales del uso general— es un bien que incluye necesaria y primordialmente el bien personal y lo trasciende: es el bien propio de sujetos espirituales, cada uno de los cuales es quodammodo omnia, capaz de conocer y amar al otro en cuanto otro, y por tanto de tener su bien en el bien de los demás y, finalmente, en el bien de Dios mismo, en el Amor. [288]

Cómo se entienda esa situación final del hombre, de acuerdo con la Revelación cristiana, es un tema que ya no concierne a este trabajo, aunque de hecho Cardona lo describa [289]. Aquí sin embargo, ciñéndonos a los límites que la razón natural alcanza, conviene, habiéndose hablado ya del amor electivo, la correspondencia como parte del amor, la ley natural que dirige al fin y del fin mismo de la libertad humana, una última reflexión que deja el acento en el hombre. Es él, a final de cuentas, el destinatario de este trabajo y sobre todo el de la labor intelectual de Cardona, ligada siempre, como se ha dicho, al sentido común, y contrastada con la situación del hombre “de a pie”, de la persona “ordinaria” (que nunca debiera considerarse ordinaria) que camina por las calles de la vida en el siglo XXI.

3.2.7. El amor como criterio de estatura humana
Bajo esta perspectiva, así como al inicio todos los hombres están en igual posibilidad de amar, así también, conforme transcurre su vida, según cada uno ame se irá diferenciando de los demás. Mediante el ejercicio de su libertad, mediante el amor, el hombre va realizando actos meritorios de una suerte de la que es responsable. En última instancia sus decisiones lo van levantando hacia Dios que lo llama, o lo recurvan sobre sí mismo. Así el hombre va adquiriendo su calidad moral y “humana”:
Todo el mundo, pero cada uno por su cuenta, puede ser absolutamente excelente en el amor, y así absolutamente bueno: depende de que libremente quiera, depende de la cualidad y de la intensidad de su amor. Sólo ahí es donde radicalmente somos todos iguales. Las otras igualdades no son reales. Pero al final, según lo que cada uno haya hecho libremente con su amor, podemos ser todos diferentes, y —para mérito o demérito, para gozo o para pena— cada uno será plenamente responsable de su “diferencia”. Dios salva dando la potencia activa, la capacidad real de amar; pero cada uno se pierde si no quiere amar, si libremente comprime sobre sí su capacidad de querer. [290]

Y esa calidad moral se condensa en dos posibilidades: ser bueno o malo moralmente (porque metafísicamente sólo es “malo” lo que no es). Y es bueno el hombre cuando lo es su voluntad, su amor. Considerándolos en el plano del amor, todos los hombres se encuentran en un mismo nivel inicial, todos son capaces de amar y todos, independientemente de otras cualidades, pueden ser buenos, obrar buscando el bien electivamente, amar:
Es por el amor como el hombre recibe su cualificación definitiva: según como ama es bueno o malo. “No se dice que el hombre es bueno porque es bueno en parte, sino porque es totalmente bueno; y eso sucede por la bondad de la voluntad, ya que la voluntad impera los actos de todas las potencias humanas. Y eso proviene de que cualquier acto es el bien de la potencia respectiva; de donde sólo se dice ser bueno el hombre que tiene buena voluntad” (Sto. Tomás, Q. de virt. in común, q. un., a. 7 ad 2). Aquí no es cuestión de “estar dotados”, como sucede en el conocimiento y en las facultades sensitivas; aquí inicialmente somos todos iguales. [291]


3.2.8. La formación en el amor como prioridad educativa
Salta de inmediato que, puesto que esa cualificación moral se adquiere —pues depende de la libertad—, puede haber una formación, una preparación (que es mucho más que “entrenamiento” o “adiestramiento” animal) para ejercitar la libertad en la dirección “correcta”, es decir en la que culmina en una cualificación moral buena. En otras palabras, pueden proporcionarse al hombre la formación y las herramientas para que, si quiere, las tome y se haga más capaz de orientar su libertad hacia el bien, sea bueno. Esto debe (un “debe” que deriva de la naturaleza del hombre, no de ideologías) constituir el primer y más importante objetivo de la educación.
Bajo este cariz resulta un sinsentido aquel denuedo casi obsesivo de tantas escuelas y universidades en el mundo “desarrollado” por dejar fuera de la educación precisamente aquello que más necesitan los entes humanos que acuden a adquirirla. Hoy se habla mucho de “derechos”, pero sólo para ciertos temas. No se habla, por ejemplo, del derecho de todo hombre, por el hecho solo de serlo, a recibir una educación moral, una oportunidad de formar su libertad en la orientación al bien. De todos modos volvamos a aquello que Cardona apunta sobre este aspecto.
A la base de la educación se encuentra el amor benevolente, electivo. Porque la educación es, como toda actividad realmente humana, libre. Y es el educando quien libremente se educa y toma, si quiere, aquello que se le propone como bueno para él (para su perfeccionamiento como persona). Y necesita, para que comience a considerar algo (por ejemplo una virtud, un conocimiento técnico, una habilidad, etc.) como bueno para sí, percibir que aquel que se lo propone realmente lo ama, lo quiere con benevolencia —busca su bien—:
La reciprocidad ha de surgir cuando el alumno se sepa personalmente querido, no tratado como una fracción: eso suscita, de suyo, correspondencia de afecto. Y es éste el primer bien que hay que comunicar: porque, como dice Santo Tomás, cualquier don o regalo presupone el amor, que es lo que mueve a dar (cuando realmente se da, y no se vende o cambia). A partir de este amor de benevolencia, que generosamente doy, puedo dar todo aquello que entiendo que ha de constituir un bien para esa persona en sus circunstancias, y que está en mi mano proporcionarle. [292]

Se impone, como una de las tareas de más valor en la educación de los niños y los adolescentes —ahora atendiendo a los contenidos— enseñarles a amar, a darse generosamente a los demás, a rebasar el nivel de las propias apetencias y antojos (que Cardona llama “el estadio animal”) para pasar al plano personal y verdaderamente humano de la libertad, del amor electivo:
(…) enseñar y ayudar al niño y al adolescente a que se olviden de sí mismos y de sus apetencias, para darse generosamente a los demás. Ayudarles a salir del estadio animal de las “necesidades” (reales o artificiales), para entrar en el estadio espiritual de la “libertad”, del amor electivo, respondiendo así al precepto primordial de toda ley ética natural: amar a Dios con todo el corazón y sobre todo, al prójimo como a uno mismo. Insisto que esto es de ley natural, por muy oscurecido que pueda estar en la mentalidad contemporánea… Como pertenece a la ley natural el conocimiento de Dios, principio de toda ética. [293]

Aunque al final podamos ser todos diferentes, al principio somos iguales en la posibilidad de amar, en nuestra aptitud de elección. Cada generación, dirá Kierkegaard, comienza de cero en este ámbito: el amor es su tarea mínima, y la máxima a la que podrá aspirar también en el arco de una vida; sólo amando podrá entender a la generación anterior e, incluso, a sí misma [294]. Por eso Cardona ve en el amor el criterio antropológico y ético más universal, y aquello de lo que cada ente personal es más responsable —pues se trata del ejercicio de su libertad—:
Para el cumplimiento de ese primordial precepto del amor de benevolencia, no se trata de “estar dotado”, como sucede para el conocimiento, el arte y las otras actividades sectoriales del hombre. Aquí estamos inicialmente todos dotados por igual, sólo aquí es donde verdaderamente todos somos iguales. Aunque al final, según lo que cada uno haya hecho con su amor, podamos ser todos diferentes, y al final —con mérito o demérito, para gozo o pena— cada uno sea plena y personalmente responsable de su “diferencia”.[295]

Se arriba de esta forma al final de una exposición somera sobre el pensamiento de Cardona en el tema del amor como sentido del hombre. Quedan abiertas muchas venas de futura investigación a partir de aquí.
Queda sólo evaluar —respetuosamente y en la medida de lo posible— la exposición de las ideas de Cardona, para determinar si presentan una aportación original y si ayudan a entender mejor al hombre, a comprender la situación actual de la ética, la antropología y la metafísica; si, a final de cuentas, Cardona tiene algo valioso que decir. De esto se ocupa el siguiente apartado.
Conclusión: Valoración de la propuesta de Cardona




Como resulta obvio, se podrían formular muchos comentarios. El material expuesto es en sí muy rico. Por un lado, parece, al verlo plasmado en las páginas anteriores, que se hubiera captado apenas un atisbo de lo que quiso decir Cardona. Por otro lado, al leerlo, se nota que todavía hay mucho que extraer. De modo que se pondrán aquí sólo las tres conclusiones que se consideran más importantes.
La primera mira a la originalidad de Cardona. Se podría haber objetado, al inicio, que seguía muy de cerca a Santo Tomás de Aquino. Siendo benévolos, que seguía a Santo Tomás y a algunos filósofos contemporáneos identificados como tomistas, eminentemente a Cornelio Fabro o a Étienne Gilson. Sin embargo, a la luz de un estudio más detenido tal objeción parece por lo menos apresurada. Además de confrontar intelectualmente a Descartes, Heidegger, Kant, Nietzsche, Scheller, Vattimo, Spinoza y otros pensadores —sobre todo modernos—, también en ocasiones va más allá de lo que Santo Tomás establece (no podríamos decir que en contra, pero sí más allá), como en el tema de la felicidad en el hombre [296] y en los demás que ya se han mencionado a lo largo del trabajo. Eudaldo Forment aventura en un artículo una afirmación que, si no proviniera de un filósofo de tanto calibre como él, podría suscitar más de una sonrisa escéptica: en su opinión, Cardona supera a Gilson “en muchos aspectos” en su estudio sobre Descartes[297]. En una carta de 1987, con modestia pero con claridad también, se propone ir más a fondo en la línea seguida por Fabro para estudiar a Heidegger e, incluso, verlo en su aspecto vital y práctico —algo que Fabro ya no hizo—[298]. Para Tomás Melendo, Cardona esclarece muchas cuestiones que en Santo Tomás resultan ambiguas porque evoluciona respecto a ellas a lo largo del tiempo. Y, por ejemplo en el caso del amor electivo, esa firmeza lo hace avanzar más que el santo y sacar conclusiones a las que el Aquinate no llegó[299]. En los siguientes años se irán perfilando los rasgos originales del pensamiento de Cardona[300] y se irán elaborando de modo que conste mejor su aportación específica —no reducible a los autores que lo preceden e influyen—. De todos modos, hay que adelantar aquí, es una labor que se presagia exitosa.
La segunda tiene que ver con su tratamiento de la armonía entre ciencia y filosofía, pero especialmente entre filosofía y teología, entre razón natural y Revelación cristiana. Ciertamente no es el primero que trata estos temas, pero, también innegablemente, los analiza a fondo y extrae conclusiones que va soltando aquí y allá en sus libros. Resulta pasmosa la cercanía de su perspectiva sobre el tema a un documento pontificio (la Fides et ratio) que se publicaría cinco años después de su muerte. Cardona respetaba a sus adversarios obsequiando una atención cuidadosa a sus ideas[301] y, era, en todo caso, enemigo de las polémicas, que le parecían, al cabo, inútiles[302]. Y desde esta perspectiva deben considerarse sus posturas cuando se trataba de la armonía entre fe y razón. Aquello que afirma él, cuando suena osado (siempre bajo el clima secularista actual), está dicho con base en argumentos muy sólidos, y no por afán de controversia[303]. No esconde, Cardona, en diversas cartas e incluso en su obra póstuma —Olvido y memoria del ser— que su objetivo es contribuir a la recristianización del mundo, especialmente de Europa, y a la rehabilitación de la metafísica (sapiencial) dentro de la cultura de Occidente[304]. En este punto también su labor resulta muy valiosa, y un punto de referencia obligado para los pensadores —sobre todo de habla hispana, aunque no sólo— que deseen en su vida armonizar razón y fe, y profundizar en el tema a nivel de investigación[305].
Por último, una palabra sobre la importancia de Cardona en el tema del amor, que ocupó esta tesis. Quizá su mayor mérito consista en anclar la metafísica a la vida real, y en traer a la vida cotidiana la metafísica. Y esto sucede también cuando habla del amor. Su visión integradora del amor en el conjunto de la realidad, de modo que sea su mismo sentido, su fundamento, puede servir de brújula para el hombre de hoy, ese hombre que nació en una tradición cultural en que la fe, la filosofía, la ciencia y la cultura se encuentran prácticamente incomunicadas. Su discernimiento claro de la esencia del amor (contenida sobre todo en el amor electivo) desenmascara mil sofismas que han sido minas de oro en manos de los comerciantes y fuente de confusión —cuando no de desdicha— para el hombre común y corriente. Piénsese sólo en un caso de muestra: el de la autoestima. Cuántos matrimonios tambaleantes, cuántos jóvenes inmaduros, cuántos niños abandonados y cuántas personas infelices, por un amor a sí mismos muy pobremente entendido y a veces “apoyado” con argumentos pseudoescriturísticos. En el concepto de amor electivo está la clave también para un trabajo muy positivo en dos sentidos: primero, el del matrimonio y la familia, como un espacio privilegiado para la práctica del verdadero amor; segundo, el de la educación, que en primer lugar debe brindar al niño y al adolescente la oportunidad de formarse como hombres buenos, incluso antes —sin detrimento, claro está— de la información técnica que pueda aprender. Ni qué mencionar de sus aportaciones en el campo de la filosofía de Dios (o “teología natural”), que mucho pueden contribuir al diálogo entre filosofía y teología, y al intercambio fructuoso entre ellas. Lo mismo sus reflexiones metafísicas concernientes al diálogo de la filosofía con las ciencias y la cultura. Y, por último, aunque no es lo menos importante, falta que se vaya estudiando y conociendo mejor su vida, que habla elocuentemente: su labor sacerdotal, su cuidado y servicio hacia las almas, su vena poética, sus encargos pastorales e intelectuales, sus amistades. Todo ello puede contribuir a la asimilación de sus valiosísimas contribuciones a la problemática cultural de nuestro tiempo —y de los venideros—.
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NOTAS



[1] A partir de una reflexión de Heidegger: “El pensador esencial es el que tiende a una suprema decisión, y en una decisión suprema concluye.” Cardona, Carlos. Olvido y memoria del ser. EUNSA. Pamplona, 1997. pp. 220-221. [2] Cardona, Carlos. Tiempo interior. Tercera edición. SEUBA. Barcelona, 1993. [3] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida – a propósito de Carlos Cardona”. Artículo proporcionado directamente por su autor, y que aparece parcialmente en dos publicaciones: (i) “Carlos Cardona, amigo y maestro” en: Cardona, Carlos. Aforismos..., op. cit., pp. 9-33; (ii) “Carlos Cardona (in memoriam), 1930-1993”. Anuario Filosófico, 1994 (27), 1071-1080. [4] Cardona, Carlos. Ética del quehacer educativo. Segunda edición. RIALP. Madrid, 2001. p. 20. [5] Cardona, Carlos. Metafísica del bien y del mal. EUNSA. Pamplona, 1987. p. 43. [6] Ibidem, p. 43. [7] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción intelectual. Segunda edición, corregida y ampliada. EUNSA. Pamplona, 1973. p. 96. [8] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 273-274. [9] Cardona, Carlos. Filosofía y Cristianismo..., op. cit., pp. 21-23. [10] Juan Pablo II. Fides et ratio, núm. 83. Séptima edición. Ediciones Paulinas. Coyoacán, 1999. p. 92. [11] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 12. [12] Ibidem, pp. 14-15. [13] El vocablo “mal” se refiere sólo al ejercicio de la filosofía de acuerdo con su naturaleza propia. [14] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 12. [15] Cf. Kant, Emanuel. Crítica de la razón pura. Alfaguara. Madrid, 2002. A592/B620 a A603/B631. [16] Cf. Ibiidem, A603/B631 a A614/B642. [17] Cf. Pieper, Josef. Defensa de la filosofía. Sexta edición. Herder. Barcelona, 1989. p. 51. [18] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 21-22. [19] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., pp. 92-93. [20] Cf. Aristóteles. Metafísica. 983, a25 ss. Gredos. Madrid, 1998. [21] Cf. Pieper, Josef. Las virtudes fundamentales. 7ª edición. RIALP. Madrid, 2001. pp. 417-434. [22] Como expone en: Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., p. 23, por poner un ejemplo sólo. [23] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 321. [24] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 24-25. [25] Cf. Hegel, G. W. F. Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Porrúa. México, 1997. pp. 53-54; 294. [26] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 15-16. [27] Kierkegaard, Soren. Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Cuarta edición. Editorial Trotta. Madrid, 2004. pp. 112-113. [28] De todas formas viene a cuento aquí la reflexión de Pieper: “¿No se le ofrecerá hoy al intelectual, pregunto, precisamente en relacion con la Iglesia, la posibilidad de utilizar y apurar de un modo peculiar todas sus tendencias y concesiones e incluso todas sus debilidades? El incoformismo, por ejemplo, respecto de lo que se ha hecho obvio y, sin embargo, no debe admitirse… No es preciso ni un mínimo de valentía para atacar al Papa. Pero, ¿cuántos se atreven a defender públicamente con elegancia intelectual y con habilidad lingüística la tesis de que la pureza forma parte de la conducta correcta de los hombres?... Pero, sobre todo, ¿se ha dado alguna vez a los intelectuales alguna posibilidad tan provocativa como la de ejercer y considerar su noble oficio…batiéndose con las armas apropiadas a favor de todos los injuriados del mundo, a favor, por tanto, de la Iglesia?” [Pieper, Josef. La fe ante el reto de la cultura contemporánea. RIALP. Madrid, 2000. pp. 241-242]. [29] Como, por lo demás, al momento también de caminar, hablar o comer; no podía disociarse de su ser cristiano más que lo que uno puede disociarse de su apellido; por lo tanto, en algunos temas sabía por la Revelación a dónde quería llegar como filósofo. [30] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 93. [31] Cf., por ejemplo: Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 322. [32] Cardona, Carlos. René Descartes…, op. cit. [33] Prácticamente. Murió en 1993 apenas. [34] Cardona, como de pasada, comenta en su último libro cómo la noción de acto personal de ser -que él acuña- parece no haber sido utilizada antes por nadie, aunque está en consonancia con la noción de persona propuesta por el santo de Aquino. Este es un claro ejemplo de cómo va más allá del autor más fundamental en su pensamiento, donde podría pensarse que Cardona no aporta nada nuevo. Cf. Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., p. 318. [35] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 119. [36] [Cursivas mías] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 128. [37] Y con todo lo que es, de una manera sapiencial. Cf. Pieper, Josef. El ocio y la vida intelectual. Séptima edición. Biblioteca del Cincuentenario. RIALP. Madrid, 1998. p. 123. [38] [Cursivas mías.] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 124-125. [39] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., p. 68. [40] Por ejemplo: Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 129; 220. [41] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., p. 25. [42] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 17-18. [43] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 117. [44] Cf. Kierkegaard, Sören. El amor y la religión. Puntos de vista. Segunda edición. Editorial Tomo. México, 2003. pp. 30-31. [45] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 123. [46] Después de todo el catolicismo es una minoría a nivel mundial y en buena cantidad de países sufre todavía persecución (si se aceptan los extendidos razonamientos sobre una tolerancia muy sui generis actualmente en boga). Aunque el argumento válido para escuchar a alguien es más bien si lo que dice es verdad. [47] Por ejemplo: Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 123; 125. [48] Como ejemplo, obsérvese solo en esta tesis, cuantas citas de Cardona cuando habla del amor contienen referencias a Santo Tomás. [49] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., p. 294. [50] U originarias, “de raíz”, para incluir dos términos que a veces se usan indistintamente: “últimas” y “primeras”, y que sólo distraen al lector. [51] Por ejemplo: Melendo, Tomás. Sobre la “Metafísica del bien y del mal”. “Espíritu” XXVIII (1989), pp. 45-60. [52] Eminentemente, cuando realiza una afirmación en filosofía que coincide con una enseñanza de la Revelación cristiana. Con frecuencia uno se encontrará con que, o bien se trata de un punto que ya aclaró antes y ahora no vuelve a exponerlo por estar tratando otro tema, o bien la aseveración, aunque coincida con una verdad de fe, vale en sí misma incluso sólo desde la razón natural. [53] Pujol, Carlos. “Prólogo”. En: Cardona, Carlos. Tiempo…, op. cit., p. 7-11. [54] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [55] Forment, Eudaldo. “La filosofía de la libertad en Carlos Cardona”. Espíritu. XLIII (1994), 116-118. [56] Pegueroles, Juan. “El deseo y el amor en dos cartas de Carlos Cardona”, en Espíritu XLV (1996), pp. 57-62). [57] Caldera, Rafael Tomás. “La cruz en la inteligencia”. En: El oficio del sabio. Centauro. Caracas 1996, p. 170. [58] Porta, Marco. La metafisica sapienzale di Carlos Cardona. Il rapporto tra esistenza, metafisica, etica e fede. Edizioni Università della Santa Croce. Roma 2002. [59] Pujol, Carlos. “Prólogo”. En: Cardona, Carlos. Tiempo…, op. cit., p. 7-11. [60] Cardona, Carlos. Tiempo…, op. cit., LXXXIII (18-V-1952), p. 116. [61] Cardona, Carlos. Metafísica del bien común. RIALP. Madrid, 1966. [62] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit. [63] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [64] Respondeo dicendum quod bonum et ens sunt idem secundum rem, sed differunt secundum rationem tantum. Quod sic patet. Ratio enim boni in hoc consistit, quod aliquid sit appetibile, unde philosophus, in I Ethic., dicit quod bonum est quod omnia appetunt. Manifestum est autem quod unumquodque est appetibile secundum quod est perfectum, nam omnia appetunt suam perfectionem. Intantum est autem perfectum unumquodque, inquantum est actu, unde manifestum est quod intantum est aliquid bonum, inquantum est ens, esse enim est actualitas omnis rei, ut ex superioribus patet. Unde manifestum est quod bonum et ens sunt idem secundum rem, sed bonum dicit rationem appetibilis, quam non dicit ens. [Santo Tomás, S. Th., Iª, q. 5, a. 1 co. Corpus Thomisticum. Edición a cargo de Enrique Alarcón. Fundación Tomás de Aquino. Universidad de Navarra, 2005. En: http://www.corpusthomisticum.org/]. [65] Cardona, Carlos. Metafísica del bien común…, op. cit., p. 9. [66] Véase, por ejemplo, su comentario sobre Santo Tomás en: Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., p. 322. [67] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [68] Citado en: Ibidem. [69] Melendo, Tomás. “Carlos Cardona, amigo y maestro”. En: Cardona, Carlos. Aforismos..., op. cit., pp. 9-33. [70] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [71] Ibidem. [72] Ibidem. [73] 202b a 206c. En: Platone. Tutte le opere. Traduzione da Enrico Maltese. Newton. Roma 1997. [74] El libro desarrolla no sólo el Fedón, sino también partes del Symposio y de la República. Pieper, Josef. Enthusiasm and Divine Madness. On The Platonic Dialogue Phaedrus. St. Augustine’s Press. Indiana, 2000. pp. 69-89. [75]Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [76] Véase, como uno de tantos ejemplos: Cardona, Carlos. Metafísica del bien común…, op. cit., p. 8. [77] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [78] Ibidem. [79] Ibidem. [80] Cardona, Carlos. René Descartes…, op. cit. [81] Ibidem, p. 152. [82] Ibidem, p. 132. [83] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [84] Ibidem. [85] Cf. Cardona, Carlos. Metafísica del bien y del mal. EUNSA. Pamplona, 1987. p. 25. [86] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [87] Ibidem. [88] Ibidem. [89] Kierkegaard, Sören. De los papeles de quien todavía vive. Sobre el concepto de ironía. Escritos, volumen 1. Editorial Trotta. Madrid, 2000. pp. 81-82. [90] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [91] Pujol, Carlos. “Prólogo”. En: Cardona, Carlos. Tiempo…, op. cit., p. 7-11. [92] Ibidem, p. 7-11. [93] Ibidem, p. 7-11. [94] Cf. Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 117. [95] Heidegger, Martin. Carta sobre el humanismo. Ediciones Peña Hermanos. México, 1998. pp. 63-124. [96] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 135-179. [97] Ibidem, pp. 145. [98] Cf. Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 157-162. [99] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [100] Ibidem. [101] Ibidem. [102] Pujol, Carlos. “Prólogo”. En: Cardona, Carlos. Tiempo…, op. cit., p. 7-11. [103] Cardona, Carlos. Tiempo…, op. cit., p. 1. [104] Ibidem, p. 174. [105] Pujol, Carlos. “Prólogo”. En: Cardona, Carlos. Tiempo…, op. cit., p. 7-11. [106] Melendo, Tomás. “Metafísica y vida…”, op. cit. [107] Ibidem. [108] Ibidem. [109] Ibidem. [110] Información reunida a partir de la compilación que Ignacio Giuiu ofrece después de la Presentación en: Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., Se ha cotejado con la proporcionada por Tomás Melendo Granados en artículo parcialmente editado con el nombre de “Carlos Cardona, amigo y maestro” en: Cardona, Carlos. Aforismos..., op. cit., pp. 9-33; así como en: Anuario Filosófico, 1994 (27), 1071-1080, bajo el título: “Carlos Cardona (in memoriam), 1930-1993”. [111] Heidegger, Martin. Conceptos fundamentales. Curso del semestre de verano, Friburgo, 1941. Primera reimpresión. Alianza editorial. Madrid, 2001. pp. 133-135. [112] Santo Tomás. Super Boet. De Trinit., III, q. 5, a. 3. Corpus…, op. cit. [113] Este es, por ejemplo, el pensamiento de Juan de Santo Tomás, según lo reporta Ferrater Mora, José. Diccionario de filosofía. Nueva edición revisada y aumentada, primera reimpreión. Ariel Filosofía. Barcelona, 2001. pp. 25-33. [114] Santo Tomás. Super Boet. De Trinit., III, q. 5, a. 3. Corpus…, op. cit. [115] Santo Tomás. Super Boet. De Trinit., III, q. 5, a. 3, co. 2. Corpus…, op. cit. [116] Balmaseda Cinquina, María Fernanda. ”Separatio” y otros hábitos intelectuales. En: http://cablemodem.fibertel.com.ar/sta/xxix/files/Miercoles/Balmaseda_04.pdf
[117] Super Boet. De Trinit., III, q. 5, a. 3, co. 4. Corpus…, op. cit. [118] « Cognitio autem naturalis humana ad illa se potest extendere quaecumque ductu naturalis rationis cognoscere possumus. Cuius quidem naturalis cognitionis est accipere principium et terminum. Principium autem eius est in quadam confusa cognitione omnium: prout scilicet homini naturaliter inest cognitio universalium principiorum, in quibus, sicut in quibusdam seminibus, virtute praeexistunt omnia scibilia quae ratione naturali cognosci possunt. » Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [119] “Dicit autem secundum quod est ens, quia scientiae aliae, quae sunt de entibus particularibus, considerant quidem de ente, cum omnia subiecta scientiarum sint entia, non tamen considerant ens secundum quod ens, sed secundum quod est huiusmodi ens, scilicet vel numerus, vel linea, vel ignis, aut aliquid huiusmodi.”, que en nuestra versión aparece en Sententia Metaphysicae, lib. 4 l. 1 n. 2. Santo Tomás. Corpus…, op. cit.
[119] Cf. Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 345-346. [120] Cf. Ibidem, pp. 345. [121] « Ens igitur est cuius actus est esse, sicut viventis vivere. Sic enim se habent haec tria ad invicem, ens, esse et essentia, sicut vivens, vita et vivere. Vita enim est principium quo vivens vivit, et essentia est principium quo ens est; nisi quod vita et vivere significant actum, vita in abstracto, vivere vero in concreto, sicut cursus et currere, unde non est vita sine vivere; essentia tamen non semper constituit esse. » Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [122] “Sicut autem motus est actus ipsius mobilis inquantum mobile est; ita esse est actus existentis, inquantum ens est.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [123] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 345-346. [124] “Deinde cum dicit, ipsum enim esse, manifestat praedictam diversitatem tribus modis: quorum primus est, quia ipsum esse non significatur sicut ipsum subiectum essendi, sicut nec currere significatur sicut subiectum cursus: unde, sicut non possumus dicere quod ipsum currere currat, ita non possumus dicere quod ipsum esse sit: sed sicut id ipsum quod est, significatur sicut subiectum essendi, sic id quod currit significatur sicut subiectum currendi: et ideo sicut possumus dicere de eo quod currit, sive de currente, quod currat, inquantum subiicitur cursui et participat ipsum; ita possumus dicere quod ens, sive id quod est, sit, inquantum participat actum essendi: et hoc est quod dicit: ipsum esse nondum est, quia non attribuitur sibi esse sicut subiecto essendi; sed id quod est, accepta essendi forma, scilicet suscipiendo ipsum actum essendi, est, atque consistit, idest in seipso subsistit. Non enim ens dicitur proprie et per se, nisi de substantia, cuius est subsistere.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [125] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 346-347. [126] “Uno modo dicitur esse ipsa quidditas vel natura rei, sicut dicitur quod definitio est oratio significans quid est esse; definitio enim quidditatem rei significat. Alio modo dicitur esse ipse actus essentiae; sicut vivere, quod est esse viventibus, est animae actus; non actus secundus, qui est operatio, sed actus primus. Tertio modo dicitur esse quod significat veritatem compositionis in propositionibus, secundum quod est dicitur copula: et secundum hoc est in intellectu componente et dividente quantum ad sui complementum; sed fundatur in esse rei, quod est actus essentiae, sicut supra de veritate dictum est, dist. 19, quaest. 5, art. 1.” [cursivas mías] Corpus…, op. cit. [127] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 347. [128] “Alio modo esse dicitur actus entis in quantum est ens, idest quo denominatur aliquid ens actu in rerum natura. Et sic esse non attribuitur nisi rebus ipsis quae in decem generibus continentur; unde ens a tali esse dictum per decem genera dividitur.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [129] “(…) esse dupliciter dicitur: quandoque enim esse idem est quod actus entis; quandoque autem significat compositionem enuntiationis, et sic significat actum intellectus: quo modo intelligitur quando dicitur quod aliud est esse patris et aliud filii, non primo modo.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [130] « Ideo autem dicit quod hoc verbum est consignificat compositionem, quia non eam principaliter significat, sed ex consequenti; significat enim primo illud quod cadit in intellectu per modum actualitatis absolute: nam est, simpliciter dictum, significat in actu esse; et ideo significat per modum verbi. Quia vero actualitas, quam principaliter significat hoc verbum est, est communiter actualitas omnis formae, vel actus substantialis vel accidentalis, inde est quod cum volumus significare quamcumque formam vel actum actualiter inesse alicui subiecto, significamus illud per hoc verbum est, vel simpliciter vel secundum quid: simpliciter quidem secundum praesens tempus; secundum quid autem secundum alia tempora. Et ideo ex consequenti hoc verbum est significat compositionem. » Expositio Peryermeneias, lib. 1 l. 5 n. 22. Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [131] « Multo igitur minus et ipsum esse commune est aliquid praeter omnes res existentes nisi in intellectu solum. Si igitur Deus sit esse commune, Deus non erit aliqua res nisi quae sit in intellectu tantum. Ostensum autem est supra Deum esse aliquid non solum in intellectu, sed in rerum natura.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [132] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 347-348. [133] En este punto agrega Cardona una nota –que aquí no se reproduce por su longitud- que trata de la causa por la que algunos filósofos han negado los primeros principios. [134] “Necesse est enim quod sicut omnia entia reducuntur ad aliquod primum, ita oportet quod principia demonstrationis reducantur ad aliquod principium, quod principalius cadit in consideratione huius philosophiae. Hoc autem est, quod non contingit idem simul esse et non esse. Quod quidem ea ratione primum est, quia termini eius sunt ens et non ens, qui primo in consideratione intellectus cadunt.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [135] “Et hoc ideo, quia illud, quod necessarium est habere intelligentem quaecumque entium hoc non est conditionale, idest non est suppositum, sed oportet per se esse notum.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [136] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 345-353. [137] “(…) cum duplex sit operatio intellectus: una, qua cognoscit quod quid est, quae vocatur indivisibilium intelligentia: alia, qua componit et dividit: in utroque est aliquod primum: in prima quidem operatione est aliquod primum, quod cadit in conceptione intellectus, scilicet hoc quod dico ens; nec aliquid hac operatione potest mente concipi, nisi intelligatur ens. Et quia hoc principium, impossibile est esse et non esse simul, dependet ex intellectu entis, sicut hoc principium, omne totum est maius sua parte, ex intellectu totius et partis: ideo hoc etiam principium est naturaliter primum in secunda operatione intellectus, scilicet componentis et dividentis. Nec aliquis potest secundum hanc operationem intellectus aliquid intelligere, nisi hoc principio intellecto. Sicut enim totum et partes non intelliguntur nisi intellecto ente, ita nec hoc principium omne totum est maius sua parte, nisi intellecto praedicto principio firmissimo.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [138] “Sed quid sit totum, et quid sit pars, cognoscere non potest nisi per species intelligibiles a phantasmatibus acceptas. Et propter hoc philosophus, in fine posteriorum, ostendit quod cognitio principiorum provenit nobis ex sensu.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [139] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 345-353. [140] “(…) primum enim quod in intellectum cadit, est ens; secundum vero est negatio entis; ex his autem duobus sequitur tertio intellectus divisionis (ex hoc enim quod aliquid intelligitur ens, et intelligitur non esse hoc ens, sequitur in intellectu quod sit divisum ab eo); quarto autem sequitur in intellectu ratio unius, prout scilicet intelligitur hoc ens non esse in se divisum; quinto autem sequitur intellectus multitudinis, prout scilicet hoc ens intelligitur divisum ab alio, et utrumque ipsorum esse in se unum. Quantumcumque enim aliqua intelligantur divisa, non intelligetur multitudo, nisi quodlibet divisorum intelligatur esse unum. Et sic etiam patet quod non erit circulus in definitione unius et multitudinis.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [141] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 345-353. [142] « (…) cum dicitur: diversum est esse, et quod est, distinguitur actus essendi ab eo cui ille actus convenit. Nomen autem entis ab actu essendi sumitur, non ab eo cui convenit actus essendi, et ideo ratio non sequitur.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [143] “Quidam siquidem propter complexionis indispositionem, ex qua multi naturaliter sunt indispositi ad sciendum: unde nullo studio ad hoc pertingere possent ut summum gradum humanae cognitionis attingerent, qui in cognoscendo Deum consistit. Quidam vero impediuntur necessitate rei familiaris. Oportet enim esse inter homines aliquos qui temporalibus administrandis insistant, qui tantum tempus in otio contemplativae inquisitionis non possent expendere ut ad summum fastigium humanae inquisitionis pertingerent, scilicet Dei cognitionem. Quidam autem impediuntur pigritia. Ad cognitionem enim eorum quae de Deo ratio investigare potest, multa praecognoscere oportet: cum fere totius philosophiae consideratio ad Dei cognitionem ordinetur; propter quod metaphysica, quae circa divina versatur, inter philosophiae partes ultima remanet addiscenda.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [144] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 345-353. [145] “(…) ex hoc ipso quod intellectus noster accipit a phantasmatibus, sequitur in ipso quod scientiam habeat collativam, inquantum ex multis sensibus fit una memoria, et ex multis memoriis unum experimentum, et ex multis experimentis unum universale principium, ex quo alia concludit; et sic acquirit scientiam, ut dicitur in 1 Metaph., et in fine posteriorum, Lib. 2, text. 37; unde secundum quod se habet intellectus ad phantasmata, secundum hoc se habet ad collationem. Habet autem se ad phantasmata dupliciter. Uno modo sicut accipiens a phantasmatibus scientiam, quod est in illis qui nondum scientiam habent, secundum motum qui est a rebus ad animam. Alio modo secundum motum qui est ab anima ad res, inquantum phantasmatibus utitur quasi exemplis, in quibus inspicit quod considerat, cujus tamen scientiam prius habebat in habitu.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [146] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 345-353. [147] “Nihil autem potest esse quod sit praeter id quod intelligitur per ens, si ens sit de intellectu eorum de quibus praedicatur. Et sic per nullam differentiam contrahi potest.” Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [148] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 345-353. [149] “Sic ergo in operatione intellectus triplex distinctio invenitur. Una secundum operationem intellectus componentis et dividentis, quae separatio dicitur proprie; et haec competit scientiae divinae sive metaphysicae. Alia secundum operationem, qua formantur quiditates rerum, quae est abstractio formae a materia sensibili; et haec competit mathematicae. Tertia secundum eandem operationem quae est abstractio universalis a particulari; et haec competit etiam physicae et est communis omnibus scientiis, quia in scientia praetermittitur quod per accidens est et accipitur quod per se est.” La frase, sin embargo, se encuentra en otro lugar (Super De Trinitate, pars 3 q. 5 a. 3 co. 5) según la edición de las obras de Santo Tomás que tengo a mano: Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [150] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 345-353. [151] “Et quia veritas intellectus est ex hoc quod conformatur rei, patet quod secundum hanc secundam operationem intellectus non potest vere abstrahere quod secundum rem coniunctum est, quia in abstrahendo significaretur esse separatio secundum ipsum esse rei, sicut si abstraho hominem ab albedine dicendo: homo non est albus, significo esse separationem in re. Unde si secundum rem homo et albedo non sint separata, erit intellectus falsus. Hac ergo operatione intellectus vere abstrahere non potest nisi ea quae sunt secundum rem separata, ut cum dicitur: homo non est asinus. Sed secundum primam operationem potest abstrahere ea quae secundum rem separata non sunt, non tamen omnia, sed aliqua.” Tampoco aquí la referencia (Super De Trinitate, pars 3 q. 5 a. 3 co. 1) de mi versión coincide con la que anota Cardona. Santo Tomás. Corpus…, op. cit. [152] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 345-353. [153] Melendo, Tomás. Metafísica de lo concreto. Sobre las relaciones entre filosofía y vida. Ediciones Internacionales Universitarias. Barcelona, 1997. pp. 14-15. [154] Dejemos lo de “cosa” por lo pronto, aunque se verá más adelante que el término se asocia más con la esencia y no con el ser, dinámico y activo de suyo. Quizá “cada cosa”, debería denominarse “esente”, vocablo más adecuado en español que la palabra “ente”, que en latín se dice ens. [155] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., p. 36. [156] Ibidem, p. 44. [157] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., pp. 43. [158] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., p. 50. [159] Siguiendo, por supuesto, una tradición que interpreta a Santo Tomás desde la fuente, en sus originales. Lugares prominentes en esta tradición los ocupan Étienne Gilson y Cornelio Fabro. [160] Conversación sostenida con Tomás Melendo en Monterrey, año 2002. [161] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., p. 50. [162] Ibidem,pp. 111-112. [163] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., p. 272-273. [164] Cardona, Carlos. René Descartes…, op. cit., pp. 41-43. [165] Ibidem, pp. 52-53. [166] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., pp. 72. [167] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., p. 351. [168] Ibidem, p. 346. Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., pp. 72-73. [169] Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., p. 363. [170] Cardona, Carlos. El acto de ser y la acción creatural. “Scripta theologica” X (1978), p. 1096. [171] Cf. Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 71. [172] A lo largo de esta tesis se procura utilizar siempre la misma nomenclatura para evitar equívocos. Por lo tanto aquí nunca se usará el vocablo “ser” como sinónimo de “ente” o “cosa”, como cuando se habla de un “ser extraterrestre” o un “ser humano”. De hecho no debería ser necesario anteponer continuamente “acto de” a “ser” cuando se menciona esta palabra, si no fuera porque en lenguaje ordinario el significado de acto, el contenido dinámico se ha ido perdiendo. [173] Cardona, Carlos. René Descartes…, op. cit., pp. 37-38. [174] Uno de los máximos logros del pensamiento filosófico de Santo Tomás, a decir de Fabro [Fabro, Cornelio. Introducción al tomismo. Segunda edición. RIALP. Madrid, 1999. p. 59]. [175] Heidegger, Martin. Introducción a la metafísica. Cuarta reimpresión. GEDISA. Barcelona, 2001. pp. 11-54. [176] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., p. 50-51. [177] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 67. [178] Ibidem, pp. 66-67. [179] “Die wissende Heiterkeit ist ein Tor zum Ewigen. Seine Tür dreht sich in den Algendie, die aus den Rätseln des Daseins bei einem kundigen Schmied einst geschmiedet worden” [Heidegger, Martin. Camino de campo (Der Feldweg). Herder. Barcelona, 2003. p. 41]. [180] “Die Stille wird mit seinem letzen Schlag noch stiller… Das Einfache ist noch einfacher geworden. Das immer Selbe befremdet und löst. Der Zuspruch des Feldweges ist jetzt ganz deutlich. Spricht die Seele? Spricht die Welt? Spricht Gott?” [Heidegger, Martin. Camino de campo (Der Feldweg). Herder. Barcelona, 2003. p. 45]. [181] La incognoscibilidad del alma (dentro de la psicología), el mundo (en el ámbito de la cosmología) y Dios (o teología “natural”) desde un punto de vista verdaderamente “científico”. [Cf. Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura. Alfaguara, Madrid, 2002. A406/B433]. [182] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 68. [183] “Das Einfache verwahrt das Rätsel des Bleibenden und des Grossen. Unvermittelt kehrt es bei den Menschen ein und braucht doch ein langes Gredeihen. Im Unscheinbaren des immer Selben verbirgt es seinen Sege. Die Weie Aller gewachsenen Dinge, die um den Feldweg verweilen, sepndet Welt. Im Ungesprochenen ihrer Sprache ist, wie der alte Lese- und Lebemeister Eckehardt sagt, Gott erst Gott. [Heidegger, Martin. Camino de campo (Der Feldweg). Herder. Barcelona, 2003. p. 31]. [184] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 122. [185] Cf. Heidegger, Martin. Identidad y diferencia. Primera reimpresión. Editorial Anthropos. Barcelona, 1990. p. 153. [186] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., p. 85. [187] Ibidem, p. 85. [188] Como diría Beuchot en “Hermenéutica analógica y crisis de la modernidad”, en: http://www.ensayistas.org/antologia/XXA/beuchot/beuchot2.htm
[189] Cardona, Carlos. Descartes. Discurso del Método. Magisterio Español. Madrid, 1975. p. 62. [190] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., p. 99-100. [191] Marmelada Sebastián, Carlos Alberto. Cosmología actual, Filosofía y Religión. En: http://www.unav.es/cryf/cosmologiaactual.html
[192] Velázquez, Héctor (Ed.). Origen, naturaleza y conocimiento del universo. Un acercamiento interdisciplinar. Cuadernos de anuario filosófico. Serie universitaria (171). Pamplona, 2004. pp. 113-151. [193] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 100. [194] Ibidem, p. 137. [195] Dentro de una exposición a cuan más interesante acerca del ser, Gilson provee una ampliación sobre esta libertad divina en el pensamiento de Santo Tomás [Gilson, Étienne. El ser y los filósofos. Cuarta edición. EUNSA. Navarra, 2001. pp. 214-216]. [196] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 113. [197] Ibidem, p. 100. [198] Cardona, Carlos. Metafísica del bien común…, op. cit., p. 79. [199] Si entendemos por “universo” toda la realidad, material e inmaterial. [200] Cardona, Carlos. Metafísica del bien común…, op. cit., p. 68. [201] Cardona, Carlos. La persona, el alma y Dios, Servicio de Documentación Montalegre, Año VII, 3ª época, Semana del 4 al 10 de Junio de 1990, p. 8. [202] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 130. [203] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 69. [204] Cardona, Carlos. Metafísica del bien común…, op. cit., pp. 78-79. 80 Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 89. [206] Ibidem, pp. 44-45. [207] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 121. [208] Ibidem, p. 77. [209] Ibidem, p. 91. [210] Es curioso que Beuchot lo defina como “pasaje simbólico a la otredad” y que en su esencia perciba siempre el salir de uno mismo para emigrar al otro. Anota también Beuchot un matiz interesante del amor como analógico, por cuanto requiere cierta connaturalidad o empatía, pero al mismo tiempo se da entre personas distintas, que nunca podrán identificarse completamente. De cualquier modo el aspecto que más interesa para este estudio es la confirmación de su orden esencial hacia la alteridad. De ahí deriva, también, que su lenguaje más propio sea el simbólico (de hacer pasar al vivir pleno, en cuanto que una persona “emigra” hacia la otra, sale de sí). Para un tratamiento del amor desde la hermenéutica analógica, véase: Beuchot, Mauricio. Antropología filosófica. Hacia un personalismo analógico-icónico. Fundación Emmanuel Mounier. Salamanca, 2004. pp. 37-45. [211] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., p. 91. [212] Ibidem, p. 216. [213] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 105-106. [214] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 197. [215] Nietzsche, Friedrich. Así hablaba Zaratustra. Sexta edición. Porrúa. México, 1998. pp. 40-41. [216] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 227. [217] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., pp 72-73. [218] Cardona, Carlos. Metafísica del bien y del mal. EUNSA, Pamplona, 1987, p. 197. [219] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 146. [220] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 77. [221] A este respecto, véase el interesante estudio a cargo de: Fleming, J., Pike, G., Ewing, S. Human Embryos: A Limitless Scientific Resource? What the Research Involving Embryos and Prohibition of Human Cloning Bill 2002 really allows. Southern Cross Bioethics Institute. Plympton, SA (Australia), y que además de analizar el caso en cuestión provee valiosos apéndices con bibliografía sobre temas pertinentes tanto para Australia como para el Reino Unido de la Gran Bretaña. [222] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 45. [223] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 134. [224] Cardona, Carlos. Metafísica del bien común…, op. cit., p. 230. [225] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 66. [226] Cf. Fides et ratio, n. 76. [227] Cardona, Carlos. "La persona, el alma y Dios. Servicio de Documentación Montalegre, año VII, 3ª Época, Semana del 4 al 10 de Junio de 1990, p. 8. [228] Cardona, Carlos. "Para qué sirve la filosofía. Servicio de documentación Montalegre, año VI, 3ª época, semana del 29 de mayo al 4 de junio de 1989, p.13. [229] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 85. [230] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., pp. 130-1. [231] Cardona, Carlos. Metafísica del bien y del mal, p. 142. [232] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 64-65. 107 Ibidem, p. 87. [234] Ibidem, p. 99. [Cursivas mías.] [235] Ibidem, p. 47. [236] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., pp. 131. [237] Ibidem, p. 209. [238] Ibidem, p. 210. [239] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 51. [240] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 113. [241] Ibidem, p. 143. [242] Ibidem, p. 144. [243] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 215-6. [244] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción…, op. cit., p. 198. [245] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit p. 114. [246] Ibidem, p. 114. [247] Ibidem, pp. 118-9. [248] Ibidem, pp. 103-104. [249] Ibidem,. 116-117. [250] Ibidem, p. 122. [251] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 106. [252] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 130. [253] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 100. [254] Véase por ejemplo: Lucas, Ramón. El hombre, espíritu encarnado. Segunda edición. Sígueme. Salamanca, 1999. p. 186-187. [255] San Agustín. La ciudad de Dios. Décimo cuarta edición. Porrúa. México, 1998. L. XIV, Cap. XXVIII. [256] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 209. [257] Kierkegaard, Sören. Estudios estéticos I. Diaspálmata. El erotismo musical. Ágora. Granada, 1996. p. 58. [258] Cardona, Carlos. Metafísica del bien y del mal. EUNSA. Pamplona, 1987, pp. 113-114. 131 Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., pp. 87-88. [260] Ibidem, p. 101. [261] Ibidem, p. 81. [262] Melendo, Tomás. Ocho lecciones sobre el amor humano. Cuarta edición. RIALP. Madrid, 2002. pp. 35-53. [263] Lewis, C.S.The Four Loves. C.S. Lewis Signature Classics Edition. Harper Collins Publishers. London, 2002. pp. 111-140. [264] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 106. [265] Ibidem, p. 101. [266] Así lo confirma el psiquiatra Viktor Frankl, con base en su abundante experiencia: “Al declarar que el hombre es una criatura responsable y que debe aprehender el sentido potencial de su vida, quiero subrayar que el verdadero sentido de la vida debe encontrarse en el mundo y no dentro del ser humano o de su propia psique, como si se tratara de un sistema cerrado. Por idéntica razón, la verdadera meta de la existencia humana no puede hallarse en lo que se denomina autorrealización. Esta no puede ser en sí misma una meta por la simple razón de que cuanto más se esfuerce el hombre por conseguirla más se le escapa, pues sólo en la misma medida en la uqe el hombre se compromete al cumplimiento del sentido de su vida, en esa misma medida se autorrealiza. En otras palabras, la autorrealización no puede alcanzarse cuando se considera un fin en sí misma, sino cuando se la toma como efeto secundario de la propia trascendencia.” Frankl, Viktor E. El hombre en busca de sentido. Décimo octava edición. Herder. Barcelona 1996. p. 109. [267] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 98 y 99. [268] Ibidem, pp. 95-96. [269] Ibidem, p. 90. [270] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., pp. 104-105. [271] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 90. [272] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 146-7. [273] Para un trabajo que desea mantenerse en el ámbito de la razón natural, entiéndase aquí “pecado” (sin negar su significado en el ámbito de la fe, en el que seguramente estaba pensando Cardona también) como la opción mala de la libertad, aquella que consiste en la reduplicación (electiva) del amor natural, es decir el fracaso radical del ente humano. Con esto –hay que aclararlo- no se pretende ceder a esa visión del pecado como simple error intelectual, sino como positiva y consciente volición libre del hombre, pero siempre –en este trabajo- desde el punto de vista de la razón natural. [274] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 146. [275] Ibidem, p. 142. [276] Ibidem, p. 145. [277] Ibidem, p. 144. [278] Ibidem, p. 147. [279] Ibidem, p. 144. [280] Ibidem, p. 217. [281] Ibidem, p. 221. [282] Ibidem, p. 96. [283] Ibidem, p. 119. [284] Ibidem, pp. 101-102. [285] Cardona, Carlos. Metafísica del bien común…, op. cit., p. 84. [286] Cardona, Carlos. Metafísica del bien y del mal. EUNSA. Pamplona, 1987, pp. 131. [287] Cardona, Carlos. Metafísica del bien común…, op. cit., p. 69. [288] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 218. [289] Para Cardona, El Cielo del que habla la Revelación cristiana, se percibe desde la razón natural como el término del camino de la libertad y el gozo pleno en la amistad con Dios: “El término de ese laborioso camino de la libertad creada, su expansión total y su gozo pleno, es la unión de amistad definitiva y eterna con Dios. A eso, pero ya en un orden sobrenatural de participación formal en el conocimiento y en el amor divinos, es a lo que la doctrina cristiana llama Cielo” [Cardona, Carlos. Metafísica del bien común…, op. cit., p. 230]. Según la fe –dirá él-, al gozo inmenso de la visión de Dios para siempre, se suma la felicidad de cada uno de los bienaventurados, que aumentará el deleite de todos los demás que piensan en el bien del otro y se alegran de él: “La vida eterna, además de en la visión de Dios, en la suma alabanza, en la perfecta seguridad, consiste en la gozosa sociedad de todos los bienaventurados; sociedad que será deleitable en grado máximo, porque cada uno amará al otro como a sí mismo, y por consiguiente se alegrará del bien del otro como del suyo propio. Lo que hace que aumente tanto la alegría y el gozo de uno, cuanto es el gozo de todos (In Symb. Apost., a. 12, n. 1015)” [Cardona, Carlos. Metafísica del bien común…, op. cit., p. 230]. [290] Cardona, Carlos. Metafísica del bien..., op. cit., p. 119. [291] Ibidem, p. 118. 133 Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 91. [293] Ibidem, p. 98. [294] Kierkegaard, Sören. Fear and Trembling. 2003 Reprint. Penguin Books. London, 2003. p. 145. [295] Cardona, Carlos. Ética…, op. cit., p. 99 y 100. [296] Ibidem, p. 95-96. [297] Forment, Eudaldo. “La filosofía de la libertad…”, op. cit. [298] Cardona, Carlos. Aforismos..., op. cit., p. 21. [299] Conversación con Tomás Melendo en noviembre de 2004, a partir de su conocimiento de Cardona, personal y por cartas. [300] P.e. Todo esto deriva también de lo que he llamado « acto personal de ser » (Cf. Cardona, Carlos. Metafísica del bien…, op. cit., cap. III, que tiene como título precisamente éste: “El acto personal de ser”, y donde eso está metafísicamente justificado), con una expresión que no me consta que nadie hubiese utilizado antes, pero que entiendo perfectamente armónica –si no en recíproca y necesaria pertenencia- con la noción propia del acto de ser, tal como Tomás de Aquino la formuló, y con su consiguiente noción de persona, persistentemente ignorada por los comentaristas de Santo Tomás hasta nuestros días. [301] De manera evidentísima en: Cardona, Carlos. René Descartes…, op. cit., y en Cardona, Carlos. Olvido y memoria del ser…, op. cit., en los cuales, ya que va a disentir de algunas ideas de Descartes, Nietzsche y Heidegger, se encarga de tener, primero los textos en el idioma original usado por los autores; y después los deja hablar tanto como permite la extensión de un libro. Los dos libros (enteros) son ejemplo de esto. Pero incluso con Santo Tomás hace lo mismo: no escatima, en la medida de lo posible, en proporcionar al lector el texto original en latín, para que lo coteje –si desea- y siga de manera más cercana el hilo del raciocionio de Cardona. [302] Cardona, Carlos. Aforismos..., op. cit.,. p. 31. [303] En una carta a Juan Pegueroles, que le había expresado algún desacuerdo en las ideas que exponía en Metafísica del bien y del mal, Cardona escribía: “Soy muy refractario a todo lo que aun de lejos pudiera parecer una controversia. En cambio, estoy siempre muy inclinado al diálogo amistoso y en ámbito reducido. Espero que el Señor me depare esa posibilidad, y podamos hablar usted y yo, y también Eudaldo, de estos temas. Estoy persuadido de que nuestra coincidencia sustancial es plena. Esperando esa oportunidad, le pongo ahora unas letras, sólo como base de esas futuras y fructuosas conversaciones.” [Pegueroles, J. “El deseo y el amor…”, op. cit.] [304] Cf. Cardona, Carlos. Olvido…, op. cit., pp. 294. [305] A este respecto resulta muy interesante el trabajo de Gilson acerca de la filosofía cristiana de Santo Tomás, de su importancia para el contexto histórico que le tocó vivir, y de su contribución para rehabilitar la metafísica del ser, profundizar en la noción de Dios y a partir de ella, extraer sus consecuencias para la filosofía de la naturaleza (de un universo creado) y la del obrar humano (ética) [Gilson, Étienne. The Christian Philosophy of Saint Thomas Aquinas. Tercera reimpresión (2002). University of Notre Dame Press. Indiana, 1956. Especialmente: pp. 3-25].

El amor como sentido del hombre en Carlos Cardona

Prefacio El presente estudio tiene como propósito presentar a un pensador que murió hace apenas doce años, y que por varios motivos pudiera ...