Hay varios principios que siempre procuro cuidar cuando escribo. El primero, no escribir en primera persona, de modo que traslade la atención del lector, de quién dice las cosas, a lo que dice, que es más importante. Segundo, referirme a datos publicados y verificables más que a mis propias opiniones. Tercero, escribir sobre temas que considero de más interés según los proyectos de estudio que llevo. Y cuarto, hablar sólo de los temas en los que considero que podría aportar un mayor valor, quizá no conocido, al lector.
En este artículo voy contra todos esos principios. Tengo que escribir en primera persona porque hablo de experiencias personales; tomo datos de lo que he visto y vivido sin estadísticas o estudios formales; escribo sobre un tema que no es uno de aquellos en los que estoy trabajando actualmente; y no sé si tengo autoridad intelectual para afirmar que domine este campo más que cualquiera de los que leen. Sólo me atrevo a continuar por dos motivos: primero, que varios amigos y amigas me lo han pedido, me han dicho en conversaciones extraacadémicas que debería escribir esto para más gente; el segundo, porque he sido durante algunos años alguien como el que posiblemente ahora lee: un soltero, bien intencionado, que quiere vivir la fe, a quien le gustaría formar una familia, pero que se encuentra con una situación –también en este campo- algo difícil.
Este artículo está escrito por uno que fue simple soltero inexperto; no el más popular, no el más experimentado; uno de a pie que, sin embargo, un día se casó. Desde el otro lado de la barrera, con un sentimiento de solidaridad para el que se encuentra en esa etapa de la vida, avanzo estas líneas sin pretensiones, como quien comparte una experiencia que puede tal vez servir a otros.
Creo que en torno al grupo de los solteros que quisieran hacer un matrimonio, existen varios mitos. Varios de ellos afianzados como convicciones hondas en los corazones de muchos como si fueran certezas absolutas. El primero de ellos es el que aquí quisiera llamar el mito de la media naranja.
Según este mito, existiría en el mundo alguien hecho exactamente a nuestra medida, que completa la mitad que nos falta, y que pulula por ahí, sólo en espera de que lo encontremos. El mito parte de una explicación platónica acerca de cómo en un principio los hombres eran unidades compuestas de varón y mujer, a quienes se partió por castigo de los dioses ante la insolencia de considerarse perfectos. Desde entonces los humanos seríamos en realidad mitades, buscando nuestra otra parte para podernos realizar. Consonantemente, los pobres solteros se la pasan de antro en antro, de cine en cine, de sitio en sitio de internet, por la prepa, la carrera y después, buscando a la media naranja. Las medias naranjas pueden desfilar y cuando algo falla, la explicación es: “es que ella no era mi media naranja”. Muchos morirán buscando a la media naranja. Muchos creerán encontrarla cuando se casan (y luego verán que no era tan media naranja como pensaban). Por último, habrá quienes crean descubrirla en otra persona una vez que ya están casados.
Sin embargo se trata de un mito poco sustentable. Primero porque en estricto rigor –y poniéndonos elementales– cualquier varón es complemento de una mujer. Segundo, porque en la media naranja se supone complementariedad, pero a veces nos une a otra persona precisamente lo que no tenemos en común (como ser uno sereno y el otro fogoso). Tercero porque el varón y la mujer no son exactos complementos, sino a veces son simplemente diferentes (como el futbol y la pintura). Cuarto y último, aunque quizá lo más importante, porque el encontrar al futuro cónyuge (al “amor de tu vida”) a veces depende menos de que por fin halles a tu media naranja sentada en un bar a las once de la noche de un viernes en que saliste de cacería, y más de qué tan preparado te encuentre por dentro una mujer idónea para iniciar una relación.
Como no quisiera extenderme mucho sólo desarrollo un poco el cuarto punto. Encontrar la persona con la que te vas a casar es, cierto, una fortuna y no depende solamente de ti. Es como encontrate un cometa en el cielo obscuro de la noche. Por eso causa tanta alegría. En cierta manera te sucede. Pero también, por otro lado, te sucede porque estabas listo. La noche en que ves el cometa muchos estaban durmiendo y se lo perdieron. Tú pusiste todo para poder verlo –si aparecía–.
El “amor de tu vida” comienza cuando te casas, y se vuelve amor de tu vida cuando has gastado toda tu existencia a su lado (no la primera vez que te lo encuentras), cuando se han cumplido la promesa de amarse mutuamente para siempre que se hicieron un día. Pero para prometer eso los dos tienen que estar listos. Tienen que haber madurado. Tienen que haber deseado encontrarse alguien que quisiera comprometerse, que estuviera dispuesto a prometer amor y a cumplir.
Una posible media naranja pasa a tu lado todos los días. El problema no es dónde está, sino que tú las veas, si te has preparado para descubrirla, si te encuentras listo para comenzar a amarla llegada la oportunidad. Cuando conoces a una muchacha, si a las preguntas: ¿estaría dispuesto a casarme con ella mañana?, ¿podría vivir con ella y con su familia?, ¿me gustaría que fuera madre de mis hijos?, ¿me encantaría que hubiera más gente como ella un día?, ¿estaría dispuesto a echarme por ella compromisos, desveladas, a cuidarla siempre?, contestas que sí, entonces ya estás listo; encontrar a tu media naranja es cuestión de tiempo. Mientras no estés preparado para eso en tu interior, ya puedes conocer a cien prospectos; ninguno te parecerá adecuado. Podrán desfilar frente a ti todas las naranjas del mundo y tú todavía buscarás más allá, en el horizonte, a ver cuando aparece la que estás esperando.
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