Thursday 2 August 2007

Ciencia, moralidad y comunicación en Eduardo Nicol: una perspectiva metafísica

Septiembre de 2006

Entre las figuras que hicieron de parteaguas para la filosofía en México después del exilio español de fines de los años treinta, una cuya importancia está todavía por conocerse y difundirse es la de Eduardo Nicol, que murió apenas en 1990.


Su amplia obra intelectual se articula durante alrededor de cincuenta años. En las siguientes líneas se recogen pasajes de dos capítulos que forman parte de Ideas de vario linaje, y que revelan ciertos trazos del pensamiento del pensador catalán, pertinentes para la situación actual de la cultura.
El hilo conductor de estas reflexiones en diálogo con Nicol radica en la fuerza de un pensamiento teórico muy en contacto con la realidad, pero no por ello menos especulativo, ni por especulativo menos real. En un sentido similar al que hacía a Gilson diferenciar entre el simple profesor de filosofía –uno que no es capaz de referirse más que a la filosofía- y el filósofo –que tiene como tema la realidad-[1], Nicol parece desenvolver su pensamiento, quizá no siempre tan sistemático y con un método tan riguroso como él quisiera, pero siempre con un carácter metafísico (si se quiere, “fuerte”, en oposición al “pensamiento débil” de Vattimo por ejemplo). En Nicol, aventuramos como hipótesis, existe la convicción de una realidad objetiva y de nuestra capacidad para conocerla. Esta especie de realismo, que se combina con fenomenología, con teoría de la comunicación y con el recurso frecuente al pensamiento griego, puede aportar luz a algunos problemas de la filosofía actual, como el solipsismo inaugurado por la época moderna y prolongado hasta hoy, o como el dogma de que no existe verdad objetiva o, si existe, no se puede conocer.


Ciencia


La metafísica ocupa un puesto importante en las preocupaciones de Nicol. No basta para él un pensamiento descriptivo de las cosas, la pura clasificación. La ciencia va más allá de los datos:


Ciertamente la realidad no se libra a la primera inspección (ni a la segunda). Si hubiese esa “entrega inmediata” de lo real, la ciencia no sería teoría, sino catalogación… hay que percibir en lo dado algo más de lo que suelen llamarse datos.[2]


Ese énfasis de la ciencia como teoría se echa de menos en algunos ámbitos cientifistas donde “ciencia” adquiere un significado especial: primero, porque se reduce a algunas disciplinas que tienen que ver con el ente numérico y con la naturaleza física; segundo, porque su método empírico le gana automáticamente un cierto carácter de “infalible” o “verdadera”, aunque sólo sea “exacta” (y a veces ni esto, como los casos en que se aplica el principio de indeterminación de Heisenberg). Nicol apunta con agudeza la posibilidad de que el pensamiento teórico pierda su esencia, se encajone, pierda la libertad especulativa:


Pero el pensamiento filosófico actual parece que se vaya contagiando de esa ilusión optimista que prevalece en los niveles inferiores, los más empíricos, de la investigación científica. La falta de horizonte teórico permite creer a quienes cultivan diminutas especialidades que esa investigación es, en verdad, una tarea desprovista de problemas, y que consiste en un progreso metódico regular, en una acumulación de “cosas sabidas”. Lo que no cabe en este cauce estrecho sería preocupación especulativa. La ciencia sería despreocupada. No tendría problemas: sólo tendría tareas. Claro que dicha convicción se encuentra ya, ella misma, en el nivel de la teoría: es una teoría de la ciencia, aunque el especialista no se cuide de expresarla empíricamente.[3]


Si Nicol no contribuyera –como lo hace- con más, sólo ese análisis de la situación actual de la ciencia y de la importancia de pensamiento especulativo, teórico (auténticamente filosófico) bastaría para traerlo a colación al ambiente cultural de hoy. No sorprende, en esa misma línea, que hable de la metafísica como problemática y casi como “descubridora de problemas”, aunque también de problemas falsos:


Aunque la metafísica también parte de datos empíricos (¿de qué otra manera se puede partir?) ella procede con otro ritmo, con más cautela que las otras ciencias, porque es más problemática. Este problematismo de la metafísica se le reprocha… como signo de inseguridad o incertidumbre; pero hay que dar a la palabra su significado literal, para indicar que la metafísica es precisamente descubridora de problemas. Reproches se le pueden hacer cuando plantea problemas falsos, si bien la denuncia de estas “falsedades” es también tarea de la metafísica. Se comprende así que, por ser la más radical de las ciencias, haya en ella mayor proporción de problemas, y que estos opaquen las otras cuestiones que requieren simple análisis y descripción, las que se van resolviendo con un buen trabajo parsimonioso.[4]


No es lo mismo hacer una clasificación de tortugas, por más pormenorizada y precisa (e interesante) que sea, o una exploración de los planetas y sus trayectorias alrededor del sol, que -por ejemplo- hablar de la constitución ontológica del hombre. El hecho de que la primera indagación sea más aferrable no quiere decir que por ello se pueda llamar más “científica”, ni más necesaria. Los principios metafísicos obtenidos con rigor intelectual no deberían cambiar como la apreciación de un cuerpo celeste como planeta luego de los avances en los telescopios (tampoco querrá decir que la metafísica deba ignorar esos avances y descubrimientos, al contrario). El que en metafísica existan problemas y se pueda volver a ellos de mil maneras a lo largo de los siglos, no le quita seriedad científica, pues eso ocurre también en otras disciplinas (¿quién ignora que la física newtoniana que para Kant constituía el prototipo de ciencia, fue revisada después por Einstein y otros?):


El descrédito de la metafísica no lo justifica la aventura de su pensamiento. Es una manera de ocultar y de compensar la humillación que sufre la impaciencia moderna ante la obstinada presencia de los problemas. Pero esta impaciencia es de origen pragmático. Al auténtico científico no puede impacientarle la imposibilidad de eliminar los interrogantes, pues la ciencia no es, ella misma, sino esencial interrogación. Nuestra razón no fracasa interrogando. También en las ciencias particulares advertimos la reaparición de los mismos problemas, en unos contextos renovados por el progreso positivo. El auge de una ciencia promueve un mayor caudal de hechos conocidos; pero, inevitablemente, nuevos hechos traen nuevos problemas, o nuevas maneras de enfocar viejos problemas. Con esto no queda desacreditado sino el absolutismo. Pero es conveniente prevenirse contra las celadas del absolutismo, el cual toma a veces forma de criticismo. La simple negación perentoria de los problemas metafísicos puede muy bien representar, no una crítica a la razón (porque esta es una faena permanente de la propia metafísica), sino un absolutismo defraudado, que se manifiesta negativamente. No es menos absolutista Hume que Spinoza. Y también hoy existen dogmatismos criticistas.[5]


El señalamiento de esos dogmatismos tiene que haber implicado valentía de parte de Nicol, en una época en que la que muchos de ellos se toman como lo comúnmente aceptado, lo que todos saben y con lo que todos concuerdan. Y esto no sólo en un ámbito general de las diferentes disciplinas del saber y de la cultura: incluso dentro de la misma filosofía no faltan corrientes que tratan de vestirla o transmutarla de modo que parezca “ciencia” (es decir, conocimiento matemático o físico) y que, en todo caso, rehuyen sus aspectos más teóricos y especulativos que tienen que ver con la metafísica.
Nicol parece tener simpatías con cierto monismo, que vería en la realidad una misma cosa expresada de múltiples maneras. Por lo menos ve en esta teoría, en parte desarrollada en distintos momentos por Parménides o Spinoza, una posibilidad. Este hecho parece retar su por otro lado decidido sesgo realista, cuando acepta que:


Sin embargo, el monismo es, por lo menos, una posición teóricamente posible. La evidencia empírica de la pluralidad de cosas y de especies pudiera ser una apariencia de la realidad, y no su forma constitutiva radical.[6]


Desafortunadamente escapa el reducido espacio de este trabajo investigar hasta qué punto Nicol sostiene esa teoría o está de acuerdo con ella, sería cuestión de cotejar otros escritos suyos a los que de momento no tenemos acceso.


De cualquier manera, aunque el contenido de los capítulos que se han seleccionado de Ideas de vario linaje no versa principalmente sobre metafísica en sí, algunos de los párrafos introductorios dejan ver las ideas de nuestro autor al respecto. Valdría la pena en caso de una investigación más profunda analizar ese concepto de teoría, que parece deber bastante a la tradición griega clásica, en Nicol.


Moralidad


En el ámbito ético adopta Nicol también una perspectiva de pensamiento teórico fuerte. La moralidad se relaciona, de inmediato, con la libertad del hombre y, para ello, con una concepción de la naturaleza humana que el autor parece tener. Eso sí, para él el obrar libre del hombre no sólo lo distingue de otras especies, sino también de otros individuos de su especie. Aquí parecieran mezclarse el orden del ser y el del obrar de la tradición aristotélica:


En el campo de la ética, esto es lo más apremiante. ¿Figura la moralidad, la condición de ser moral, entre las propiedades idóneas del hombre, las que permiten distinguirlo de otras especies de ser? Pero esta misma nota es la que permite distinguir, unos de otros, a los individuos de la misma especie humana. Cada uno es “lo que es” por “lo que hace”.[7]


Podríamos estar de acuerdo si con ello se refiere a hacerse en términos aristotélicos de “segunda naturaleza”, de virtud. Ahora bien, esa moralidad humana va íntimamente unida a un elemento importantísimo: el sentido. Las disciplinas del conocimiento dedicadas a la aplicación de teoría (es un mito creer que la verdadera ciencia es sólo aplicación –preguntaríamos, ¿aplicación de qué?) pueden aportar definitivamente utilidad. Las disciplinas teóricas puras dan luz, descubren cómo está compuesta un aspectode la realidad en el sentido de contemplación aristotélico. La filosofía es también (por lo menos principalmente) disciplina teórica que, además, tiene como objeto de estudio toda la realidad, y por eso se llama a veces más que “ciencia”, sabiduría. En cuanto mira a toda la realidad e intenta llegar a sus causas más profundas, la filosofía se convierte en aportadora de sentido para el hombre y, en esto, se hermana con la poesía y con la religión. Nos dice Nicol en qué sentido la moralidad tenga relación con el sentido y con esa distinción de cada individuo humano:


Moralidad es el término con el cual designamos, en general, el hecho de que los actos humanos tienen sentido; de que la acción propiamente humana es, por necesidad, acción cualificada, no indiferente. La moralidad no es un carácter abstracto del cual hayamos de servirnos para señalar la diferencia específica entre los hombres y los animales: antes que esto, es lo que sirve para distinguir, unos de otros, a los individuos de la comunidad humana. Y la distinción no es pensada, no es puramente intelectual o lógica, sino íntegramente vital, porque se origina en el propio individuo: éste se hace a sí mismo individuo distinto, y por esto es inevitable que sus semejantes lo distingan.[8]


Por lo que se ve en la cita anterior parecería que para nuestro autor, la distinción entre un hombre y otro no sólo sea accidental (critica en otros pasages el recurso medieval a la materia quantitate signata) sino ontológica. Así, afirma que:


El hombre es el único ser que posee y opera su propio principio de individuación. El principio, en efecto, es operativo: no es algo dado ab origine, sino como literal potencial de ser.[9]


¿Habría que decir, siguiendo su razonamiento, que entonces un hombre es radicalmente, ontológicamente diverso de otro hombre? Porque si así fuera cuesta trabajo comprender los pasajes que analizaremos más adelante y que se refieren a la expresión. La posibilidad de comunicación para Nicol está dada, entre otras cosas, gracias a una predisposición constitutiva del hombre para ver a los demás como otros yo. ¿Cómo podría ver a otros como semejantes si constituyen, por así decirlo, especies distintas a mí? Sería interesante, en un estudio ulterior, intentar desde la propia perspectiva de Nicol resolver esa contradicción. Pues no cabe duda de que para él la distinción entre hombres es real y no sólo lógica, pero además circunda en el terreno del ser, donde esse sequitur operare:


Así, un contraste decisivo con la uniformidad del esencialismo se revela en la necesidad de elevar a rango ontológico el concepto de acto, con el cual se representa algo muy diferente de lo que entendía por acto la metafísica tradicional. Moralidad es actuación, en el más amplio sentido: es ese dinamismo por el cual los individuos humanos se distinguen unos de otros entitativamente, al “tomar posiciones” en el mundo. Estas posiciones comprometen, y por esto el individuo queda en ellas definido realmente (no lógicamente). El tú se identifica por sus actos. Decir que “responde” de ellos y por ellos, significa, antes que una determinada relación moral positiva, que su propio ser queda delimitado por ellos. Los actos son formativos de su ser. Por esto, en su comportamiento está patente su individualidad inconfundible. Pero ahí está también su ‘esencia’ humana: su humanidad es su inconfundibilidad.[10]


Cuando habla de esa individualidad de cada hombre, si se trata de una diferencia radical, ontológica, habría que hablar (y Nicol tendría que hacerlo para ser coherente) de “Pedro”, “Jesús”, “Sandra”, y no de “hombre” si desde ninguna perspectiva puede considerarse al hombre como especie. De todos modos conviene recalcar que Nicol sigue considerando que la ética requiere una fundamentación ontológica, una idea que ya no se considera claramente hoy. Se habla mucho de ética, pero no se la fundamenta. Por eso es tan sencillo echarla por la borda, abolirla por decreto, cambiarla por votación. Pero si se piensa que la ética va más allá de la convención, si tiene que dar razón de sí en temas más profundos que asociar “alto” al rojo en los semáforos, entonces hay que encontrar su cimiento. Ese cimiento refiere a la naturaleza humana y ella a su vez a la naturaleza de lo real, a la metafísica. Cuesta de todos modos hablar de una naturaleza humana cuando resulta que no existe naturaleza humana, sino aquella de individuos ontológicamente distintos con base en su moralidad:


La fundamentación ontológica de la ética (no de una moral positiva) tiene que partir de estas preguntas: ¿Cómo ha de estar constituido el ser de un ente cuya existencia produce, por necesidad, eso que llamamos actos morales? ¿Qué orden de ser es este, que sólo puede existir formando él mismo su propia individualidad? ¿Qué relación existe entre la individualidad física y la individualidad personal, la propiamente humana? Porque la individualidad personal implica la autonomía ontológica.[11]


Estamos de acuerdo en la necesidad de anclaje metafísico –y esto se nos hace muy rescatable de Nicol- para la ética. Nos confesamos ignorantes de la manera como pudiera conciliarse ese anclaje sin hablar de una naturaleza humana que, partiendo del fenómeno como lo hace tantas veces Nicol, se manifiesta tantas veces a la experiencia de quien la observe.


Ahora bien, el estatuto ontológico de la moralidad, no implica para él comprometerse con ningún juego positivo de reglas.


Dar estado ontológico a la moralidad, no implica hacer juicios morales, ni comprometerse con ninguna moral positiva.[12]


Quizá esa segunda parte de la frase quiere resaltar la libertad de la especulación filosófica en el campo ético, y en este sentido estamos de acuerdo, sobre todo si ninguna de las morales positivas a la mano, en un determinado momento, contiene todos los elementos que teóricamente corresponderían a la ética. Este asunto es discutible, pero hay que conceder que es probable que ningún juego de leyes positivas (pensemos en las legislaciones de los países) contiene todos los elementos de una ley natural –en el sentido ontológico del término-): los sistemas legales de Alemania y de Siria son perfectibles.


La primera parte de la frase, sin embargo, parece más fuerte. Cuesta más trabajo estar de acuerdo, pues en el campo de la moralidad, es decir el del bien y el mal del obrar libre –y por tanto responsable- del hombre, no sólo puede haber juicios morales sino que necesariamente los hay. Cuando Aristóteles[13] concluye que ciertos fines como la el dinero o la fama no pueden constituir la felicidad humana, pero la contemplación filosófica sí, está haciendo juicios sobre lo que es más conveniente, lo que más se ajusta a la naturaleza humana.


Comunicación


Parece encontrarse a la base de la reflexión de Nicol, no sólo en los trabajos que recoge Ideas de vario linaje, sino también en algunos de sus libros (evidentemente en Metafísica de la expresión) un tema que para él resulta de capital importancia y que nunca –apunta él- se ha pensado metafísicamente: la expresión.


La expresión, que es lo más prominente de estos rasgos comunes, no la pensamos en abstracto, no tenemos que des-cubrirla o des-velarla. Ella es, por excelencia, lo no-cubierto. En verdad, la metafísica no la ha pensado nunca, ni de una manera ni de otra, a pesar de que es el único dato de que disponemos para el conocimiento del hombre. Y esto es necesario recalcarlo, para evitar desorientaciones: pues la metafísica de la expresión pudiera parecer una invención teórica, una construcción del pensamiento, y no es, en su base, otra cosa que una simple aceptación de los datos reales.[14]


Aquí si habla Nicol de naturaleza del hombre, y anota que la expresión es el único dato de que disponemos para conocerla. Se trata definitivamente de un planteamiento interesante, y da pie a una anotación bastante aguda –que analizaremos más adelante- cuando afirma que el problema de la intercomunicación –a raíz del principio de individuación del hombre- es un pseudoproblema en realidad.


Para Nicol, la expresión es factor de individuación y a la vez de vinculación entre los hombres.


La expresión es reveladora de la forma de ser-hombre, con una evidencia que es primaria, universal y apodíctica: sin duda posible, lo que expresa el hombre ante todo es su hombría, su ser-hombre; además, este ser-hombre sólo puede manifestarse en y por la individualidad irreductible de quien expresa; por esto mismo, la expresión es factor de individuación en cada sujeto expresivo; y en fin, también por las mismas razones, la expresión es constitutiva de relaciones vinculatorias y comunitarias.[15]


Cabría preguntarse si se puede hablar en este autor de la expresión como un concepto analógico. Pareciera que así lo considera, pues por un lado sirve para expresar la unicidad de cada individuo, y por otro acomuna a cada individuo con los demás para hacer una comunidad. Este hecho pareciera resolver el gran problema del puente que se crea a partir de Descartes: ahora que tenemos (al menos ahora que hemos definido) en el hombre una res extensa y una res cogitans, ¿cómo podemos decir que se conectan? Y también: ahora que el pensar del sujeto funda la realidad, y por lo tanto cada quien tiene su verdad, ¿cómo hacemos para sacar al hombre del solipsismo? Nicol no trata de resolver el problema del puente, simplemente lo corta de raíz a través de la evidencia de la realidad:


En la existencia real, lo que hacemos es percibir la expresión, como un acto que es a la vez diferenciante y vinculatorio. Y decimos “percibir” la expresión, cuando en verdad lo que ocurre es que respondemos a ella. La experiencia es dialógica: la evidencia del ser-hombre es inter-comunicativa. Por eso la comunidad ontológica no tiene que ser pensada: está ya producida por la simple presencia.[16]


La actitud ante el otro, ante el no-yo que innegablemente se sitúa frente a mí, necesariamente implica una postura moral. De una manera similar otro pensador catalán –Carlos Cardona- hablaba de cómo ante cada postura intelectual se toma una opción, en última instancia entre el otro o el yo[17]. La expresividad –que abordamos en este apartado- y la moralidad –que tratamos en el anterior- van íntimamente unidas y requieren ambas un fundamento metafísico:


Pero esta vinculación dialógica, en que consiste la comunidad, nunca es indiferente. La presencia del tú afecta a mi yo en su propia existencia. Comunicación es cualificación. Esa “afectación” no la produce ningún otro ser del universo. Lo cual significa que, ante otro hombre, y sólo ante él, cada uno de nosotros ha de tomar necesariamente una posición, la que sea, que representa una actitud moral. La conjugación de estas actitudes forma y transforma las individualidades, vinculadas comunitariamente. Expresividad, moralidad, individualidad, comunidad, son cuatro conceptos solidarios, y así debe manejarlos la metafísica cuando investiga el problema de la constitución ontológica del hombre en relación con otras formas de ser.[18]


Ahora bien, cuando Nicol habla de metafísica, y sobre todo de la “tradicional”, ¿a qué metafísica se refiere? ¿A la metafísica platónica o a la aristotélica?, ¿a la tomista o a la scotiana?, ¿a la cartesiana o a la kantiana? Pareciera, por lo que se verá más adelante, que Nicol está pensando sobre todo en la metafísica moderna, que en el cuerpo halla un obstáculo a la comunicación, similar a la zanja que surge entre res extensa y res cogitans:


Y la tarea preliminar de esta renovación de la metafísica ha de consistir en una revisión de los conceptos básicos de la metafísica tradicional, y de los supuestos en que se fundamentan. Uno de estos conceptos es el de cuerpo (cuerpo humano). De su empleo inadecuado en ontología derivan todas las dificultades que tratan de resolver las teorías contemporáneas de la intersubjetividad.[19]


Nicol en este sentido es muy posmoderno, pero de un tipo de posmoderno que ayuda a la reflexión filosófica, que aporta y no sólo destruye. Podremos estar más o menos de acuerdo con él en diferentes aspectos, sin embargo es evidente que intenta ser constructivo y que su postura es original y audaz en un buen sentido:


Examinando críticamente los supuestos del concepto de cuerpo, podrá mostrarse fenomenológicamente que el llamado problema de la intercomunicación intersubjetiva no es sino un falso problema. La comunicación, en tanto que es una experiencia primaria y común, ha de ser tomada como un dato originario: no puede presentarse como si fuera una dificultad derivada e imprevista, con la cual nos encontremos al final de un determinado planteamiento metafísico. La comunicación es un hecho, y la condición de posibilidad de este hecho ha de encontrarse en algún carácter o rasgo ontológico, constitutivo y diferencial, del ser humano. Ese carácter es la expresión.[20]


Por ello la postura metafísica que explique la expresión no puede –como la de la época moderna- ser dualista:


La física –o la biología- no pueden explicar el fenómeno de la expresión; pero tampoco puede explicarlo, por la misma razón, una metafísica dualista.[21]


Así pues, Nicol apunta a la revisión del concepto de “cuerpo” como se ha hecho de Descartes en adelante, e intenta recuperar el significado original del término acudiendo a otros recursos del lenguaje:


El centro del problema se encuentra pues en este concepto de cuerpo y en la relación del llamado cuerpo humano con la expresión. Podemos anticipar desde luego que el problema tiene que resolverse, o mejor dicho, que desvanecerse, en la formulación del programa de una metafísica de la expresión, en la cual deje de considerarse el concepto de cuerpo como una categoría útil para la investigación ontológica referente al hombre.[22]


El hombre, para Nicol, es naturalmente expresivo, no accidental sino ontológicamente:


El hombre es el ser del sentido: el hombre es el ser de la expresión; o sea que la expresión no es en él una característica derivada, sino un componente primario, y primariamente conocido, de su misma estructura ontológica.[23]


Cuando hablaba del hombre Nicol apuntaba a que cada uno es ontológicamente distinto de los demás. Cuando habla de la expresión apunta a las características que acomunan a los hombre, la expresión misma una de ellas:


Este rasgo distintivo de su ser, por tanto, es lo que permite al hombre, en la operación primaria de la simple percepción, efectuar una auténtica identificación y distinción metafísica entre los objetos reales, y dividirlos espontáneamente, pero con valor de evidencia apodíctica, entre dos grandes órdenes ontológicos. El tú es siempre reconocido como un ente que pertenece a la misma familia ontológica que el yo, o sea que forma una auténtica comunidad con el yo… porque justamente este reconocimiento, esta simple percepción o aprehensión intuitiva del tú, se efectúa en el modo de la comunicación. La comunicación, por consiguiente, es un hecho primario… en el cual se encuentra el fundamento de una ontología del hombre como ser de comunidad.[24]


Aquí retomamos el comentario que se hacía antes: cabría realizar un estudio más profundo sobre esta apartente contradicción en Nicol. Por fin, ¿es el hombre radicalmente distinto del otro?, ¿no pareciera a partir de estas segundas citas que más bien piensa que tienen mucho en común un individuo humano y otro, hasta el punto de pensarse mutuamente “otro yo”?


De cualquier modo tiene que ser la filosofía inmanentista, moderna, aquella que Nicol critica cuando apunta al término “cuerpo” como aislante de los individuos unos de otros. Porque según una postura realista, existente tanto en el período clásico y en el medieval, el cuerpo no es sinónimo de aislamiento, sino evidencia de una vocación humana precisamente a la comunicación, la apertura, la donación. Sólo desde una postura inmanentista se puede desembocar en la Nada:


La filosofía llamada existencialista ha examinado con algún detalle diversas modalidades peculiares de la relación intersubjetiva. Uniformemente, estos análisis han tomado como base o como dato el cuerpo humano; y el fundamento ontológico de estos análisis existenciales ha sido, también uniformemente, el concepto de un yo considerado como un ser completo en sí, ontológicamente suficiente. Así se llega a un resultado paradójico: la comunicación intersubjetiva es un hecho evidente, y a la vez un misterio inexplicable. Porque el cuerpo es aislante, y no comunicante; y si los análisis existenciales aceptan como base el concepto de cuerpo –como categoría ontológica-, han de aceptar también implícitamente el dualismo, con todas las dificultades antes mencionadas: no se ofrecen las condiciones ontológicas de una relación comunicativa, sean cuales sean las modalidades efectivas de esta comunicación. Y así se comprende que estas modalidades presenten un carácter existencialmente negativo, como “la honte, la crainte et la lierté” de Sartre, porque se fundan en el carácter ontológicamente negativo que presenta la misma constitución del yo como un ser-para-sí. El yo está todo entero impregnado por la Nada, se elige a sí mismo como una Nada, y por eso su relación primaria con el otro se produce en la modalidad negativa del refus de l’Autre, del cual se desprende literalmente et s’en arrache.[25]


Nicol resalta de manera fuerte que el yo y el tú son metafísicamente complementarios, hasta afirmar que la soledad es una ficción ontológica. Sin embargo, cuando afirmaba la radical –ontológica- diferencia entre un ente humano y otro, ¿no contradecía lo que ahora afirma? De cualquier manera su perspectiva para abordar la comunicación resulta definitivamente interesante y útil para nuestros días. Podríamos traducir su argumentación a palabras muy sencillas diciendo que es imposible que las personas no se comuniquen, que lo hacen constantemente. Y si eso es cierto, los acuerdos políticos por ejemplo son posibles. El hombre se vuelve un ser-para-el-encuentro con los demás:


Por otra parte, si el ser del yo se considera suficiente en sí, entonces el encuentro con el otro yo, y la comunicación resultante, aparecen como hechos fortuitos y contingentes. Esto significa que no habría nada en el ser propio que, por su constitución misma, permitiera anticipar sus relaciones vinculatorias con el ser ajeno. Pero la intercomunicación sólo es posible si es necesaria. Lo cual significa que el yo y el tú no podrían comunicarse si fueran realmente ajenos o extraños el uno al otro; tienen que ser de alguna manera propios el uno del otro. La expresión es ya una potencia constitutiva del ser propio, y no depende en modo alguno de la fortuita presencia ante mí de un semejante. La existencia del tú, para mí, no es un hecho contgingente, porque el yo y el tú son ontológicamente complementarios. La soledad ontológica es una ficción; solamente la comunidad ontológica permite explicar a la vez la comunidad y la soledad existenciales. Y sólo cabría pensar que la nada se interponga entre el yo y el tú, y se integre en el ser de cada uno, si cada uno se concibe de antemano como ontológicamente suficiente y solitario (a la manera del cogito). La intercomunicación, entonces, no afectaría esencialmente el ser del uno ni del otro. Pero, de hecho, esta comunicación fuera imposible, porque la Nada es ontológicamente más aislante todavía que el cuerpo. Si la comunicación es un hecho, tiene que haber necesariamente en el ser de los comunicantes una disposición constitutiva que permita explicar las modalidades diversas, existencialmente positivas o negativas, de la relación.[26]


De hecho el solipsismo no es un dato de experiencia, sino un constructo teórico que se lanza como hipótesis y, a veces, como dogma:


Pero la relación constitutiva del conocimiento no se establece, como tradicionalmente se ha considerado, entre dos polos opuestos que serían el sujeto y el objeto. En estos términos, siempre podría dudarse de la realidad objetiva de lo percibido por una conciencia aislada e incomunicada; pero el solipsismo no es, ni ha sido nunca, un dato de experiencia, sino una pura consecuencia lógica de ciertas premisas teóricas que los datos de la experiencia permiten desvirtuar.


No podríamos estar más de acuerdo con nuestro autor cuando critica la postura moderna de descomponer la unidad del hombre. Esto, aparte de acarrear un sinnúmero de problemas morales, niega de frente lo que la realidad manifiesta. Por eso se atreve Nicol a sugerir que el planteamiento de la filosofía durante cerca de cuatrocientos años ha errado. Propone no la hipótesis a partir de una teoría como frecuentemente pasa en la modernidad, sino la reflexión a partir de un hecho:


Cuando la filosofía descompone la unidad del ser humano, el problema de la intercomunicación no tiene solución posible. Lo cual confirma que este es un falso problema. Pues la filosofía ha procedido tradicionalmente en un sentido inverso al que recomienda el buen método fenomenológico; primero ha tratado de definir ontológicamente los compontentes del ser humano; ha observado que hay en el hombre un aspecto de realidad al cual llamamos cuerpo, como llamamos cuerpo a la mesa y a la silla; ha comprobado también que hay en el hombre algo más, una realidad específica e irreductible al cuerpo, y a la cual, desde la antigüedad, se ha llamado alma; y entonces se ha encontrado la filosofía con el problema de las relaciones entre un alma y otra alma. Pero la relación entre lo que se llama un alma y lo que se llama un cuerpo es un hecho primario, como lo es la comunicación intersubjetiva. Por consiguiente, la correcta formulación del problema metafísico tenía que haber sido esta: ¿cómo tiene que estar constituido un ser como el del hombre, que no es puramente un cuerpo, y que presenta primariamente el carácter de expresivo y comunicativo, que tiene la capacidad espontánea de captar la presencia del otro y de distinguirlo, con una certeza apodíctica, de toda otra forma de ser en el universo?[27]


Por eso prefiere tomar otro término, más crudo, menos socorrido en la filosofía de los últimos siglos, para halbar de lo mismo, de esa unidad del hombre como ente expresivo. En el estudio de la expresión humana, descubre nuestro autor un punto de inflexión para la renovación de la metafísica, núcleo de la filosofía y por ende de todo el conocer humano:


Lo que da al cuerpo humano el carácter distintivo de la carne es la expresión. Porque la carne no es pura materia, sino materia expresivamente humana, y en tanto que humana no puede ser concebida ya unívocamente como materia o como cuerpo. Y cuando se percibe que la carne es cuerpo animado o con anima, se descubre que la carne es el testimonio más patente de la unidad ontológica del hombre, aunque existencialmente pueda representarse como un “enemigo” del hombre mismo. Para decirlo paradójicamente, la expresión sería como la glándula pineal, ese punto misterioso de unión entre las dos substancias diferntes que son el cuerpo y el alma. Lo que aumenta todavía más la confusión en los textos de los existencialistas, es el hecho de que, concidiendo en esto con la tradición filosófica, consideran a la expresión solamente en el nivel existencial: como el conjunto de las variadas modalidades de relación intersubjetiva, y no como un carácter ontológico, constitutivo primario en la estructura del ser del hombre. El convertir la expresión en una auténtica categoría ontológica no es un simple recurso teorético, impuesto por la necesidad de resolver monográficamente un problema aislado de la metafísica; por el contrario, es la fase inicial para la renovación de la metafísica y la instauración de su fundamento como ciencia, auténticamente fenomenológica, del ser y el conocer.[28]


Pareciera que, aunque no lo mencione así (al menos en esta parte de sus escritos), Nicol considera de algún modo la diferencia ontológica (con base en su actuación moral) entre un hombre y otro, y su comunidad ontológica (con base en la comunicación), de algún modo análogas, pues no se excluyen. En el siguiente párrafo trata de ambos al mismo tiempo:


[…] la forma de relación o vinculación del yo con el tú se reconoce como ontológicamente positiva, y constitutivamente necesaria, con total independencia respecto de las modalidades existenciales de tal relación. No hay ninguna mediación de no ser, no hay ninguna Nada interpuesta entre el yo y el tú. Aunque el tú sea lo ajeno, nunca es ontológicamente extraño: el tú es el prójimo, el semejante, como se dice en el lenguaje de la tradición cristiana, usual en nuestras culturas. Si el yo fuera lo extraño, sería incomprensible, es decir, no podría aprehenderse en este modo peculiar del conocimiento que es la comprensión. La comprensión, que comienza con la simple y primaria identificación perceptiva del hombre como otro yo, es la forma específica de conocimiento que hemos de emplear, y empleamos espontáneamente, cuando lo reconocido es lo propio, y no lo extraño. Ante el otro, lo que percibo como ajeno es su individualidad óntica; lo que percibo como propio es su comunidad óntica conmigo. La comprensión sólo puede producirse entre dos unidades ontológicamente congruentes, interdependientes, solidarias, correlativas, complementarias. El otro podrá enajenarse de mí existencialmente, pero sólo puede efectuarse y tener sentido vital esta enajenación si el ser en que se produce es parte de mi propio ser. Comunicación es comunión. Lo cual significa que la comunicación es simbólica; y lo es, no solamente porque emplea símbolos expresivos, sino en un sentido más radical: porque la palabra símbolon signfica en griego convenio, es decir, la reunión de dos partes complementarias, ninguna de las cuales es suficiente y completa por sí sola, y cada una de las cuales adquiere su plenitud propia de ser y de significación sólo en conjunción con la otra parte. Esta convenientia ontológica entre un hombre y otro hombre es la que permite las múltiples modalidades de comunicación efectiva entre el uno y el otro. La existencia ajena sólo se comprende, pues, en tanto que realidad propia, como realización de un ser complementario del propio. Este ser actualiza potencias que se dan en mí mismo, realizadas o no, en tanto que comunes a la condición humana. La misma envidia y hasta el odio no son sino reacciones existenciales que presuponen la comprensión de esas realizaciones ajenas, como posibilidades frustradas en uno mismo. Ontológicamente, el hombre es el símbolo del hombre.[29]


La ciencia, por lo tanto, no tendría que haberse fundado, como sugería Descartes, en el cogito ni en la duda metódica, sino más bien en la propiedad del yo que es la expresión. Cardona diría que aquello que se posee personalmente en el caso del hombre es el ser. Y conjuntándolo con Nicol[30] resultaría que la manifestación humana del (acto personal de) ser es la expresión:


Pero si esta propiedad del yo, que es la expresión, constituye una experiencia ontológica tan firme como el cogito, en ella tenía que haberse fundado la ciencia, y la duda metódica resultaba superflua. Y además, si dicha propiedad se percibe en el cuerpo humano, éste ya no queda dentro de la categoría de res extensa. La expresión es un carácter ontológico del hombre, no del cuerpo.[31]


Curiosamente, fija el fin del proceso del conocimiento Nicol en la comunicación, no en el concepto, ni en el jucio, ni siquiera en el raciocionio que hace posible la ciencia. Esta postura es interesante y habla con verdad, pues incluso el científico más encumbrado del mundo desea de algún modo comunicar lo que ve, difundir lo ha descubierto, indagar si sus conclusiones son correctas mediante el cotejo con las de otros, enseñar a los que saben menos el camino intelectual que ha recorrido y, en fin, compartir con otros en el diálogo la verdad que ha llegado a contemplar más de cerca:


En primer lugar, una palabra no se aplica a una cosa, constituida como un objeto para un sujeto; por el contrario, el sujeto emplea la palabra para la identificación misma de la cosa, y en esta identificación consiste propiamente la objetivación. Pero, en segundo lugar, la palabra no se aplica a la cosa en ningún caso. Un símbolo verbal puede servir para designar un objeto en tanto que tiene un contenido significativo; pero, además del contenido significativo, el símbolo verbal tiene una intencionalidad comunicativa. La palabra no se dirige a la cosa, sino que se dirige al interlocutor. El logos es siempre dialogos, lo mismo en el sentido de razón que en el sentido de palabra.[32]


Pues en realidad el conocimiento no surge como obra de una persona, sino como una edificación común. Muchos conocimientos que hoy se aprenden en la escuela elemental constituyeron logros de toda una vida dedicada a la investigación hace 20, 100 y 1000 años.


Pues la experiencia atestigua que la relación constitutiva del conocimiento se establece dialógicamente entre dos sujetos respecto del objeto. El objeto es el mismo para ambos, y esa mismidad es precisamente el fundamento de la identificación objetiva. Una cosa cualquiera sólo puede ser objeto en tanto que se ofrece como realidad común a dos sujetos. La palabra es un instrumento de comunidad no sólo porque comunica a dos sujetos, el uno con el otro, sino porque la comunicación misma sólo es posible en tanto que la palabra establece como común a los interlocutores el objeto signficado.[33]


Por último, queremos aquí apuntar a una idea de Nicol, que puede sonar fuerte y con la cual se puede estar de acuerdo bajo ciertos matices, pero que apunta a una gran verdad:


No hay realidad sin diálogo: esto quiere decir que las cosas sólo pueden ser para mí auténtica y efectivamente reales en tanto que compartidas, en tanto que constitutivas de una realidad común. El órgano de la comunidad es el logos, en el doble aspecto de una relación entre sujetos y de una incorporación de la realidad misma a las conciencias (no aisladas, sino comunicantes) de los sujetos individuales.[34]


En el sentido que no podría aceptarse –pero que no parece el que el autor quiere atribuirle- es en el de que la realidad depende del sujeto: cada quien tiene su verdad. Sin embargo el mismo Nicol ha criticado antes la impostación modernista del solipsismo. Por lo tanto pareciera estarse refiriendo a lo que en otras palabras podría entenderse como la dimensión social del hombre, que se manifiesta de manera clara –entre otros ámbitos- en el conocimiento. Si hemos acertado, entonces Nicol no niega que cada individuo pueda llegar a la verdad de algo en cuanto aferrar su esencia, sino a que la completa y profundiza y confirma[35] en el contacto con los otros: si bien cada hombre puede distinguir verdad y error, bien y mal, por su inteligencia, también es cierto que puede verlos más claramente en el diálogo con los demás[36].


Puede apreciarse definitivamente que Nicol es un pensador profundo, metafísico, en un mundo y un tiempo donde la profundidad intelectual escasea. Sus ideas acerca de la ciencia, de la moralidad y de la comunicación, refrescan –y mucho- el ambiente del pensamiento filosófico actual, a veces bastante enrarecido después de la borrachera modernista que ha desembocado en la apatía posmoderna. Habría que contrastarlas y aclararlas a la luz del realismo, quizá completarlas –si fuera el caso, por parte de quienes estuvieran capacitados para ello- con la ayuda de conceptos como la analogía, para saltar ciertos escollos y contradicciones que pudieran objetársele. Un último punto que convendría explorar es la evolución histórica del autor, su itinerario intelectual, sus aciertos e incógnitas a través de las publicaciones que dejó.


De cualquier manera, Nicol no puede dejar de considerarse para quien se interese en el desarrollo de la filosofía en México y, en general, en el mundo hispanohablante.


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[1] Referido en: Tomás Melendo. Metafísica de lo concreto. Sobre las relaciones entre la filosofía y la vida. Ediciones Internacionales Universitarias. Barcelona, 1997. p. 13.
[2] Nicol, Eduardo. “El principio de individuación”. Ideas de vario linaje. UNAM. México, 1989. p. 62.
[3] Ibidem.
[4] Ibidem, p. 68.
[5] Ibidem, p. 69.
[6] Ibidem, p. 81.
[7] Ibidem, p. 74.
[8] Ibidem, p. 75.
[9] Ididem, p. 76.
[10] Ibidem.
[11] Ibidem, p. 77.
[12] Ibidem, p. 83.
[13] Aristóteles. Ética nicomáquea (1097a-1102b). Ética eudemia. Sexta reimpresión de la primera edición. Biblioteca Clásica. Gredos. Madrid, 2003. pp. 141-159.
[14] Ibidem, p.79.
[15] Ibidem.
[16] Ibidem.
[17] Cardona, Carlos. Metafísica de la opción intelectual. Madrid, 1969. pp. 111-142.
[18] Ibidem, pp. 79-80.
[19] Nicol, Eduardo. “El falso problema de la intercomunicación”. Ideas de vario linaje. UNAM. México, 1989. p. 131.
[20] Ibidem, pp. 131-132.
[21] Ibidem, p. 133.
[22] Ibidem.
[23] Ibidem, p. 139.
[24] Ibidem.
[25] Ibidem, p. 140.
[26] Ibidem.
[27] Ibidem, p. 144.
[28] Ibidem, p. 145-146.
[29] Ibidem.
[30] Por supuesto esta es una asociación que aquí queremos proponer, no tenemos ninguna evidencia de que alguna vez se hayan conocido ambos autores ni de que, en caso afirmativo, habrían estado de acuerdo con esta conjunción que se nos ocurre. Véase: Cardona, Carlos. Metafísica del bien y del mal. Universidad de Navarra. Pamplona, 1987. p. 90.
[31] Ibidem, p. 134.
[32] Ibidem, p. 136-137.
[33] Ibidem, p. 137.
[34] Ibidem, p. 137.
[35] Mediante el conocimiento de “fe”, inmensamente socorrido más allá del ámbito religioso, y que significa simplemente le fiarse de lo que otros dicen con base en sus antecedentes, en su conocimiento, en su veracidad.
[36] Que obviamente no significa “consenso democrático” acerca de los valores, sino siempre de un reconocimiento objetivo de lo que “está ahí” y que rebasa o trasciende a los interlocutores que lo escudriñan.

El amor como sentido del hombre en Carlos Cardona

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