Thursday 2 August 2007

Dos torres y un sobresalto (dos culturas y una civilización)

Para quienes gustamos de la filosofía se plantea con frecuencia -especialmente ante sucesos como los que acaban de ocurrir- una pregunta de espontánea formulación y de incómoda respuesta: ¿para qué sirve? La física explica qué velocidad llevaban los aviones al momento de sus impactos con las Torres Gemelas y gracias a qué juego de fuerzas rebasaron la resistencia de los materiales en ambos edificios; la economía calcula el costo del desastre y las repercusiones inmediatas y de mediano plazo en los mercados financieros a raíz del evento; la política señala cómo se colorea el panorama de las relaciones de poder a nivel internacional en el conflicto. ¿Y la filosofía? En el contexto práctico no sirve para nada. La descripción de los hechos hasta cierto punto se agota ahí. Sin embargo, cuando nuestra atención pasa del qué sucedió al qué significa, qué causa y qué sentido tiene el evento, qué revela acerca de la naturaleza de la historia, de la política, de la economía y, sobre todo, del hombre, quien a final de cuentas es el “elemento” más importante en el análisis de los acontecimientos, entonces la filosofía sí nos arroja luz abundante. Bajo esa perspectiva quisiera compartir con el lector tres reflexiones que me brotan en torno a los actos terroristas del 11 de septiembre.
¿En qué cifra su seguridad nuestra civilización actual?


En casi todo Occidente la gente se despertaba como cualquier otro día. Oriente terminaba su jornada y se disponía a descansar. De pronto contemplamos estupefactos unas escenas hollywoodescas pero a horas y en programas “de verdad”. Ni en la película Pearl Harbor supimos de tantas muertes. ¿Cómo reaccionó la gente? Con pánico, con un sentimiento de ira e impotencia, con desánimo, con nerviosismo. Los estadounidenses no sabían dónde esconderse. La fuerza militar que “patrulla” el orden del mundo vio burladas sus instalaciones más estratégicas. El “Mr. President” todopoderoso de las películas se refugió dentro de un avión. Las bolsas de valores de las economías más pujantes del planeta iniciaron un descenso vertiginoso que tuvo que disimularse mediante la suspensión de actividades. Por más de una mente cruzaron imágenes de una guerra mundial inminente en las siguientes horas. En otras palabras, el entero mundo se tambaleaba. Los hombres, hijos de la civilización de hoy, saboreábamos el desconcierto. Explicados todos los detalles técnicos, descritas todas las catástrofes físicas y sospechados todos los posibles autores de la fechoría, más en el fondo, más allá de lo puramente práctico, quedaba en nuestra alma una pregunta profunda: ¿por qué?, ¿qué sentido tiene todo esto?, ¿hacia dónde se dirige el planeta?, ¿qué dirección llevan nuestras vidas?, ¿cuáles son nuestros valores fundamentales? Según Pieper dos experiencias sacuden al ser humano de sus ocupaciones cotidianas, de su activismo locuaz, conduciéndolo a reflexionar profundamente: el amor y la muerte. Fue por falta de la primera y por presencia de la segunda que el orbe entero contuvo su aliento un instante, asombrado, atolondrado, abrumado por una constatación: qué frágil es nuestra seguridad. 


¿Qué tipo de cultura domina nuestra civilización hoy?


No cabe duda que pertenecemos a una civilización que cabalga entre dos siglos (y dos milenios), dominada por ciertas naciones en la escena política, desarrollada hasta un cierto punto en su crecimiento económico (por lo menos si se mide en términos de producción), delimitada bajo ciertas características en la distribución geopolítica de los territorios, afectada en ciertos matices raciales, ambientales y ecológicos. La civilización en ese sentido está dada. Pero, ¿qué tipo de cultura somos? ¿Cómo podría caracterizarse nuestra concepción de la vida, nuestra interpretación de la historia, nuestra expresión artística, nuestro núcleo fundamental de valores? ¿Quién es para nosotros el hombre?, ¿qué se ha vuelto? Después de los recientes sucesos una cosa parece muy clara: nos hemos fabricado -o, en todo caso, hemos permitido que de nosotros se apodere- una cultura de odio, de venganza, de violencia, de desesperación, de ofuscación horizontalista, de fanatismo pseudoreligioso. Una cultura de la irracionalidad, del sinsentido y de la nada. Una cultura infrahumana y deshumanizante, “egoizante” y autodestructiva. La cultura de la muerte. 


¿Cuál dirección deberíamos tomar en adelante?


El hombre, hoy más que nunca, antes de volver a construir sus torres, a blindar sus aviones, a saldar sus cuentas de crimen y a remendar sus sistemas financieros, necesita respirar hondo, observarse a sí mismo, reconocerse, preguntarse en qué se ha convertido y, después, trazar otra vez los rasgos de la cultura que verdadera y libremente anhela. Hay cosas que suceden y ante lo que sucede no cabe más que describir, explicar el cómo es. Este es el papel de las ciencias y la utilidad de las técnicas. La filosofía, ya desde los clásicos como Aristóteles, navega en la teoría (siguiendo la acepción original del vocablo), no por afán de escape sino en respuesta a una necesidad irrecusable del espíritu humano: la búsqueda del cómo debería ser. Estamos atiborrados a través de la televisión, la prensa, el radio, el internet y hasta por la plática del vecino, de cómo están pasando los acontecimientos. Pero, ¿pensamos, intuimos, reflexionamos en cómo deberían desarrollarse? 


En el fondo todos lo hacemos casi espontáneamente. Forma parte de nuestra naturaleza humana. Y aquí comparto un punto de vista muy personal y lo lanzo, no al conglomerado de ciencias, ni a la armazón interminable de técnicas (por otro lado útiles para nuestra vida práctica), sino a la comunidad de seres humanos que como yo observan, sienten y piensan. A las personas que quisieran como alma de nuestra civilización actual una cultura distinta a la de la muerte y que saben que el primer paso para lograrla con acciones prácticas es concebirla en nuestra inteligencia y gustarla en nuestro corazón a nivel teórico. Una cultura de generosidad, de perdón, de búsqueda del bien integral de las personas que tenemos enfrente. Una cultura de confianza, de moderación virtuosa, de esperanza sosegadora. Una cultura del sentido encontrado en la entrega, en la sublimación del genio creador del hombre, en la amistad sincera. Una cultura de la alegría de saberse partes de un todo común, del culto a la verdad, de la exaltación del bien, de la admiración de la belleza cuya máxima expresión se halla en la armonía interior del hombre y en el orden maravilloso del universo. Una cultura de la vida.


Concedo plenamente a quien califique de utópica la escena que propongo en el párrafo anterior. Suena a John Lennon en su Imagine, a cuento de hadas. Pero no quito el dedo del renglón. Más que preguntarnos si puede lograrse, importa pensar si debería lograrse. El cómo, queda para una reflexión ulterior. No obstante, a manera de atisbo, sí quisiera señalar que el camino concreto, ese cómo, se origina en la familia. La familia en cuanto escuela de aceptación incondicional, de fidelidad, de convivencia pacífica, de perdón, de respeto y cooperación, de aprendizaje vivencial de los valores más esenciales del hombre. Sólo a partir de la familia, núcleo de la sociedad, puede operarse un cambio sustancial y verdadero para que nuestra civilización pase de la cultura de la muerte a otra de la generosidad, de la esperanza y de la vida.

El amor como sentido del hombre en Carlos Cardona

Prefacio El presente estudio tiene como propósito presentar a un pensador que murió hace apenas doce años, y que por varios motivos pudiera ...